Los días anteriores al Agaetí Blódhren fueron los mejores y los peores para Eragon. Su espalda le daba más problemas que nunca, pues reducía su salud y su resistencia y destruía la paz de su mente; vivía en un miedo constante de provocar un episodio de dolor. En cambio, él y Saphira nunca se habían sentido tan cercanos. Vivían tanto en la mente del otro como en la propia. Y de vez en cuando Arya acudía de visita a la casa del árbol y paseaba por Ellesméra con Eragon y Saphira. Nunca iba sola, sin embargo, pues siempre llevaba consigo a Orik o a Maud, la mujer gata.


En el decurso de sus paseos, Arya presentó a Eragon y Saphira a elfos distinguidos: grandes guerreros, poetas y artistas. Los llevó a conciertos que se celebraban bajo el techado de los pinos. Y les enseñó muchas maravillas ocultas de Ellesméra.

Eragon aprovechaba cualquier ocasión para hablar con ella. Le habló de su crianza en el valle de Palancar, de Roran, Garrow y su tía Marian, le contó historias de Sloan, Ethlbert y los demás aldeanos, y de su amor por las montañas que rodeaban Carvahall y de las láminas de luz llameante que adornaban el cielo en las noches de invierno. Le contó la ocasión en que una zorra cayó en las cubas que Geldric usaba para encurtir y tuvieron que sacarla con una red, como si fuera un pez. Le explicó la alegría que le producía plantar un cultivo, desherbarlo y alimentarlo, y ver cómo crecían los tiernos brotes verdes bajo sus cuidados; una alegría que ella podía apreciar mejor que nadie.

A cambio, Eragon obtuvo algún atisbo ocasional de la vida de Arya. Oyó alguna mención de su infancia, sus amigos y su familia, y de sus experiencias entre los vardenos, de las que hablaba con toda libertad, describiendo expediciones y batallas en las que había participado, tratados que había ayudado a negociar, sus disputas con los enanos y los sucesos trascendentales que había presenciado durante su actividad como embajadora.

Entre ella y Saphira, el corazón de Eragon encontró una cierta medida de paz, pero era un equilibrio precario que la menor influencia podía perturbar. El propio tiempo era un enemigo, pues Arya estaba destinada a abandonar Du Weldenvarden después del Agaetí Blódhren.

De modo que Eragon atesoraba sus momentos con ella y temía la llegada de la inminente celebración.

Toda la ciudad rebullía de actividad a medida que los elfos preparaban el Agaetí Blódhren. Eragon nunca los había visto tan excitados. Decoraban el bosque con banderolas de colores y antorchas, sobre todo en torno al árbol Menoa, mientras que el propio árbol lo adornaban con una antorcha en la punta de cada rama, de donde pendían como lágrimas luminosas. Incluso las plantas, según percibió Eragon, tomaban una apariencia festiva con una colección de flores nuevas y brillantes. A menudo oía que los elfos les cantaban a altas horas de la noche.

Cada día llegaban a Ellesméra cientos de elfos de sus ciudades desparramadas entre los bosques, pues ningún elfo que pudiera evitarlo se perdería la celebración centenaria del tratado con los dragones. Eragon suponía que muchos de ellos acudían también para conocer a Saphira. «Parece que no hago más que repetir su saludo», pensó. Los elfos que debían ausentarse por sus responsabilidades mantenían sus propias fiestas simultáneas y participabanen las ceremonias de Ellesméra invocando en espejos encantados que reflejaban a quienes sí contemplaban la celebración, de modo que nadie se sintiera como si fuera espiado.

Una semana antes del Agaetí Blódhren, cuando Eragon y Saphira estaban a punto de volver a sus aposentos desde los riscos de Tel'naeír, Oromis dijo:

-Deberíais pensar los dos qué podéis llevar a la Celebración del Juramento de Sangre. Salvo que vuestras creaciones requieran la magia para existir, o para funcionar, sugiero que evitéis usar la gramaticia. Nadie respetará vuestra obra si es el fruto de un hechizo y no del trabajo de vuestras manos. Además, sugiero que hagáis una obra distinta cada uno. También es una costumbre.

Mientras volaban, Eragon preguntó a Saphira: ¿Tienes alguna idea?

