Más cerca del suelo, el aire se aclaraba, y Eragon pudo tener
una visión despejada de su destino. El velo rizado de humo negro y
encarnado filtraba los rayos del sol de tal modo que todo lo que
quedaba debajo parecía bañado por un naranja intenso. Algún que
otro hueco en la suciedad del cielo permitía que unas barras de luz
iluminaran la tierra, donde permanecían como columnas de cristal
translúcido hasta que el movimiento de las nubes las
truncaba.
El río Jiet se extendía ante ellos, grueso y crecido como una
serpiente atiborrada, y su superficie sombreada reflejaba el mismo
halo espectral que invadía los Llanos Ardientes.
Incluso cuando una mancha de luz plena iluminaba por
casualidad el río, el agua adquiría una blancura de tiza, opaca y
opalescente -casi como si fuera la leche de alguna bestia
aterradora- y parecía brillar con una fantasmagórica luminiscencia
propia.
Había dos ejércitos dispuestos a lo largo de la orilla este
del agua supurante. Al sur quedaban los vardenos y los hombres de
Surda, parapetados tras múltiples capas defensivas, donde
desplegaban una fina colección de estandartes de tela, hileras de
tiendas arrogantes y las monturas agrupadas de la caballería del
rey Orrin. Por fuertes que fueran, su cantidad empalidecía en
comparación con las fuerzas reunidas al norte. El ejército de
Galbatorix era tan numeroso que su primera línea cubría casi cinco
kilómetros y era imposible discernir cuánto medía de profundidad el
batallón, pues los individuos se fundían en una masa sombría a lo
lejos.
Entre los dos enemigos mortales quedaba un espacio vacío de
unos tres kilómetros. Aquella extensión de tierra, así como la zona
en que habían acampado los ejércitos, estaba horadada por
incontables orificios dentados en los que danzaban las llamas de
fuego verde. De aquellas antorchas mareantes se alzaban penachos de
humo que oscurecían el sol. Cada palmo de vegetación parecía
calcinado por el suelo reseco, salvo por algunas extensiones de
liquen negro, naranja y castaño que, desde el aire, daban a la
tierra un aspecto costroso e infectado.
Eragon nunca había contemplado una vista tan
imponente.
Saphira emergió sobre la tierra de nadie que separaba los
severos ejércitos y luego trazó una curva y se lanzó en picado
hacia los vardenos tan rápido como se atrevía, pues mientras
permanecieran expuestos al Imperio, serían vulnerables a los
ataques de los magos enemigos.
Eragon extendió su conciencia tanto como pudo en todas
direcciones, en busca de mentes hostiles que pudieran notar su
contacto de tanteo y reaccionar: las mentes de los magos y de
aquellos formados para rechazar la magia.
En vez de eso, lo que sintió fue el pánico repentino que
abrumó a los centinelas vardenos, muchos de los cuales, entendió,
nunca habían visto a Saphira. El miedo les hizo perder el sentido
común y lanzaron una bandada de flechas dentadas que se arqueaban
para detener a Saphira.
Eragon alzó la mano derecha y exclamó: -¡Letha orya
thorna!
Las flechas se congelaron en pleno vuelo. Con un giro de
muñeca y la palabra «Ganga», cambió su dirección y las envió en
barrena hacia la tierra de nadie, donde pudieran clavarse en el
suelo sin dañar a nadie. Se le escapó una flecha que alguien había
disparado unos pocos segundos después de la primera
oleada.
Eragon se inclinó a la derecha tanto como pudo y, más veloz
que cualquier humano, agarró la flecha en el aire cuando Saphira
pasó volando junto a ella.
Sólo cuando ya estaban a decenas de metros del suelo, Saphira
agitó las alas para frenar el descenso antes de aterrizar primero
sobre las patas traseras y luego apoyar las delanteras y corretear
hasta detenerse entre las tiendas de los vardenos.
-Werg -gruñó Orik, al tiempo que soltaba las correas que le
mantenían las piernas fijas-.
