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Entrada la tarde, Marfa terminaba de bajar la Sierra de Santana y llegaba a la altura de la cueva donde dicen que vivió un santo varón llamado Saturio. Continua por la vereda que lleva al monasterio templario de San Polo, ahora ocupado por los Hospitalarios de San Juan, y ya con el anochecer llegó a las inmediaciones del puente fortificado que cruza el Duero a la altura de San Pedro, que encontró inusualmente concurrido a estas horas, a punto de cerrarse las puertas de la ciudad.
El tráfico humano se dirige hacia San Juan de Duero, en cuyos aledaños pueden distinguirse las lonas de las tiendas de campaña y las enseñas que delatan la acampada de gente armada. Buscó una cara conocida entre los transeúntes y al poco vio al Manco, un pastor lisiado en las jornadas de la Vega de Granada que vive de la caridad y bebe de la bolsa de don Vela.
—¿Qué ocurre, Manco?
—Que los veteranos nos estamos reuniendo —contesta el mutilado, señalando los muros del monasterio con el resto honroso de su muñón, el acento disparatado del borracho y la amargura irónica del que se sabe injustamente tratado.
—Muchos acontecimientos han debido ocurrir después de marcharme —dice Marfa.
—Y tantos —contesta el Manco—. Los hombres de los linajes le han dado un ultimátum al juez, y si mañana lunes no convoca el Alarde, ellos lo harán por su cuenta.
Han plantado un conjunto de tiendas en la ribera del río, una por cada linaje, identificables por las enseñas izadas en su mástil. Falta naturalmente la de los Vela, pero puede ver la cruz de plata sobre campo azul de los Santacruz, la media luna en campo de estrellas de los Salvador, el escudo cuartelado de los Barrionuevo con sus torres almenadas alternando con cruces, el de los Santisteban con la media luna y finalmente la de los Morales. Todas ellas se disponen alrededor de la tienda destinada al concejo, en cuyo mástil flamea la enseña de la ciudad.
Un poco más adelante han erigido una tribuna que se apoya en el muro de San Juan de Duero, y en el espacio que media entre ésta y la ribera del río está el palenque, el escenario destinado al desfile de la milicia, su revista de armas y finalmente, la celebración de los correspondientes juegos de armas.
La gente se congrega al pie de la tribuna. En las primeras líneas los hombres de armas, detrás de ellos el resto, ciudadanos bautizados y como tales con derecho al voto, criados, curiosos y simplemente gente, como Marfa, para los que no se han hecho las estructuras sociales. Como es una convocatoria pública y abierta, hecha a toque de campana, aunque no hayan sido las de San Gil, ni este lugar sea su atrio, se considera que se han guardado las formas, por lo que a juicio de los hombres de los linajes, se ha convocado legalmente a la Asamblea Ciudadana.
—Una convocatoria hecha por el Concejo de la ciudad, sin la aquiescencia del juez —explica desde la tribuna el cabeza de los Llorente a los presentes—. Pero pronto dejaremos de considerarle como tal, porque al faltar al fuero que ha jurado respetar, nos releva del nuestro de lealtad.
—Ciudadanos —dice don Rodrigo tomando la palabra—, en el momento en que las campanas anuncien el cierre de las puertas de la ciudad, habrá terminado el día de hoy, domingo, el último para poder convocar el Alarde, que debería celebrarse mañana, primer lunes de marzo. En este momento consideraremos como perjuro a don Vela y procederemos a nombrar un nuevo juez.
La asamblea calentada por horas de debate y exaltación, y seguramente mediatizada por la vigilancia de los partidarios de los convocantes, acogió con gritos y gestos de asentimiento sus palabras y a duras penas pudo hacer uso de ella Santacruz, para intervenir con evidente afán mediador.
—No me opongo a la propuesta de don Rodrigo, pero sí a los plazos. Esperemos hasta la salida del sol para tomar cualquier decisión, sólo entonces podremos asegurar que se han cumplido legalmente las formalidades.
—Siempre se han caracterizado los Santacruz por sus propuestas ponderadas, esperamos que ahora no quiera pedirnos que nos retiremos a nuestras casas hasta que se cumpla el plazo que propone —interviene el representante de los Salvador.
—Nadie nos puede privar del derecho a reunirnos, pero sí discutirnos el de haber usurpado el del juez, pues hasta mañana don Vela estará dentro de la ley.