Quizá. Pero si no te importa, me gustaría ver si funciona antes de contártelo.

Eragon captó parte de una imagen de su mente, que incluía un montículo desnudo de piedra que emergía del suelo del bosque, antes de que ella lo escondiera. ¿No me das una pista?

Sonrió.

Fuego. Mucho fuego.

De vuelta en la casa del árbol, Eragon enumeró sus habilidades y pensó: «Sé más de agricultura que de cualquier otra cosa, pero no veo cómo puedo convertir eso en una ventaja.

Tampoco puedo tener esperanzas de competir con los elfos en magia, o de igualar sus logros con las artes que me resultan familiares. Sus talentos sobrepasan los de los mejores artesanos del Imperio».

Pero tienes una cualidad de la que carecen todos los demás -dijo Saphira.

Ah, ¿sí?

Tu identidad. Tu historia, tus gestas y tu situación. Úsalas para dar forma a tu creación y producirás algo único. Hagas lo que hagas, básalo en lo que sea más importante para ti. Sólo entonces tendrá profundidad y significado, y hallará eco en los demás.

La miró sorprendido.

No me había dado cuenta de que supieras tanto de arte.

Nada sé-dijo ella-. Te olvidas de que me pasé una tarde entera viendo a Oromis pintar sus pergaminos cuando te fuiste volando con Glaedr. Oromis habló un poquito de este asunto.

Ah, sí, lo había olvidado.

Cuando Saphira se fue para iniciar su proyecto, Eragon caminó de un lado a otro ante el portal abierto de su habitación, cavilando lo que le había dicho. «¿Qué es importante para mí? -se preguntó-. Saphira y Arya, claro, y ser un buen Jinete. Pero ¿qué puedo decir sobre esos asuntos que no sea cegadoramente obvio? Aprecio la belleza de la naturaleza pero, de nuevo, los elfos ya han expresado todo lo posible al respecto. La propia Ellesméra es un monumento de su devoción.» Volvió la mirada hacia dentro para determinar qué era lo que conmovía las fibras más oscuras y profundas de su interior. ¿Algo las agitaba con la pasión suficiente -ya fuera de amor o de odio- para que ardiera en deseos de compartirlo?

Se le presentaron tres cosas: su herida a manos de Durza, su miedo de luchar un día contra Galbatorix y las epopeyas de los elfos que tanto lo absorbían.

Una oleada de excitación recorrió por dentro a Eragon cuando una historia que combinaba aquellos tres elementos tomó forma en su mente. Subió con pasos ligeros los escalones retorcidos, de dos en dos, hasta llegar al estudio, donde se sentó ante el escritorio, hundió la pluma en la tinta y la sostuvo temblorosa sobre una clara hoja de papel.

La punta raspó al escribir el primer trazo:

En el reino junto al mar,

En las montañas cubiertas de azul…

Las palabras fluían de la pluma como si tuvieran voluntad propia. Se sintió como si no estuviera inventándose aquella historia, sino actuando como mero conducto para transportarla al mundo con su forma plena. Eragon se sentía atrapado por la emoción del descubrimiento que acompaña a las nuevas empresas, sobre todo porque, hasta entonces, no había sospechado que pudiera gustarle ser un bardo.

Trabajó con frenesí, sin parar a comer pan o a beber, con las mangas de la túnica enrolladas por encima del codo para protegerlas de la tinta que soltaba la pluma por la fuerza salvaje con que escribía. Era tan intensa su concentración que no oía nada más que el latido de su poema, ni veía otra cosa que el papel vacío, ni pensaba en nada más que las frases esbozadas en líneas de fuego tras sus ojos.

Una hora y media después, la mano acalambrada soltó la pluma, apartó la silla del escritorio y se levantó. Tenía ante sí catorce páginas. Nunca había escrito tanto de una sola vez. Eragon sabía que su poema no podía superar los de los grandes autores entre elfos y enanos, pero tenía la esperanza de que resultara suficientemente honesto para que los elfos no se rieran de sus esfuerzos.

Recitó el poema a Saphira cuando ésta regresó. Luego ella le dijo:

Eh, Eragon, has cambiado mucho desde que salimos del valle de Palancar. No reconocerías al inexperto muchacho que se puso en marcha para vengarse, creo. Aquel Eragon no podía escribir una balada al estilo de los elfos. Tengo ganas de ver en qué te convertirás en los próximos cincuenta o cien años.