Preferiría enfrentarme a una docena de kull que experimentar
otra vez esta caída.
Se soltó por un lado de la silla para luego descender por la
pierna delantera de Saphira y de ahí saltar al
suelo.
Eragon estaba desmontando todavía cuando se reunieron en
torno a Saphira docenas de guerreros con expresiones de asombro.
Salió entre ellos con grandes zancadas un hombre grande como un
oso, a quien Eragon reconoció: Fredric, el maestro armero de los
vardenos, de Farthen Dür, ataviado como siempre con su armadura
peluda de cuero de buey.
-Venga, patanes boquiabiertos -rugió Fredric-. No os quedéis
ahí pasmados; volved a vuestros puestos si no queréis que os doble
las guardias.
Siguiendo sus órdenes, los hombres empezaron a dispersarse
entre abundantes gruñidos y miradas atrás. Luego Fredric se acercó,
y Eragon notó que se quedaba sorprendido por los cambios de su
apariencia física. El barbudo hizo cuanto pudo por disimular su
reacción, se llevó una mano a la frente y dijo:
-Bienvenido, Asesino de Sombras. Llegas justo a tiempo… Me
avergüenza sobremanera que te hayamos atacado. El honor de todos
estos hombres quedará manchado por ese error. ¿Hemos herido a
alguno de los tres?
-No.
El alivio cruzó el rostro de Fredric.
-Bueno, demos las gracias. He hecho retirar a los
responsables. Serán azotados y perderán el rango… ¿Te parece
suficiente castigo, Jinete?
-Quiero verlos -dijo Eragon.
Fredric exhibió una repentina preocupación; era evidente que
temía que Eragon quisiera ejercer algún castigo terrible y forzado
a los centinelas. Sin embargo, en vez de manifestar en voz alta su
preocupación, dijo:
-Entonces, sigúeme, señor.
Lo guió por el campo hasta una tienda de mando con la tela
rayada, donde unos veinte hombres de aspecto desgraciado se
desprendían de sus armas y protecciones bajo la mirada atenta de
una docena de guardias. Al ver a Eragon y Saphira, todos los
prisioneros hincaron una rodilla en el suelo y se quedaron quietos,
mirando al suelo.
-Ave, Asesino de Sombras -gritaron.
Eragon no dijo nada y recorrió la hilera de hombres mientras
estudiaba sus mentes, hundiendo las botas en la costra de tierra
calcinada con un molesto crujido. Al fin empezó a
hablar:
-Tendríais que estar orgullosos de haber reaccionado tan
rápido ante nuestra aparición. Si ataca Galbatorix, eso es
exactamente lo que debéis hacer, aunque dudo que las flechas
resulten más efectivas contra él que contra Saphira y yo. -Los
centinelas lo miraron incrédulos, conlas caras alzadas del color
del bronce bruñido por la luz multicolor-. Sólo os pido que, en el
futuro, os toméis un instante para identificar el objetivo antes de
disparar. La próxima vez podría estar demasiado distraído para
detener vuestros proyectiles. ¿Me habéis entendido? -¡Sí, Asesino
de Sombras! -gritaron.
Eragon se detuvo delante del antepenúltimo hombre de la fila
y sostuvo la flecha que había atrapado a lomos de
Saphira.
-Creo que esto es tuyo, Harwin.
Con expresión de asombro, Harwin aceptó la flecha de Eragon.
-¡Lo es! Tiene la cinta blanca que siempre pinto en el tallo para
encontrarlas luego. Gracias, Asesino de Sombras.
Eragon asintió y luego se dirigió a Fredric de modo que todos
pudieran oírle.
-Estos hombres son buenos y sinceros, y no quiero que les
suceda ninguna desgracia por culpa de este suceso.
-Me encargaré de ello personalmente -dijo Fredric, y
sonrió.
-Bueno, ¿puedes llevarnos con la señora
Nasuada?
-Sí, señor.
Al abandonar a los centinelas, Eragon notó que su bondad le
había ganado la lealtad eterna de aquéllos, y que el rumor de esa
buena obra se extendería entre los vardenos.
