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La actividad en la herrería de San Juan de Duero era incesante, mientras que fuera de sus muros los tasadores pasaban revista a cabalgaduras y equipos validando su idoneidad, dentro las fraguas vomitaban chispas y limaduras de hierro y los herreros reparaban o remendaban lorigas y mallas o añadían placas de hierro para aumentar las defensas de los equipos de los hombres que precisan fiar a ellas sus vidas.

El Duero provee la energía necesaria para machacar y moldear el hierro. Un canal desvía la corriente principal, conduciendo el agua hasta la herrería donde hace girar las aspas de una gran noria, con gran ruido de herrajes y crujidos de maderas. La noria que es sólo una parte de un ingenioso complejo, está montada sobre un grueso eje de madera de roble guarnecido con cinchos de hierro, provisto en su centro de una corona de dientes que al girar acciona sobre el brazo corto de una potente palanca. En resumen, la torrentera del agua hace rotar a la noria y girar al eje y a su corona dentada, la cual obliga al movimiento de balanceo de la palanca sobre su fulcro; dicho movimiento se traduce en el golpe seco, explosivo y atronador de la cabeza del brazo largo sobre el yunque en donde el hierro se deja moldear.

En las paredes de la herrería, mostrador de esta factoría del fuego, todo hollín, polvo de mineral de hierro y manchas de humedad, cuelgan viejos instrumentos de labranza, rejas de arados, legones y horcas, que por mor de los tiempos, esperan ávidos su turno de crisol para templarse en acero y filo de muerte. En todo el habitáculo se respira olor a limaduras recalentadas, encina requemada y agua caliente, mientras que los oídos se dejan atronar por el latido del inmenso corazón de Plutón, el acompasado ruido de la muela incansable y rítmica que acciona el martillo-pilón haciendo vibrar a las mismas paredes.

El maestro herrero, único seglar en esta fábrica de monjes, se limpia el sudor de las manos y se desprende la banda de cuero de su cabeza, dejando al descubierto un sol tatuado en medio de su frente, una señal que le identifica como miembro de la hermandad entre las gentes de su oficio.

Se acerca a Alonso luciendo una sonrisa de disculpa.

—Todavía no he podido afilar el corte de tu instrumental. ¡Tengo tanto trabajo! —dice señalando los equipos de guerra, entre los que se encuentra la vieja loriga que su suegro, Martín Castejón empleó en la campaña del diecinueve, cuando Castilla mordía el polvo en la Sierra de Elvira y el rey moro celebraba su victoria en la Vega de Granada construyendo el Generalife.

—La he añadido en el pecho tres filas de cinco placas de hierro cada una y además le he reforzado los codos con un par de rodeletas.

—Una buena pieza —comenta a su vez un segundo parroquiano que espera su turno sentado junto al hogar, aprovechando el descanso para despacharse un buen trozo de pan untado en manteca de cerdo, ayudándose en tal acción con buenos y largos tragos de vino, a los que no hace ascos el mismo maestro herrero.

—Y no las he visto malas en la frontera —continúa exponiendo—, los nazarís usan unas placas metálicas agujereadas que llaman masrudas, una buena defensa contra las flechas de nuestra ballestería.

—Es Duruelo —dice el herrero presentándole el cliente—, un carretero de la sierra de Urbión que trasporta lana hasta el puerto de Laredo.

—En tiempos de paz —aclara éste—, que en los de guerra presto apoyo al ejercito trasportando impedimenta.

—¿Duruelo? —pregunta Alonso—. Cuando era niño oí hablar de una persona con tal nombre que se dedicaba a lo mismo que tú.

—Conocí a don Jerónimo Caballero y a don Martín Castejón. ¡Lastima de amistad perdida! Fue en la campaña de la Vega de Granada...

Alonso hace un gesto con la mano con el que quiere cortar una conversación que trascurre por derroteros que no le interesan, y apoya tal decisión tomando una pieza de hierro del equipo de su suegro, para él desconocida, aunque su forma explica a las claras su función defensiva para la barbilla, cuello y clavícula.

—¿Qué es esto?

—Es un gorjal, una pieza de hierro creada por algún herrero berciano para suplir la deficiencia que supone la unión de la loriga con el almófar.

E insistiendo en el cambio que se estaba produciendo en el armamento, explica:

—La capacidad ofensiva de las nuevas lanzas, mazas y flechas ha obligado a reforzar los arneses con planchas de hierro, especialmente en las extremidades inferiores, tan asequibles para los infantes, y se han suplido las viejas brahoneras por grebas, rodilleras y escarpes de hierro.

—Es inútil —contesta despectivo Duruelo—, frente a una buena arma de defensa siempre se creará otra ofensiva mejor. De momento ninguna puede oponerse al poder de una flecha lanzada por un arquero inglés.

—¿Hablas del arco largo? —pregunta el herrero—. Dudo que sus flechas puedan con mis defensas —dice señalando la loriga de don Martín, reforzada con la armadura que acaba de entretejer en la malla.

—¡Lástima de equipo! —dice—. Y no lo digo porque el caballero no sea bravo, no, es que ya es muy viejo y alguien de su familia debería suplirle en la hueste —afirma, dirigiendo una mirada acusadora a Alonso.