Eragon sonrió.

Si vivo tanto tiempo.

-Burdo, pero sincero -fue lo que dijo Oromis cuando Eragon le leyó el poema.

-Entonces, ¿te gusta?

-Es un buen retrato de tu estado mental en el presente y una lectura que atrapa, pero no es una obra maestra. ¿Esperabas que lo fuera?

-Supongo que no.

-En cualquier caso, me sorprende que hayas podido expresarlo en este lenguaje. No existe ninguna barrera que impida escribir ficción en el idioma antiguo. La dificultad surge cuando uno intenta decirlo en voz alta, pues eso obliga a decir cosas falsas y la magia no lo permite.

-Puedo leerlo -respondió Eragon-, porque yo creo que es verdad.

-Y eso hace mucho más poderosa tu escritura… Estoy impresionado, Eragon-finiarel. Tu poema será una valiosa aportación a la Celebración del Juramento de Sangre. -Oromis alzó un dedo, rebuscó entre su túnica y dio a Eragon un pergamino cerrado con una cinta-.

Inscritas en ese papel hay nueve protecciones que quiero que actives en torno a ti y a Orik, el enano. Como descubriste en Sílthrim, nuestras fiestas son potentes y no están hechas para aquellos que tienen una constitución más débil que la nuestra. Sin protección, te arriesgas a perderte en la red de nuestra magia. He visto cómo pasa eso. Incluso con estas precauciones, debes tener cuidado de que no se te lleven los caprichos que volarán en la brisa. Manten la guardia, pues durante ese tiempo los elfos podemos volvernos locos; maravillosa, gloriosamente locos, pero locos en cualquier caso.

En la vigilia del Agaetí Blódhren -que iba a durar tres días- Eragon, Saphira y Orik acompañaron a Arya al árbol Menoa, donde se había reunido una gran cantidad de elfos, con sus cabellos negros y plateados flameando bajo las antorchas. Islanzadí estaba plantada en una raíz alta en la base del tronco, alta, pálida y clara como un abedul. Blagden descansaba en el hombro izquierdo de la reina, mientras que Maud, la mujer gata, merodeaba tras ella.

Glaedr estaba allí, igual que Oromis, ataviado de rojo y negro, y otros elfos a los que Eragon reconoció, como Lifaen y Narí y, para su desagrado, Vanir. En lo alto, las estrellas brillaban en el cielo aterciopelado.

-Esperad aquí -dijo Arya.

Se deslizó entre la multitud y regresó con Rhunón. La herrera pestañeaba como una lechuza para mirar alrededor. Eragon la saludó, y ella les dedicó un asentimiento a él y a Saphira.

-Bienvenidos, Escamas Brillantes y Asesino de Sombras.

Luego estudió a Orik y se dirigió a él en el idioma de los enanos, a lo que Orik respondió con entusiasmo, obviamente encantado de conversar con alguien en la burda habla de su tierra natal. -¿Qué ha dicho? -preguntó Eragon, agachándose.

-Me ha invitado a su casa para que la vea trabajar y hablemos del manejo del metal. -El asombro cruzó el rostro de Orik-. Eragon, ella aprendió al principio del propio Füthark, uno de los grimstborithn legendarios del Dürgrimst Ingeitum. Hubiera dado lo que fuera por conocerlo.

Esperaron juntos hasta la llegada de la medianoche, cuando Islanzadí alzó el brazo izquierdo de tal manera que señalaba la luna nueva como una lanza de mármol. Una leve esfera blanca se formó sobre la palma de su mano a partir de la luz que emitían las linternas diseminadas por el árbol Menoa. Entonces Islanzadí caminó por la raíz hacia el gigantesco tronco y depositó la esfera en un hueco de la corteza, donde permaneció con un latido.

Eragon se volvió a Arya. -¿Ha empezado? -¡Ha empezado! -Se rió-. Y terminará cuando esa luz se extinga.

Los elfos se dividieron en campamentos informales a lo largo del bosque y del claro que rodeaba al árbol Menoa. Hicieron aparecer, aparentemente de la nada, mesas cargadas con fantásticas viandas que, por su fantasmagórico aspecto, eran obra del trabajo de los hechiceros tanto como de los cocineros.