El camino que seguía Fredric entre las tiendas puso a Eragon
en contacto con una cantidad de mentes superior a las que había
contactado hasta entonces. Cientos de pensamientos, imágenes y
sensaciones se apretujaban en su conciencia. Pese a sus esfuerzos
por mantenerlos a distancia, no podía evitar absorber detalles
sueltos de las vidas de la gente. Algunas revelaciones le parecían
sorprendentes; otras, insignificantes; otras, conmovedoras o, al
contrario, desagradables; y muchas, avergonzantes. Algunos
percibían el mundo de un modo tan distinto que sus mentes se
abalanzaban hacia él precisamente por sus
diferencias.
«Qué fácil es ver a estos hombres como meros objetos que yo y
otros podemos manipular a voluntad. Y sin embargo, todos tienen
esperanzas y sueños, potencial para posibles logros y recuerdos de
lo que ya han conseguido. Y todos sienten dolor.»
Un puñado de las mentes que rozó eran conscientes del
contacto y se defendieron de él, escondiendo su vida interna tras
defensas de distintas fortalezas. Al principio Eragon se preocupó,
pues creía que había descubierto a un gran número de enemigos
infiltrados entre los vardenos, pero luego dedujo de su rápido
atisbo que eran miembros de Du Vrangr Gata.
Deben de estar muertos de miedo, convencidos de que está a
punto de asaltarlos un extraño mago - dijo
Saphira.
Si me bloquean así, no puedo convencerlos de lo
contrario.
Deberías saludarlos en persona, y pronto, antes de que
decidan unirse para atacarte.
Sí, aunque no creo que representen una amenaza para nosotros…
Du Vrangr Gata… El propio nombre revela su ignorancia. En el idioma
antiguo, para decirlo bien, debería ser Du Gata
Vrangr.
El viaje terminó por detrás de los vardenos, en un pabellón
grande y rojo rematado por un banderín bordado con un escudo negro
y dos espadas paralelas inclinadas debajo. Fredric descorrió la
tela de la puerta, y Eragon y Orik entraron en el pabellón. Tras
ellos, Saphira metió la cabeza por la apertura y miró por encima de
sus hombros.
Una ancha mesa ocupaba el centro de la tienda amueblada.
Nasuada estaba en una punta, con ambas manos apoyadas en la mesa,
estudiando un montón de mapas y pergaminos. A Eragon se le encogió
el estómago al ver a Arya frente a ella. Las dos mujeres iban
armadas como hombres para la batalla.
Nasuada volvió su rostro almendrado hacia ella. -¿Eragon…?
-murmuró.
No esperaba que ella se alegrara tanto de verlo. Con una
amplia sonrisa, dobló una muñeca sobre el esternón para practicar
la señal de lealtad entre los elfos e hizo una
reverencia:
-A tu servicio. -¡Eragon! -Ahora, Nasuada parecía encantada y
aliviada. También Arya parecía complacida-. ¿Cómo has recibido tan
rápido nuestro mensaje?
-No lo recibí. Supe del ejército de Galbatorix por una
invocación y salí de Ellesméra ese mismo día. -Volvió a sonreír-.
Es bueno estar de nuevo entre los vardenos.
Mientras él hablaba, Nasuada lo estudiaba con expresión de
asombro. -¿Qué te ha pasado, Eragon?
Arya no se lo habrá contado -dijo Saphira.
De modo que Eragon le relató con detalle lo que les había
pasado a él y Saphira desde que abandonaran a Nasuada en Farthen
Dür, tanto tiempo atrás. Percibió que ella ya sabía gran parte de
lo que le estaba contando, ya fuera por los enanos o por Arya, pero
Nasuada le dejó hablar sin interrumpirlo. Eragon tuvo que ser
prudente a propósito de su formación. Había dado su palabra de no
revelar la existencia de Oromis sin permiso y no debía compartir la
mayoría de sus lecciones con extraños, pero hizo cuanto pudo por
transmitir a Nasuada una buena noción de sus habilidades y de los
riesgos que les amenazaban. Del Agaetí Blódhren sólo dijo: -…y
durante la celebración, los dragones obraron en mí los cambios que
ves para concederme las capacidades físicas de un elfo y curarme la
espalda.