Estos argumentos parecen calar en los asistentes entre los que inmediatamente surgen murmullos y corrillos de debate. Don Rodrigo, temiendo que se enfríen los ánimos, toma de nuevo la palabra:
—Señores, apoyo la moción, pero matizada. Enviemos una embajada a casa del juez para exponerle la situación y advertirle que permaneceremos reunidos aquí hasta que se cumpla el plazo, a cuyo término procederemos tal y como ya se ha propuesto.
Tras aceptarse la propuesta por aclamación, los convocantes deciden designar, por el procedimiento de insaculación, a las personas que formen la embajada ciudadana, entre las que saldrá el próximo juez, en caso de que ocurra lo que se augura. Escriben dos papeletas por cada linaje y las introducen en un saquito, de donde el más antiguo extrae dos, una por cada embajador.
No la interesan a Marfa más detalles, ya ha visto y oído lo que le importa, por lo que decide seguir su camino. Otras personas, como el Manco, llevarán a don Vela cumplida información de todo lo que está pasando a este lado del río. Entra en la ciudad dirigiéndose rápidamente a casa de don Martín Castejón. Al llegar a sus aledaños puede comprobar, como ya presumía, que ha desaparecido la vigilancia armada de su puerta, constatando que su dueño se ha ausentado de la ciudad.
Ahora todo resulta fácil. Entra por la puerta de la cocina. Todavía están las brasas encendidas, el balde del baño de Isabel y sobre una silla sus ropas usadas, un estado de desorden sólo admisible en una casa sin amo. Pasa de largo y de soslayo comprueba con la mano la tibieza del agua. No ha pasado tanto tiempo, se dice. Aspira su olor. Huele a ella. Está llena de ella. Toma una prenda íntima y se cubre la cara con ella, empapándose con el quantum de su esencia corporal adherido a la tela, y por un momento siente que la suya y la de ella se funden integrándose en un solo cuerpo, produciendo una mujer nueva, mezcla de las dos.
Ya no duda, Ya no tiene miedo.
Se asoma al zaguán. A las escaleras. Al descansillo. No hay nadie. Sus ocupantes o están en la orilla del río o se han retirado a descansar. Con todo sigilo se dirige a la habitación de Isabel. El ama duerme ante su puerta. Sin hacer ruido se acerca y la degüella de un certero tajo. Tras esconder su cadáver, abre cuidadosamente la puerta. La muchacha duerme plácidamente. Sin perder tiempo, desliza en su boca entreabierta un chorro del filtrado que ya conocemos. Tras unos momentos de sordo combate, el veneno produce su efecto. Y ahora sí que esta segura de que ha empezado una nueva vida, tan segura que cuando llegó a la casa del juez decidió acceder por la puerta principal, en lugar de hacerlo, como habitualmente, por el muladar.
Apenas dio tiempo al asombrado portero para reaccionar. Invadió el zaguán y le ordenó de forma tajante.
—Dale esto a tu amo.
El portero la ve con la mano extendida y un gesto tan seguro, serio y decidido que se limita a tomar el talismán de Alonso, y sin siquiera cerrar la puerta, se aleja escaleras arriba, para cumplir con lo ordenado.
Cuando don Vela reconoció el objeto tuvo por cierto el mensaje y ordenó que la trajese a su presencia, y el hombre, más asombrado que incrédulo, se aprestó de nuevo a cumplir con lo mandado. Antes se encontró en el rellano con otro criado, al que contó lo sucedido.
—Yo haré tu oficio —le contestó éste, con sonrisa de suficiencia.
—Quién sabe, quizás la explicación esté relacionada con los acontecimientos que se están viviendo en la ciudad —se dice el renqueante, sin saber muy bien cuáles son estos, ni cuál puede ser su repercusión, así que el taciturno y no muy convencido personaje accedió con gusto a la oferta de su compañero, el cual, cuando se enfrentó con la mujer, le espetó su acostumbrado desprecio, a amanera de saludo:
—¿Qué habrá hecho la más guarra de las brujas para merecer tal atención?
Quizás si hubiese observado su mirada se hubiese abstenido de tal insulto, y desde luego de azotar despectivamente sus bien redondas nalgas. Pues la despreciable, la humillable Marfa, reaccionó con una soberbia hasta ahora impensable y sobre todo con una violencia inimaginable. Con un rápido movimiento marcó de una certera cuchillada la mejilla izquierda del hombre, que antes de que acertara a llevarse la mano a la zona herida, se encontró con la punta del arma presionando su tetilla izquierda.