Luego los elfos empezaron a cantar con voces claras que sonaban como flautas. Entonaron muchas canciones, pero cada una era parte de una melodía mayor que trazaba un hechizo en la noche soñolienta, potenciaba los sentidos, eliminaba las inhibiciones y traía la diversión con una mágica fantasía. Sus versos hablaban de gestas heroicas, de expediciones en barco y a caballo a tierras olvidadas y del dolor de la belleza perdida. El latido de la música envolvió a Eragon; sintió que un salvaje abandono se apoderaba de él, un deseo de correr y librarse de su vida y bailar en los claros de los elfos por siempre más. A su lado, Saphira tarareaba la tonada, con los ojos vidriosos entornados.

Eragon nunca fue capaz de recordar adecuadamente lo que pasó a partir de entonces. Era como si hubiera padecido una fiebre en la que hubiese perdido y recuperado alternativamente la conciencia. Recordaba ciertos incidentes con vivida claridad -brillantes y punzantes fulgores llenos de júbilo-, pero le resultaba imposible reconstruir el orden en que habían sucedido. Perdió la pista de si era de día o de noche, pues el crepúsculo parecía invadir el bosquefuera cual fuese la hora. Tampoco podía decir si había caído en un sueño profundo durante la celebración, si había necesitado dormir…

Recordaba dar vueltas aferrado a las manos de una doncella élfica con labios de cereza, el sabor de miel de su lengua y el olor a enebro en el aire…

Recordaba a los elfos colgados de las ramas abiertas del árbol Menoa, como una bandada de estorninos. Tocaban arpas doradas y lanzaban adivinanzas a Glaedr, que estaba debajo, y de vez en cuando señalaban el cielo con un dedo, y en ese momento aparecía un estallido de ámbares de colores con formas diversas que luego se desvanecían…

Recordaba estar sentado en una hondonada, apoyado en Saphira, y mirando a la misma doncella élfica que se cimbreaba ante un público embelesado mientras cantaba:

Lejos, lejos, volarás lejos,

Sobre los picos y los valles Hasta las tierras del más allá.

Lejos, lejos, volarás lejos Y nunca volverás a mí. ¡Ido! Te habrás ido de mí Y nunca volveré a verte. ¡Ido! Te habrás ido de mí, Aunque te espere para siempre.

Recordaba poemas infinitos: algunos melancólicos; otros alegres; la mayoría, ambas cosas a la vez. Escuchó entero el poema de Arya y sin duda le pareció hermoso, y el de Islanzadí, que era más largo pero igualmente meritorio. Todos los elfos se habían reunido para escuchar esas dos obras…

Recordaba las maravillas que los elfos habían preparado para la celebración, muchas de las cuales le hubieran parecido imposibles de antemano, incluso con la ayuda de la magia.

Rompecabezas y juguetes, arte y armas, objetos cuya función se le escapaba. Un elfo había hechizado una bola de cristal de tal modo que cada pocos segundos nacía una flor distinta en su corazón. Otro se había pasado décadas recorriendo Du Weldenvarden y memorizando los sonidos de los elementos, e hizo que los más hermosos sonaran ahora en los cuellos de cien lirios blancos.

Rhunón aportó un escudo que no se podía romper, un par de guantes tejidos con hilo de hierro que permitían a quien los llevara manejar plomo derretido y objetos parecidos sin lastimarse, y una delicada escultura de un carrizo en pleno vuelo, esculpido en un bloque de metal sólido y pintado con tal habilidad que el pájaro parecía vivo.

Una pirámide escalonada de madera de unos veinte centímetros de altura, construida con cincuenta y ocho piezas que se entrelazaban, fue la ofrenda de Orik, que encantó a los elfos, quienes insistieron en desmontarla y volverla a montar tantas veces como se lo permitiera Orik. «Maestro Barba Larga», lo llamaban, y le decían: «Dedos listos quiere decir mente lista»…

Recordaba que Oromis se lo había llevado a un lado, lejos de la música, y él le había preguntado al elfo: -¿Qué pasa?

-Tienes que aclararte la mente. -Oromis lo había guiado hasta un tronco caído para que se sentara en él-. Quédate aquí unos minutos. Te sentirás mejor.