-Entonces ¿ya no tienes cicatriz? -preguntó
Nasuada.
Eragon asintió. Terminó su relato con unas pocas frases más,
mencionó brevemente la razón por la que había abandonado Du
Weldenvarden y luego resumió su viaje desde entonces. Ella meneó la
cabeza.
-Vaya historia. Saphira y tú habéis experimentado muchas
cosas desde que dejasteis Farthen Dür.
-Tú también. -Señaló la tienda-. Lo que has conseguido es
asombroso. Debe de haberte costado un esfuerzo enorme llevar a los
vardenos hasta Surda… ¿Te ha creado muchos problemas el Consejo de
Ancianos?
-Algunos, pero nada extraordinario. Parece que se han
resignado a aceptar mi liderazgo.
Entre tintineos de su malla, Nasuada se sentó en una silla
grande, de alto respaldo, y se vol-vió hacia Orik, quien aún no
había hablado. Le dio la bienvenida y le preguntó si tenía algo que
añadir al relato de Eragon. Orik se encogió de hombros y aportó
unas pocas anécdotas de su estancia en Ellesméra, aunque Eragon
sospechó que el enano mantenía en secreto sus verdaderas
observaciones para su rey.
Cuando hubo terminado, Nasuada dijo:
-Me anima saber que si conseguimos capear esta arremetida,
contaremos con la ayuda de los elfos. ¿Alguno de vosotros ha visto
a los guerreros de Hrothgar en el vuelo desde Aberon? Contamos con
sus refuerzos.
No -contestó Saphira por medio de Eragon-. Pero era muy
oscuro y a menudo volaba entre nubes. En esas condiciones sería
fácil que se me hubiera escapado un campamento. En cualquier caso,
dudo que nos hayamos cruzado, pues he volado directamente desde
Aberon y parece probable que los enanos tomaran otra ruta distinta,
tal vez por algún camino establecido, en vez de desfilar entre la
naturaleza salvaje.
-¿Cuál es la situación aquí? -preguntó
Eragon.
Nasuada suspiró y le contó cómo se habían enterado ella y
Orrin del ejército de Galbatorix y las medidas desesperadas a que
habían recurrido desde entonces para llegar a los Llanos Ardientes
antes que los soldados del rey. Al terminar, dijo:
-El Imperio llegó hace tres días. Desde entonces, hemos
intercambiado dos mensajes.
Primero nos pidieron que nos rindiéramos, a lo que nos
negamos, y ahora estamos esperando su res-puesta. -¿Cuántos son?
-gruñó Orik-. A lomos de Saphira parecía una cantidad
abrumadora.
-Sí. Calculamos que Galbatorix ha reunido hasta cien mil
soldados.
Eragon no pudo contenerse: -¡Cien mil! ¿De dónde han salido?
Parece imposible que haya podido encontrar a más de un puñado
dispuestos a servirle.
-Los ha reclutado. Sólo nos queda la esperanza de que los
hombres que han sido arrancados de sus casas no estén ansiosos por
pelear. Si conseguimos asustarlos lo suficiente, tal vez rompan
filas y huyan. Somos más que en Farthen Dür, pues el rey Orrin ha
unido sus fuerzas a las nuestras y hemos recibido una auténtica
riada de voluntarios desde que empezaron a correr rumores sobre ti,
aunque todavía somos mucho más débiles que el
Imperio.
Entonces Saphira hizo una pregunta terrible, y Eragon se vio
obligado a repetirla en voz alta: ¿Qué posibilidades creéis que
tenemos de ganar?
