1
Don Juan Manuel tras desnaturalizarse del rey movió todos los hilos de que era capaz. Prestó homenaje al monarca granadino instándole después a atacar la frontera de al-Andalus, convenció a su cuñado Alfonso III de Aragón para hacerlo desde la de Valencia, y él mismo comenzó a correr la tierra, arrasando panes y vinos desde sus extensos territorios en los obispados de Cuenca, Sigüenza, Toledo y sus villas de Cigales o Peñafiel, su capital.
—Era inevitable —se dice don Vela, arrodillado delante de la imagen de San Nicolás, santo e iglesia que parecen acaparar su devoción últimamente.
También era lógico intuir que tan precaria situación fuese aprovechada por Alvar Núñez Osorio, y de rechazo por sus aliados, para lograr el poder pleno. Efectivamente, el joven rey le nombró Conde de Trastamara, de Lemos y de Sarriá. A tal punto que... en Castilla no avia quien le contradijese ninguna cosa de lo qu’el quisiese facer.
¿Qué atrae a don Vela a una iglesia tan lejos de la de San Juan de Naarros, sede de su linaje? ¡Es tan sugerente la imagen del santo! El viejo obispo revestido con la tiara de su dignidad, mostrando a sus pies una olla de la que salen dos niños a los que acaba de resucitar, cuando su carne recién cocida iba a ser vendida en el mercado. ¿A los dos? ¿Ha resucitado a los dos? ¿O acaso uno es la reencarnación del otro? La ortodoxia cristiana ha maquillado el mito de Iackchos, hijo de Perséfone y Zeus, al que los titanes por mandato de la celosa Hera descuartizaron y cocieron en una caldera quedando sólo su corazón palpitante, a partir del cual se reencarnó Zagreus, y también su base filosófica, la afirmación de la dualidad de la vida en la muerte. Nada existe si no lo hace también su contrario. El uno se origina en el otro, perpetuándose en un ciclo que se autoalimenta. Esta es la explicación de la eternidad, porque si la muerte no se siguiese de la resurrección, la vida tendería a la desaparición y sólo sería verdad la nada, la no existencia.
—¿Crees acaso, viejo Nicolás, que Fedón encontró a Sócrates llorando el día que iba a cumplirse su sentencia de muerte? —pregunta en voz alta don Vela al santo.
Y sigue en su monólogo:
—Al igual que Sócrates, los Hijos de Sirio creemos en la promesa de la reencarnación y nos afirmamos en la existencia del Hades, del infierno, un lugar de tránsito donde las almas esperan la reencarnación; tal es el destino de la mayoría de los hombres, con sólo dos excepciones: los malvados como Sísifo o Tántalos, y en la mitología cristiana Judas, se eternizarán en el tormento del Tártaro, mientras que los virtuosos, héroes, filósofos y sabios, pasarán directamente a los Campos Elíseos para disfrutar de la inmortalidad integrándose en la esencia de Dios.
Tal es el destino que le espera a don Vela, como viejo rey que en su día fue el Héroe, el Caballero Blanco que destronó a su predecesor y amó a Afrodita, y no puede olvidar el amor aunque lo cambió por el poder. Ahora ya se ha cumplido su ciclo y le espera la inmortalidad.
—No estoy preparado —le dice al viejo Nicolás—. Porque inmortalidad significa integrarse en el Ser dejando de ser yo.
Don Vela sabe que su tiempo se ha acabado. La Madre quiere depurar la tierra infectada por el mal de San Antonio, y ya ha enviado al Caballero Blanco y ha permitido que su hija Afrodita se reencarne. A él sólo le queda aceptar su destino.
Se acerca la Candelaria, el día en el que por empezar a ser ostensibles los signos de la primavera, deberá celebrarse el ritual del Combate Eterno, con una ceremonia en la que los mistes o iniciados en los Misterios de Eleusis reclamarán a la Madre la promesa de la resurrección de la carne.
—Todo ha terminado. Ya conozco a mi sucesor, un joven médico ignorante de su destino, que enseña sin rubor el símbolo de la Madre.
El escenario donde se produjo el encuentro no pudo ser más revelador. En la iglesia de Santo Domingo, bajo las arquivoltas que narran la matanza de los inocentes, y como sus almas, representadas por dos cabecitas, son acogidas por tres ángeles. Una simbología que esconde el mensaje críptico del cantero, la triple madre mostrando la dualidad de la vida y la muerte, la promesa de la resurrección, Iackchos y Zagreus.
De nuevo se estremece ante la inminencia de su disolución en la inmortalidad.
¿Qué es lo que le ata a la tierra?, ¿el poder?
La cuestión no es la sensación de estar por encima de todo y todos. Lo que le apasiona es decidir que las cosas empiecen a suceder, observar el movimiento que generan sus decisiones y orientarlas en su provecho. Esta es la capacidad que tienen los verdaderamente poderosos, como Alvar Núñez de Osorio, el hombre al que juró vasallaje a cambio de ejercer el poder en Soria.
—Él decidió cómo y cuándo debería producirse la reconciliación entre el monarca y su tío el infante, y cómo y cuándo debía suceder lo contrario, orientando las consecuencias en su provecho, porque cuando en un mismo reino hay dos gallos, uno de los dos debe hacerse dueño del gallinero.
Hay otra lección que ha aprendido del Conde, la necesidad de extremar las acciones para poder obtener el máximo beneficio. Don Juan Manuel anda levantando las ciudades del reino, lo que está proporcionando la excusa al Conde para iniciar la reforma municipal y acabar con sus molestas instituciones autonómicas.
Don Vela debe hacer lo mismo, reorientar las decisiones del Conde y explotarlas localmente en su provecho. Tiene un plan. Osorio ha ordenado a su íntimo amigo y colaborador, Garcilaso de la Vega, merino mayor de Castilla, que marche contra Lerma, la capital de Núñez de Lara, otro de los enemigos del rey. Necesariamente tiene que pasar por Soria. Calcula que lo hará hacia la candelaria. Una circunstancia que puede aprovecharse, porque si el citado señor se encuentra una ciudad agitada por graves disturbios ciudadanos, tendrá que imponer orden y apresar a los causantes.
Sabe cómo provocar tal situación, basta con oponerse a la convocatoria del Alarde. Será la chispa que haga arder la rebelión ciudadana.
—¿Por qué estás todavía planeando objetivos vitales, si tu próximo destino es la inmortalidad? —parece preguntarle, desde la distante iglesia de Santo Domingo, la imagen sedente del rey Herodes.
Y como la imaginación no repara en la distancia o en el tiempo, dialoga con el viejo rey que también un día fue Caballero Negro.
—La inmortalidad es la recompensa del alma mientras que la resurrección es la esperanza del cuerpo —contesta a Herodes—. Como no soy un virtuoso y me considero atado al segundo, me preparo así el futuro.
—Sabes que si te reencarnas volverás sin recuerdos. ¿O estas pensando en algo distinto?
—¿Me lo preguntas tú, el viejo rey que se rebeló contra el destino y ordenó el sacrificio de una generación inocente con el fin de matar al Héroe y seguir manteniéndose en el poder?
—¿De modo que estás planeando lo mismo? —contesta Herodes.
—Sigo tu ejemplo. Renuncio a la inmortalidad y me reafirmo en la vida.
—¿También quieres matar al Héroe?
—Ese plan ya sabes que fracasó. Yo planeo algo distinto. Suplantar al Caballero Blanco y engañar a la diosa. Esa es la única posibilidad que me permite seguir siendo don Vela sin el interregno de la muerte.