-Estoy bien. No necesito descansar -había protestado Eragon.

-No estás en condiciones de juzgar por ti mismo en este momento. Quédate aquí hasta que seas capaz de enumerar los hechizos de cambio, los mayores y los menores, y luego podrás reunirte con nosotros. Prométemelo…

Recordaba criaturas oscuras y extrañas que se deslizaban desde las profundidades del bosque. La mayoría eran animales que se veían alterados por los hechizos acumulados en Du Weldenvarden y se sentían arrastrados hacia el Agaetí Blódhren como se ve atraído un hambriento por la comida. Parecían encontrar alimento en la presencia de la magia de los elfos. La mayoría se atrevía a mostrarse apenas como un par de ojos brillantes en los aledaños de las antorchas. Un animal que sí se expuso por completo fue la loba que Eragon había visto antes, esta vez en forma de mujer ataviada de blanco. Merodeaba tras un zarzal, mostrando las dagas de sus dientes en una sonrisa divertida y paseando sus ojos amarillos de un lado a otro.

Pero no todas las criaturas eran animales. Unos pocos eran elfos que habían alterado sus formas originales por razones funcionales o en busca de un ideal distinto de belleza. Un elfo cubierto con una piel de pintas saltó por encima de Eragon y siguió dando botes, a menudo a cuatro patas, o sobre los pies. Tenía la cabeza estrecha y alargada, con orejas de felino, los brazos le llegaban hasta las rodillas y sus manos de largos dedos tenían burdas almohadillas en las palmas.

Más adelante, dos elfas idénticas se presentaron a Saphira. Se movían con una lánguida elegancia y, cuando se llevaron los dedos a los labios en el saludo tradicional, Eragon vio que sus dedos estaban unidos por una redecilla translúcida. «Venimos de lejos», susurraron. Al hablar, tres hileras de branquias latían a cada lado de sus esbeltos cuellos, revelando la carne rosada por debajo. Sus pieles brillaban como si estuvieran engrasadas. Sus cabellos lacios les llegaban más abajo de los hombros.

Conoció a un elfo cubierto con una armadura de escamas entrelazadas, como las de un dragón, con una cresta huesuda en la cabeza, una hilera de púas que le recorrían la espalda y dos pálidas llamas que flameaban en las fosas de su nariz acampanada.

Y conoció a otros que no eran tan reconocibles: elfos cuyas siluetas temblaban, como si los estuviera mirando a través del agua; elfos que, cuando permanecían quietos, se confundían con los árboles; elfos altos de ojos negros, incluso en la zona que debería ser blanca, cuya belleza terrible asustaba a Eragon y que, cuando llegaban a tocar algo, lo atravesaban como si fueran sombras.

El ejemplo definitivo de ese fenómeno era el árbol Menoa, que al mismo tiempo era la elfa Linnéa. El árbol parecía llenarse de vida con la actividad del claro. Sus ramas se agitaban aunque no las tocara ninguna brisa, por momentos los crujidos de su tronco se oían tanto que acompañaban el fluir de la música, y un aire de gentil benevolencia emanaba del árbol y se posaba en quienes estuvieran cerca…

Y recordaba dos ataques a su espalda, con gritos y gruñidos en las sombras, mientras los elfos locos continuaban regocijándose a su alrededor y sólo Saphira acudía a cuidar de él…

Al tercer día del Agaetí Blódhren, según supo Eragon después, ofrendó sus versos a los elfos. Se levantó y dijo:

-No soy herrero, ni se me da bien esculpir, tejer, la alfarería, la pintura, ni ninguna de las artes. Tampoco puedo rivalizar con los logros de vuestros hechizos. Así, sólo me quedan mispropias experiencias, que he intentado interpretar a través de la lente de una historia, aunque tampoco soy ningún bardo.

Luego, a la manera en que Brom había interpreado sus baladas en Carvahall, Eragon cantó:

En el reino junto al mar,

En las montañas cubiertas de azul,

En el último día de un invierno gélido Nació un hombre con una sola tarea:

Matar a Durza, el enemigo,

En la tierra de las sombras.