-Eso -dijo Nasuada, poniendo énfasis en la palabra- depende
en gran medida de ti y de Eragon, y del número de magos que haya
entre sus tropas. Si podéis encontrar y destruir a esos magos,
entonces nuestros enemigos quedarán desprotegidos y podréis
matarlos a discreción. Creo que a estas alturas es poco probable
una victoria clara, pero quizá logremos mantenerlos a raya hasta
que se queden sin provisiones, o hasta que Islanzadí acuda en
nuestra ayuda. Eso… suponiendo que no llegue volando el propio
Galbatorix a la batalla. En ese caso, me temo que no nos quedaría
más opción que la retirada.
Justo en ese momento, Eragon sintió que se aproximaba una
mente extraña, una que sabía de su vigilancia y sin embargo no
retrocedía ante el contacto. Una mente que él sentía fría y fuerte.
Atento al peligro, Eragon volvió la mirada hacia la parte trasera
del pabellón, donde vio a la misma niña de cabello negro que había
aparecido al invocar a Nasuada en Ellesméra.
La niña lo miró fijamente con sus ojos violeta y
dijo:
-Bienvenido, Asesino de Sombras. Bienvenida,
Saphira.
Eragon se estremeció al oír su voz, propia de un adulto. Se
humedeció la boca, que se le había secado, y preguntó: -¿Quién
eres?
Sin contestar, la niña retiró su brillante flequillo y mostró
una marca blanca plateada en la frente, exactamente igual que el
gedwéy ignasia de Eragon. Entonces supo a quién estaba
mirando.
Nadie se movió mientras Eragon se acercaba a la niña,
acompañado por Saphira, que estiró el cuello hacia el fondo del
pabellón. Eragon hincó una rodilla en el suelo y tomó la mano
derecha de la niña entre las suyas; su piel ardía como si tuviera
fiebre. Ella no se resistió, sino que se limitó a dejar la mano
inerte. En el idioma antiguo -y también con la mente para que lo
entendiera- Eragon le dijo:
-Lo siento. ¿Podrás perdonarme lo que te
hice?
La mirada de la niña se suavizó al tiempo que se inclinaba
hacia delante y besaba la frente de Eragon.
-Te perdono -suspiró, y por primera vez su voz pareció
adecuada a sus años-. ¿Cómo no iba a hacerlo? Saphira y tú
creasteis lo que soy, y sé que no pretendíais hacerme daño. Te
perdono, pero dejaré que este conocimiento torture vuestra
conciencia. Me habéis condenado a ser consciente de todo el
sufrimiento que me rodea. Ahora mismo, tu hechizo me impulsa a
ayudar a un hombre que está a menos de tres tiendas de distancia y
acaba de cortarse en una mano, a ayudar al joven portador de la
bandera que se ha roto el índice de la mano derecha con los radios
de una rueda de carro y a ayudar a incontables hombres que han sido
heridos, o están a punto de serlo. Me cuesta un horror resistirme a
esos impulsos, y aún más si yo misma provoco conscientemente algún
dolor a alguien, tal como estoy haciendo al decir esto… Ni siquiera
puedo dormir por las noches, de tan fuerte como es mi compulsión.
Ése es tu legado, oh, Jinete.
Al final su voz había recuperado aquel tono amargo y
burlón.
Saphira se interpuso entre ellos y, con el morro, tocó el
centro de la marca de la niña.
Paz, niña cambiada. Hay mucha rabia en tu
corazón.
-No tienes que vivir así para siempre -dijo Eragon-. Los
elfos me enseñaron a deshacer los hechizos, y creo que puedo
librarte de esta maldición. No será fácil, pero se puede
hacer.
Por un instante pareció que la niña perdía su formidable
control. Se le escapó un grito ahogado entre los labios, su mano
tembló sobre la de Eragon y sus ojos brillaron, cubiertos por una
película de lágrimas. Luego, con la misma rapidez, escondió sus
verdaderas emociones tras una máscara de cínica
diversión.
-Ya veremos, ya veremos. En cualquier caso, no deberías
intentarlo hasta después de la batalla.
-Podría ahorrarte mucho dolor.
