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No se equivoca mucho don Martín, pues el antiguo exorcista, aparece ahora como declarado enemigo del obispo de Osma, insinuando a los presentes la connivencia entre don Bernabé y el Conde de Castilla, y su mediación en el doble acuerdo matrimonial entre la casa lusa y la castellana.
—Un acuerdo que no sólo perjudica a don Juan Manuel —termina de exponer don Abdón—, sino también a las ciudades. Porque la enemistad del rey con el infante asienta más en el poder a Núñez Osorio, nada proclive a la política de autonomía municipal.
Don Rodrigo observa preocupado al eclesiástico cuya enemistad con su obispo está favoreciendo decididamente la misión de Patronio, que como representante del infante quiere auspiciar una alianza con las ciudades en contra de Núñez Osorio y por eso acoge con satisfacción la intervención de Martín Castejón.
—¿Y por qué hemos de fiarnos de las intenciones de don Juan Manuel en un enfrentamiento que se resume en saber quien será el próximo Conde de Castilla?
Patronio queda un momento en silencio, concentrándose en la contestación apropiada, y finalmente le responde:
—Permitidme que os cuente un suceso que viví en la ciudad de Túnez, en donde echaron al circo a dos caballos para ser devorados por las fieras. Ambos equinos se tenían tanta enemistad y tan antigua, que ajenos al peligro, en cuanto se vieron en la arena empezaron a atacarse con gran saña, para regocijo de los espectadores. Al pronto abrieron la jaula y salió un rugiente león. Los dos caballos al verlo empezaron a temblar y acercarse mucho el uno al otro, hasta que comprendieron que juntos podían defenderse. Y lo hicieron tan bien que la fiera tuvo que escapar para ponerse a salvo de la multitud de coces y bocados que le propinaron.
—Estando protegidos de otros daños, evitad que os los causen los extraños —murmura don Martín.
—Una sentencia propia de figurar en el libro de relatos del Conde Lucanor que está escribiendo mi señor —señala Patronio.
—Una bonita sentencia —interviene por fin don Rodrigo—. No es malo oír a tu antiguo enemigo, siempre y cuando aciertes a saber quién es el león.
Patronio entiende el comentario de don Rodrigo en el sentido de que antes de comprometer a su linaje, espera la señal de don Juan Manuel. Y para tranquilizarle le dice:
—Es conocido que el infante respeta los fueros y estimula la política autonómica en sus propios estados ¿Actúa de la misma forma Núñez de Osorio? ¿Ha cumplido con los acuerdos pactados en las cortes de Valladolid de 1325? No con los caballeros y hombres buenos de las ciudades, los alcaides de los alcázares y fortalezas reales. Aquí mismo, en el castillo de nuestra ciudad, en lugar del pendón de Soria esta izado el del señor de Cameros —contesta a don Rodrigo.
—En esas mismas Cortes presentamos al rey una de nuestras principales quejas, la mengua en nuestro derecho a administrar justicia y los conflictos de competencias entre nuestros alcaldes y los alcaldes reales —apostilla don Martín.
—Señor don Abdón —continúa Barrionuevo, cabeza de uno de los linajes sorianos y decidido partidario de las Hermandades—, no hace mucho que su ilustrísima don Bernabé señalaba que la iglesia tiene los mismos conflictos de competencias jurisdiccionales, e incluso ha añadido un agravio más, el Conde no respeta el derecho de acogerse a sagrado, y persigue dentro de las iglesias a reos de la justicia.
—Los señores hidalgos no desconocen —vuelve a intervenir Patronio—, que el prior de la orden de los Hospitalarios don Fernán Rodríguez de Valbuena, se ha declarado en rebeldía, pues Osorio quiere cobrar impuestos a las órdenes de caballería.
Una vez que don Rodrigo ha entendido la oferta que está haciendo Patronio en nombre de don Juan Manuel, y hacia dónde se decanta la poderosa orden de los Hospitalarios vuelve a tomar la palabra.
—Esta ciudad es un fiel reflejo de lo que ocurre en el reino. El juez, apoyándose en el Conde, actúa a despecho del fuero, cuando no se burla abiertamente de él, sin que nadie pueda evitarlo.
—Si mi señor fuese el Conde —responde rápidamente Patronio—, ningún juez se hubiese escusado de convocar el Alarde.
El consejero del infante ha logrado por fin meter el dedo en la llaga. El primer viernes de mes de marzo, cada año, la caballería ciudadana se reúne al amparo de los muros de San Juan de Duero para pasar revista de armas y arneses. Esta ceremonia tiene su origen en la antigua necesidad del rey de tener siempre presto un contingente en las ciudades de frontera. El hombre incluido en este censo presta durante tres meses anuales servicio de armas sin soldada, y a cambio está excusado de pagar impuestos, la martiniega y la fonsadera, y dispone de prados para su caballo. Un derecho que se contempla adjunto al llamado Privilegio de los Arneses, por el cual, el rey al ser coronado, regala a los caballeros sorianos censados en el Alarde cien monturas con sus arneses y capelinas, o lo que es lo mismo, su equivalente en dinero. Comprendemos ahora el enfado de los hidalgos sorianos, pues don Vela, excusándose en que el rey todavía no ha sido coronado, se niega a convocar el Alarde, y lo que es peor, amenaza con aplicar estrictamente el fuero y excluir a todo aquel que en el momento actual carezca de caballo o armas.
—Muchos están arruinados. Han perdido sus cabalgaduras en la guerra o con las epidemias, y sus armas las han reconvertido en instrumentos de labranza —comenta al oído de don Rodrigo el hasta ahora silencioso don Dionís.
—Bien lo sabe Patronio.
—Señores —interviene este último—, para finalizar insisto en la fábula de los dos caballos, lo importante es seguir reuniéndonos para conocernos y que desaparezcan las malquerencias o la desconfianza.
—Seguiremos, Patronio, y ahora que hemos terminado esta reunión permitidme la licencia de contaros una pequeña historia. Los canónigos y los franciscanos de París tenían entre ellos tal pleito por saber quien ostentaba el derecho a tocar las campanas de la catedral que finalmente tuvo que intervenir el obispo. Cuando este vio la cantidad de legajos que componían el auto, llamó a los demandantes y delante de ellos los quemó, y a continuación sentenció: señores el que se despierte antes que toque antes.
—He entendido, don Rodrigo —apostilla Patronio despidiéndose.
—Si algo te conviene puedes hacer, no hagas con dilaciones que se pueda perder. Demos pues por terminada nuestra reunión de hoy, señores —concluye don Rodrigo.
Después le dice a don Dionís:
—Acudamos al patio y que nuestros enemigos puedan constatar nuestra presencia.