Criado por la bondad y la sabiduría Bajo robles más antiguos que el tiempo, Corría con los ciervos, peleaba con osos Y aprendió de los ancianos las artes Para Matar a Durza, el enemigo, En la tierra de las sombras Aprendió a espiar al ladrón de negro Cuando atrapa al débil y al fuerte;

A esquivar sus golpes y enfrentarse al demonio Con trapos, piedras, plantas y huesos;

Y a matar a Durza, el enemigo,

En la tierra de las sombras.

Pasaron los años, rápidos como el pensamiento, Hasta que se hizo todo un hombre, Con el cuerpo ardiente de rabia febril, Aunque la impaciencia de la juventud surcara aún sus venas.

Luego conoció a una hermosa doncella Que era alta, fuerte y sabia, Con la frente adornada por la luz de Géda, Que brillaba en su larga capa.

En sus ojos de azul de medianoche,

En aquellas enigmáticas lagunas,

Se le apareció un brillante futuro En el que, juntos, no deberían Temer a Durza, el enemigo, En la tierra de las sombras.

Así contó Eragon la historia del hombre que viajaba a la tierra de Durza, donde buscaba al enemigo y luchaba con él pese al frío terror de su corazón. Sin embargo, aunque al final triunfaba, el hombre recibía un golpe fatal, pues ahora que había batido a su enemigo, ya no temía el destino de los mortales. No necesitaba matar a Durza, el enemigo. Entonces el hombre enfundaba su espada, volvía a casa y desposaba a su amada al llegar el verano. Con ella pasaba la mayor parte de los días contento, hasta que su barba se volvía larga y blanca.

Pero:

En la oscuridad anterior al alba,

En el cuarto en que dormía el hombre,

El enemigo se arrastró y se alzó Ante su poderoso rival, ahora tan débil.

Desde su lecho, el hombre Alzó la cabeza y miró El rostro frío y vacío de la muerte, La reina de la noche eterna.

El corazón del hombre se llenó De una tranquila resignación; mucho antes Había perdido el miedo al abrazo de la muerte, El último abrazo que conoce todo hombre.

Gentil como la brisa mañanera,

El enemigo se agachó y robó al hombre Su espíritu brillante y latiente Y desde entonces se fueron ambos a vivir En paz para siempre en Durza, En la tierra de las sombras.

Eragon se quedó callado y, consciente de que había muchos ojos puestos en él, agachó la cabeza y buscó enseguida su asiento. Le avergonzaba haber revelado tanto de sí mismo.

Dáthedr, el noble elfo, dijo:

-Te subestimas, Asesino de Sombras. Parece que has descubierto un nuevo talento.

Islanzadí alzó una mano pálida.

-Tu obra se sumará a la gran biblioteca de la sala de Tialdarí, Eragon-finiarel, para que puedan apreciarla todos los que lo deseen. Aunque tu poema es una alegoría, creo que a muchos nos ha ayudado a entender mejor las penurias a que te has enfrentado desde que se te apareció el huevo de Saphira, de las que somos responsables, y no en pequeña medida.

Debes leérnoslo otra vez para que podamos pensar más en eso.

Complacido, Eragon agachó la cabeza e hizo lo que se le ordenaba. Luego llegó el momento de que Saphira presentara su obra a los elfos. Alzó el vuelo en la noche y regresó con una piedra negra, cuyo tamaño triplicaba el de un hombre grande, atrapada en los talones. Aterrizó con las piernas traseras y dejó la piedra en pie en medio de la pradera, a lavista de todos. La piedra brillante había sido derretida y, de algún modo, moldeada para que adoptara recargadas curvas que se enroscaban entre sí, como olas congeladas. Las lenguas estriadas de la piedra se retorcían con formas tan enrevesadas que el ojo tenía problemas para seguir una sola pieza desde la base hasta la punta y pasaba de una espiral a otra.

Como era la primera vez que veía la escultura, Eragon la miró con tanto interés como los elfos. ¿Cómo lo has hecho?

Los ojos centelleaban de diversión.

Lamiendo la piedra derretida.

Luego se agachó y echó fuego sobre la piedra, bañándola en una columna dorada que ascendía hacia las estrellas y les lanzaba zarpazos con dedos luminosos. Cuando Saphira cerró las fauces, los extremos de la escultura, finos como el papel, ardían con un rojo de cereza, mientras que unas llamas pequeñas titilaban en los huecos oscuros y en las grietas de toda la piedra. Las cintas fluidas de piedra parecían moverse bajo aquella luz hipnótica.