—Alguien tiene que hacer las funciones de médico —replica éste, declarando por primera vez la función que piensa cumplir en la frontera.

—Entonces no tienes tanta prisa como el resto de los guerreros. Tu encargo puede seguir esperando. Lo terminaré cuando todos se hayan ido.

—No importa, dos personas solas viajan más rápido —contesta Duruelo, ofreciéndole sus servicios.

Una generosa oferta que acepta, marchándose a continuación de la herrería.

En la campa se tropezó con una anciana ciega que caminaba tanteando el terreno con una vara de madera de cornejo, y como no faltan en los núcleos donde se reúnen los jóvenes, aguadores, vendedores o gentes de dudosas ofertas, o no tan dudosas, no le extrañó la presencia de tal mujer, que tras excusarse le preguntó:

—He oído antes que don Martín te ha llamado Alonso Caballero, ¿es ese tu nombre? ¿Eres el hijo de don Jerónimo y María la morisca?

—El mismo, mujer, ¿qué se le ofrece? —contesta a la vez que intenta escrutar una cara conocida oculta tras un matorral de greña blanca y un capuchón de lana sucio.

—Te creía muerto, Alonso —contesta la ciega.

—¡Urraca! —exclama, reconociendo por fin a su interlocutora—. ¿Dónde te has metido durante estos largos años?

—Vagando las sierras, recogiendo de la tierra la sabiduría derramada por la madre Giba, y leyendo las manos de los jóvenes. Un afán inútil pues nadie más puede llevar el talismán de la madre, ¿Verdad hijo?

—La Abuela murió hace mucho tiempo —contesta, sin responder la segunda parte de su pregunta y dar noticias acerca del famoso talismán, que casualmente volvió a recuperar, aunque ya no lo lleva encima, ni tampoco sabe muy bien dónde está, ni le interesa, pues lo asocia con demasiados recuerdos.

—También creía yo que le había ocurrido lo mismo al hombre marcado por el talismán de la madre —insiste Urraca.

—No sigas por ahí mujer, no quiero seguir oyendo viejas supersticiones.

—¿Eres más ciego que yo y no puedes ver que la luna tiene tres caras? ¿Acaso la Luna Nueva no duerme su noche más larga?

—¿Cómo sabes tú que ella es la víctima inocente de un veneno?

La vieja Urraca convertida en adivina mira con intensidad a Alonso, le coge las manos y le arrastra hasta un lugar más discreto y libre de testigos, para decirle:

—He vuelto allí arriba, al Monte de las Animas, y cuando limpiaba su tumba de hierbas impuras tuve una visión. Vi un carro tirado por cuatro yeguas conducido por un joven. Al llegar la noche el carretero se detuvo a descansar a la vera de un pozo, junto a un laurel bañado por los rayos de la luna, las yeguas pastaban a su albedrío a su alrededor y comieron accidentalmente una hierba que las volvió tan locas que se lanzaron a un galope desenfrenado, arrasándolo todo a su paso. El carretero incapaz de dominarlas terminó por caerse del carro, sufriendo el ataque de una de ellas, la única que había comido hojas del laurel.

Alonso capta el significado del laurel, el árbol en el que se convirtió Dafne para salvar su virginidad, y además adivina la identidad de las yeguas que “se volvieron locas tras pastar una cierta hierba”, y pregunta con interés, no carente de cierta alarma.

—¿Qué sucedió a continuación?

—El final de esta historia sólo puedes contarlo tú.

—Aclárame al menos la alusión acerca de la yegua que atacó al carretero tras comer hojas del laurel ¿Comió o se llevó parte de ella? ¿Tal vez su esencia? —aunque esta pregunta no se atrevió a hacerla en voz alta.

La vieja trotaconventos se alejó, apoyándose en su bastón de cornejo, la misma madera que la del mitológico adivino Tiresias, tanteando un terreno que ya había quedado abonado.

Efectivamente, cuando Alonso llegó a su habitación se dedicó a rebuscar entre sus pertenencias el viejo talismán de la madre Giba. Finalmente lo encontró, estaba ahí, en el sitio en que lo dejó el día en que la gente les trajo al hospital, abrumados de aconteceres y llenos de cicatrices. Estaba entre lo viejo, entre lo que queda apartado y nunca nos atrevemos a desechar, porque tiene esencias de nuestra propia historia.

Recuerda bien que el día en que se dieron los hechos se le desprendió a don Vela y después lo encontró por casualidad, tirado en el suelo, medio oculto en la arena. Después ocurrieron demasiados acontecimientos como para prestarle atención. ¿Estaba ya así, deteriorado? Le falta el militaz, el ojo derecho de la serpiente. Mejor dicho, una vulgar piedra ocupa el lugar donde antes estaba la que tenía la virtud de protegerle frente a todo tipo de hechizos o nigromancias.