—¡Nunca más!, gañán. ¡Nunca más!
Tras un largo segundo en el que el hombre vio la muerte, escoltó a Marfa hasta las habitaciones del amo, con la sumisión de un perro humillado. Arriba, mientras tanto, don Vela sopesa el objeto que atestigua que Marfa ha cumplido con su cometido. Cierra con fuerza la mano alrededor del talismán sin sentir que su forma le hiere la piel. Ajeno al dolor aprieta su presa hasta notar que empieza a sangrar.
Abre la mano y observa su herida. Quisiera ver sangre nueva, sangre joven y roja recién renovada. Cierra los ojos y suspira, hinchando los pulmones con fuerza. Con la misma fuerza que cuando era un joven y desconocido caballero que llegó a esta ciudad, dejando atrás un origen y una historia que nunca logra recordar. ¿Porque realmente empezó entonces su vida? ¡Quizás porque sólo quiere rememorarla desde el momento en que fue acogido en el linaje de los Vela!
Entonces se vivían tiempos difíciles, la enfermedad se había adueñado de los campos y la Madre intentaba inútilmente limpiar los surcos del esperma del macho cabrío. Y conoció a Afrodita. Por una ráfaga de su amor pasará el resto de la vida con el corazón muerto. Pero hizo el pacto con la Madre que segó de raíz su juventud a cambio del poder y la inmortalidad. Hoy, que ha terminado su tiempo, siente que ha hecho un mal negocio, pues nada le ha logrado compensar la perdida de la capacidad de ilusionarse, una virtud reservada para el mortal con esperanzas de un mundo mejor. Se rebela y exige una nueva oportunidad por la que está dispuesto a pagar... el precio de la inmortalidad.
Y de nuevo ha aparecido Afrodita. Un viento de pasión por el que otro hombre será capaz del mismo trueque. Él será de nuevo ese hombre, se promete, contemplando el talismán que un día fue suyo. Reencarnación a cambio de inmortalidad, pero con la experiencia de lo vivido. Ahora sí que está seguro de hacer un buen negocio. Marfa, le ha traído el talismán, atestiguando que tiene en su poder las claves del drama que va a tener lugar en las entrañas de la tierra. Él sustituirá a Alonso y amará a Isabel de Castejón en el surco sagrado.
La mujer entró en la sala con aspecto decidido y gesto dominante, confirmando a don Vela sus sospechas.
—Yo he cumplido, juez, he cumplido con creces. Tengo a los dos.
—¿Lo has hecho sola, sin ayuda de ningún cómplice?
—Yo sola, juez, ¿lo dudas?
—Así será, mujer, de todas formas, lo único que me importa son los resultados —dice mostrando el talismán.
Sobre una mesa hay una caja de la que extrae un documento. En él se formaliza el precio convenido, la cesión, en un lugar lejano, de unas tierras de labor y una casa de piedra con el corral repleto de aves, propiedades que asegurarán para siempre su vida.
—Con esto pagas sólo la mitad de mi trabajo, juez.
Ante el gesto de aceptación de don Vela, Marfa continúa hablando:
—A Isabel la encontrarás en su cama, dormida bajo los efectos de tu veneno. He dejado entreabierta la puerta trasera de la casa y nadie podrá molestarte. Apresúrate a llevártela antes de que vuelvan sus moradores.
Hace una pausa para observar la actitud de su interlocutor, y continúa diciendo:
—Después de enterarme de lo que dice este documento te diré donde está Alonso.
—No intento engañarte, mujer.
Ningún agonizante lo haría en su lecho de muerte, la hubiese podido contestar, pero se limitó a comentar:
—Poco daño podemos hacernos ya. A partir de esta noche, ninguno de los dos podremos seguir viviendo en esta ciudad.
Por primera vez sintió el juez en su mano el dolor producido por la acción lesiva del talismán, la insignia que identifica al Caballero Blanco como el nuevo amante de Afrodita, el vencedor del eterno combate que simboliza la renovación y la muerte de lo viejo, del Caballero Negro.
—Mujer vete a depositar tu documento en lugar seguro y después lleva a Alonso Caballero al lugar convenido. No tardes si quieres cobrar el resto de lo tratado.