Los elfos exclamaron admirados, aplaudieron y bailaron en torno a la pieza. Uno de ellos exclamó: -¡Bien forjado, Escamas Brillantes!

Es bonita -dijo Eragon.

Saphira le tocó un brazo con el morro.

Gracias, pequeñajo.

Luego Glaedr llevó su ofrenda: un bloque de roble rojo en el que había tallado, con la punta de un talón, un paisaje de Ellesméra vista desde arriba. Y Oromis reveló su contribución: el pergamino completo que Eragon le había visto ilustrar a menudo durante sus lecciones. En la mitad superior del pergamino marchaban columnas de glifos -una copia de La balada de Vestarí el Marino-, mientras que en la parte inferior desfilaba un panorama de paisajes fantásticos, presentados con una artesanía, un detallismo y una habilidad pasmosos.

Arya tomó a Eragon de la mano y lo guió entre el bosque hasta el árbol Menoa, donde le dijo:

-Mira cómo se va apagando la luz fantasmal. Sólo nos quedan unas pocas horas hasta que llegue el alba y debamos regresar al mundo de la fría razón.

En torno al árbol se reunía una gran cantidad de elfos, con los rostros brillantes de ansiosa anticipación. Con gran dignidad, Islanzadí salió de entre la bruma y caminó por una raíz tan ancha como un sendero hasta el punto en que trazaba un ángulo hacia arriba y se doblaba sobre sí misma. Se quedó sobre aquel saliente retorcido, mirando a los esbeltos elfos que la esperaban.

-Como es nuestra costumbre, y como acordaron tras la Guerra de los Dragones la reina Tarmunora, el primer Eragon y el dragón blanco que representaba a su raza -aquel cuyo nombre no puede pronunciarse en este lenguaje ni en ningún otro-, cuando unieron los destinos de elfos y dragones, nos hemos reunido para honrar el juramento de sangre con canciones y danzas, y con los frutos de nuestro trabajo. La última vez que se dio esta celebración, hace muchos y largos años, nuestra situación era sin duda desesperada. Desde entonces ha mejorado algo como consecuencia de nuestros esfuerzos, de los de los dragones y los vardenos, aunque Alagáesia sigue bajo la negra sombra del Wyrdfell y todavía hemos de vivir con la vergüenza de haber fallado a los dragones. »De los Jinetes de antaño sólo quedan Oromis y Glaedr. Brom y otros muchos entraron en el vacío durante este último siglo. De todos modos, se nos ha concedido una nueva esperanzapor medio de Eragon y Saphira, y es justo y correcto que estén ahora con nosotros aquí mientras reafirmamos el juramento entre nuestras tres razas.

Tras una señal de la reina, los elfos despejaron una amplia zona alrededor de la base del árbol Menoa. En torno a ese perímetro clavaron un anillo de antorchas montadas en pértigas talladas, mientras los músicos se reunían a lo largo de una larga raíz con sus flautas, arpas y tambores. Guiado por Arya hasta el borde del círculo, Eragon se encontró sentado entre ella y Oromis, mientras Saphira y Glaedr se acurrucaban a ambos lados como montículos llenos de piedras preciosas.

Oromis se dirigió a Eragon y Saphira:

-Prestad mucha atención, pues esto tiene una gran importancia para vuestra herencia como Jinetes.

Cuando todos los elfos estuvieron instalados, dos doncellas élficas caminaron hasta el centro y se situaron con las espaldas en contacto. Eran exageradamente bellas e idénticas en todos los aspectos, salvo por sus cabellos: una tenía mechones negros como una balsa remota, mientras que la melena de la otra brillaba como alambres de plata bruñida.

-Las cuidadoras, Iduna y Néya -susurró Oromis.

Desde el hombro de Islanzadí, Blagden aulló: -¡Wyrda!

Moviéndose a la vez, las dos elfas alzaron las manos hacia los broches que llevaban en el cuello, los soltaron y dejaron caer sus túnicas blancas. Aunque no llevaban más prendas, las mujeres se adornaban con el tatuaje iridiscente de un dragón. El tatuaje empezaba con la cola del dragón enroscada en torno al tobillo izquierdo de Iduna, subía por su pierna izquierda hasta el muslo, se alargaba por el torso y entonces pasaba a la espalda de Néya, en cuyo pecho terminaba, con la cabeza del dragón. Cada escama estaba pintada con un color distinto; los halos vibrantes daban al tatuaje la apariencia de un arco iris.