«No temas, la Madre estará contigo», le dijo la tía Giba cuando le entregó este talismán, prometiéndole su asistencia en tres ocasiones, una por cada piedra. Alonso como médico conoce el poder intrínseco de ciertos objetos, sortilegios, jaculatorias o de determinadas sabidurías, sin mencionar la influencia zodiacal, o incluso el de las oraciones, por tanto no le costó aceptar que este talismán pudiera tener también poderes.

¿Acaso la particular forma del estado de muerte aparente que sufrieron cada uno está mediada por la intervención de potencias extrañas? ¿Es posible que en su caso no se haya producido la disociación de los tres componentes del hombre gracias al efecto protector del talismán?

Al anochecer, cuando el nunc dimittis cierra la hora de completas y los monjes se retiran a descansar, Alonso se acercó de nuevo a la celda de don Tirso. El maestro puso al día a Alonso sobre sus experiencias en los tiempos en los que para someter a juicio a las brujas las hacían beber sus propios filtrados, con carácter probatorio. Quedaban en un sueño tan profundo que no sentían la influencia de ningún estímulo externo, pero cuando volvían en sí, afirmaban y presentaban muestras corporales de haber vivido experiencias orgiásticas.

—Maestro, ¿afirmas que tales elixires liberaban la unión del cuerpo con el alma?, ¿que afectan a la esencia, la tercera sustancia que compone el cuerpo humano?

—La capacidad de ciertos elixires para disociar cuerpo y alma ya se conocía de antiguo, como práctica habitual entre las sacerdotisas de Apolo. Lo que varía es el resultado, y lo hace en función de las creencias que lo animan, las sacerdotisas que aspiraban a contactar con la divinidad enriquecían las virtudes de su alma con los poderes de adivinación, a las brujas el contacto con el diablo las llena de experiencias lascívicas. En vuestro caso —concluye—, una vez liberada la sustancia, los ritos de los Hijos de Sirio deberían mediar las vivencias de vuestras almas.

—A mí, el talismán me protegió, ¿pero qué ocurrió con Isabel? ¿Por qué sigue siendo Afrodita?

—Quizás Urraca nos haya dado la respuesta —contesta don Tirso—. Analicemos su visión, los elementos que contiene, e interpretémosles a la luz de sus propias creencias. El carro desbocado simboliza a la naturaleza atacada por la locura, entendida como la pérdida de su orden habitual. La luna llena y el laurel indican la virginidad de la doncella y el conductor del carro es la imagen del poder. Creo que la secta que conocemos nos advierte de que el mundo camina hacia el caos y no obedece a las órdenes del conductor del carro, del rey nuevo, porque no se ha producido la fecundación de la semilla ni la renovación de la naturaleza.

—Hay otras claves, don Tirso. Una de las yeguas locas, la que ataca al carretero, ha comido hojas del laurel. ¿Acaso significa que la misma persona que me causó daño a mí, ha robado parte o alguna virtud al árbol bañado por la luna, a la doncella? ¿Eso es lo que causa el estado de Isabel?

—No puedo interpretarlo, Alonso, no sé lo que significa. Pero puedo afirmar que en las creencias de los Hijos de Sirio los tres actores tienen un destino predeterminado y un elemento identificador que influye para que éste se cumpla. El rey nuevo se identifica por el talismán, y este objeto le protege para que se cumpla su destino. Hay un segundo elemento mágico y desconocido que le ha protegido a ella —dice refiriéndose a Isabel—, a Afrodita, la Luna Nueva, evitándola ser fecundada por alguien que no sea el rey nuevo, y sin lugar a dudas si acertamos a descubrirlo podremos despertarla, pero necesariamente exigirá la presencia del tercer elemento, el que identifica al rey viejo, cuyo destino es ser derrotado.

—Los tres deberán estar presentes para que se cumpla lo pactado, en ese momento, Dafne volverá a ser Afrodita y recibirá de forma consentida el abrazo amoroso.

—Así es Alonso.

—¿Cómo voy a conseguirlo si ni siquiera sé si vive don Vela? —contesta con desaliento Alonso.

—Vive, estoy seguro. Está protegido por su correspondiente elemento mágico.

—¿Cómo y dónde debo buscar los elementos que me faltan, don Tirso?

—Déjate llevar. La madre que te encontró y te señaló tu destino en su momento, te conducirá; de hecho ya ha empezado de nuevo a hacerlo, enviándote a su mensajera.

Claramente estos argumentos resultaron definitivos y poco después Alonso iniciaba sus preparativos para marchar a la frontera.

Ya a solas, don Tirso saca de un rincón de la enfermería un tarro vacío, un ánfora que le había regalado un pastor de Garray que pastoreaba sus rebaños en la colina donde antaño se levantaba la vieja Numancia, la heroica ciudad celtibérica que tantos quebraderos de cabeza produjo a las legiones romanas. Vuelve a mirar su decoración. Afrodita, reconocible por su tocado con la imagen de la luna nueva, abre sus brazos al héroe, un guerrero coronado de laurel, que ha superado tres pruebas, a juzgar por las tres lanzas que lleva en su mano.

—Hasta aquí todo es aceptable —se dice don Tirso. Lo que le preocupa es que la diosa ofrece en una mano una granada, el símbolo de la muerte, y en la otra un huevo, el símbolo de una nueva vida.