—En tal lugar está el prisionero, juez, y en lo que respecta a la veracidad de tu documento, ya he comprobado su fidelidad —contesta, para sorpresa del hombre que no acierta a comprender como ha aprendido a leer.
—Junto a los ricos se pueden aprender muchas cosas, teniendo los ojos abiertos —comenta Marfa, sonriendo posiblemente por primera vez en la vida.
También, quizás por primera vez en su vida alguien vio en ella a la mujer, una joven que no pasaría de los diecinueve, con el pecho hundido por el raquitismo infantil, tetas hambrientas de depósito graso, piel deslucida, floja, con manchas de avitaminosis, y pelo... una cabellera rubia y hermosa.
—¿Alheña? —se pregunta don Vela, aunque lo que más le llama la atención es descubrir sus grandes ojos, inteligentes y ahora llenos de expresión.
¡Quién lo diría de la pobre Marfa! No puede concebir que esta mujer sea una miembro de esa secta de adoradores del Chivo Negro, señor de la sordidez y la repugnancia, al que rinden pleitesía para poder evitar el Mal, y de los que tantas veces se han tenido que valer los Hijos de Sirio para utilizarlas como médium y poder contactar con la divinidad.
—Márchate mujer y cuida del prisionero, vale mucho para todos.
—Para los dos, juez —contesta señalando los documentos de cesión de las propiedades que ya tiene y de las nuevas que espera recibir cuando todo esto acabe.
Al poco de irse Marfa, llegaron los hombres de los linajes con su mensaje. Don Vela no les recibió, consciente de que tal desprecio produciría la reacción violenta de todos sus enemigos. Los hados se han conjurado en su servicio. Encima de su mesa está el mensaje de Garcilaso, avisándole su llegada para el día siguiente. Abajo se han quedado los representantes de la ciudadanía sin llegar a traspasar el zaguán, que enfurecidos y humillados abandonan inmediatamente la casa del juez.
—Garcilaso, mucho me temo que vas a encontrarte una ciudad en crisis.
Por si acaso, se apresura a redactar un mensaje alarmante sobre los acontecimientos que se están produciendo en la ribera del Duero, sin olvidar sus antecedentes, las conversaciones de los representantes de la ciudad con Patronio el hombre de don Juan Manuel.
Todo olerá a conjura, a subversión y a deslealtad contra el Conde, se dice don Vela que a continuación tiene buen cuidado de encargar al Manco la función de correo. ¿Acaso no sabía el juez que en el viejo borracho el recuerdo del tiempo pasado junto a sus camaradas, primaba sobre cualquier otra lealtad, incluido su vino? No hizo falta seguir al Manco para saber que dirigió sus pasos hacia el río Duero, donde al poco los reunidos sabían de sus negocios con Garcilaso.
Lentamente, saboreando cada instante, don Vela se desprende de sus ropajes y se apresta a vestirse de guerra, con gambax, cota de malla y pantalones, ¡todo de color blanco! Sobre su pecho, el talismán de la Madre, y de momento todo el equipo oculto bajo el sayón negro bordado con la Estrella Sirio.
—Ya sólo me queda tomar a la dama.
Con el corazón radiante y la mente llena de la imagen de Isabel, ordenó a su gente que reuniera a los Hijos de Sirio en la cueva de Kronos. Poco después, desde la colina del Castillo, amparado por las sombras y la maleza, se despide de la ciudad. Abajo, junto al río puede ver las hogueras que iluminan el campamento de los hombres de los linajes, desde donde surge una riada de antorchas que asciende por el collado que separan las dos colinas que forman las atalayas de Soria, un hormiguero de luminarias que culebrea por la cuesta de San Pedro. Casi puede distinguir entre sus gritos de furor las maldiciones que lanzan contra el juez perjuro a los luceros y a la noche. Ahora llegan al barrio de la Fuente Albar, allí, junto a la iglesia de su linaje proclaman como juez a don Rodrigo. Es cuestión de tiempo, pero espera ver pronto a una multitud apasionada junto a su casa y tras reclamar inútilmente su presencia, cobrarse sobre sus propiedades la frustración de no poder someterle a una justicia rápida y pública. Al poco, las campanas de la ciudad alertan la presencia de fuego y confirman su hipótesis, el juez ha sido declarado culpable por la turba. Lo que sigue después ya no le interesa, supone una caza despiadada de sus partidarios y nuevas columnas de fuego que les compense por sus años de poder.