Las doncellas élficas entrelazaron sus manos y sus brazos de tal modo que el dragón adquiría continuidad y pasaba de un cuerpo a otro sin interrupción. Luego ambas levantaron un pie descalzo y lo volvieron a bajar sobre la tierra con un suave zum.

Y otra vez: zum.

Al tercero, los músicos empezaron a tocar sus instrumentos siguiendo su ritmo. Un nuevo zum y los arpistas pinzaron las cuerdas de sus instrumentos dorados; un instante después, las flautas de los elfos se sumaron al latido de la melodía.

Despacio al principio, pero con una velocidad cada vez mayor, Iduna y Néya empezaron a bailar, marcando el tiempo cuando sus pies pisaban la tierra y ondulándose de tal modo que, en vez de moverse ellas, parecía que fuera el dragón quien lo hacía. Dieron vueltas y vueltas, y el dragón trazó círculos interminables en sus pieles.

Luego las gemelas sumaron sus voces a la música, aumentando la pulsación con sus gritos feroces, sus líricos versos sobre un hechizo tan complejo que Eragon no pudo atrapar su significado. Como el viento creciente que precede a una tormenta, las elfas acompañaban el hechizo cantando con una sola lengua, una sola mente, una sola intención. Eragon no conocía aquellas palabras, pero se descubrió pronunciándolas al mismo tiempo que los elfos, empujado por la inexorable cadencia. Oyó que Saphira y Glaedr tarareaban al mismo tiempo una pulsación profunda y tan fuerte que vibraba dentro de sus huesos, le cosquilleaba en la piel y hacía temblar el aire.

Iduna y Néya daban vueltas cada vez más rápidas, hasta que sus pies se convirtieron en un remolino borroso y polvoriento y sus cabellos se alzaron en el aire y brillaron con unacapa de sudor. Las doncellas aceleraron hasta alcanzar una velocidad inhumana, y la música llegó a su clímax en un frenesí de frases cantadas. Entonces un rayo de luz recorrió todo el tatuaje del dragón, de la cabeza a la cola, y éste se agitó. Al principio Eragon creyó que sus ojos lo habían engañado, hasta que la criatura guiñó un ojo, alzó las alas y apretó los talones.

Un estallido de llamas salió de las fauces del dragón, que se lanzó hacia delante y se liberó de la piel de las elfas para alzarse por el aire, donde quedó suspendido, agitando las alas. La punta de la cola seguía conectada con las gemelas, como un brillante cordón umbilical. La bestia gigantesca se estiró hacia la luna negra y soltó un salvaje rugido de tiempos pasados, y luego se volvió y repasó con la mirada a los elfos allí reunidos. Cuando la torva mirada del dragón recayó en él, Eragon supo que la criatura no era una mera aparición, sino un ser consciente, creado y sostenido por la magia. El ronroneo de Saphira y Glaedr creció en intensidad hasta bloquear cualquier otro sonido que pudiera llegar a los oídos de Eragon. En lo alto, aquel espectro de su raza voló en un círculo hacia los elfos y los rozó con su insustancial ala. Se detuvo delante de Eragon y lo atrapó en una mirada infinita y arremolinada. Impulsado por algún instinto, Eragon alzó la mano derecha, cuya palma ardía.

El eco de la voz del fuego resonó en su mente:

Nuestro regalo para que puedas hacer lo que debes.

El dragón dobló el cuello y, con el morro, tocó el corazón del gedwéy ignasia de Eragon.

Saltó entre ellos una centella, y Eragon se puso rígido al notar que un calor incandescente se derramaba por su cuerpo y le consumía las entrañas. Su visión se tiñó de rojo y de negro, y la cicatriz de la espalda le quemó como si la estuvieran marcando al rojo vivo. Refugiándose en la seguridad, se encerró en lo más profundo de sí mismo, donde la oscuridad lo agarró y no tuvo fuerzas para resistirse.

Por último, oyó de nuevo que la voz del fuego le decía:

Nuestro regalo para ti.