-No serviría de nada agotarte cuando nuestra supervivencia
depende de tu talento. No me engaño; eres más importante que yo.
-Una sonrisa taimada recorrió su rostro-. Además, si retiras ahora
tu hechizo, no podré ayudar a ningún vardeno si son atacados. No
querrás que Nasuada muera por eso, ¿verdad?
-No -admitió Eragon. Guardó silencio un largo rato, cavilando
el asunto, y luego dijo-:
Muy bien, esperaré. Pero te lo juro: si ganamos esta batalla,
compensaré ese error.
La niña inclinó la cabeza a un lado.
-Te tomo la palabra, Jinete.
Nasuada se alzó de la silla y dijo:
-Elva fue quien evitó que me matara un asesino en
Aberon.
-Ah, ¿sí? En ese caso, estoy en deuda contigo, Elva, por
proteger a mi señora.
-Bueno, ven -dijo Nasuada-. Tengo que presentaros a los tres
ante Orrin y sus nobles. ¿Ya conoces al rey, Orik?
El enano negó con la cabeza.
-Nunca había llegado tan al oeste.
Cuando abandonaron el pabellón -Nasuada delante, con Elva a
su lado-, Eragon trató de colocarse de tal modo que pudiera hablar
con Arya, pero cuando se acercó a ella, la elfa aceleró el paso
hasta llegar a la altura de Nasuada. Arya ni siquiera lo miró
mientras caminaba, desaire que le provocó más angustia que
cualquiera de las heridas físicas que había
sufrido.
Elva se volvió a mirarlo, y Eragon entendió que había
percibido su dolor.
Pronto llegaron a otro pabellón grande, en este caso blanco y
amarillo, aunque resultaba difícil determinar el tono exacto de los
colores por el naranja estridente que lo teñía todo en los Llanos
Ardientes. Cuando les permitieron entrar, Eragon se sorprendió al
encontrarse la tienda plagada de una excéntrica colección de
probetas, alambiques, crisoles y otros instrumentos de la filosofía
natural. «¿Qué clase de persona se ocuparía de acarrear todo esto
hasta un campo de batalla?», se preguntó atónito.
-Eragon -dijo Nasuada-. Quiero que conozcas a Orrin, hijo de
Larkin y monarca del reino de Surda.
De entre las profundidades del montón de cristales apilados
emergió un hombre más bien alto y guapo con el cabello largo hasta
los hombros y sujeto por una diadema de oro que descansaba en la
frente. Su mente, como la de Nasuada, estaba protegida tras muros
de hierro; era obvio que había recibido extensa formación en esa
capacidad. Por la conversación, a Eragon le pareció agradable, si
bien algo verde e inexperto en cuanto concernía al mando de los
hombres en guerra, y un poco chalado. Por lo general, Eragon se
fiaba más del liderazgo de Nasuada.
Tras eludir montones de preguntas de Orrin sobre su estancia
entre los elfos, Eragon se encontró sonriendo y asintiendo con
educación mientras desfilaban de uno en uno los
nobles.
Todos insistieron en darle la mano, decirle que era un honor
saludar a un Jinete e invitarlo a sus respectivos estados. Eragon
memorizó con diligencia sus muchos nombres y títulos -tal como
sabía que Oromis hubiera esperado de él- e hizo cuanto pudo por
mantener la calma, pese a su creciente
frustración.
Estamos a punto de enfrentarnos a uno de los mayores
ejércitos de la historia y aquí nos tienes, atascados en el
intercambio de galanterías.
Paciencia -aconsejó Saphira-. Ya no quedan muchos… Además,
afróntalo de este modo: si ganamos, nos deberán un año entero de
cenas gratis, con todo lo que te están
prometiendo.
Eragon reprimió una carcajada.
Creo que si supieran lo que cuesta alimentarte, se quedarían
abatidos. Por no decir que podrías vaciar sus bodegas de cerveza y
vino en una sola noche.
Nunca lo haría -resopló ella antes de conceder-: Tal vez en
dos noches.
Cuando al fin consiguieron salir del pabellón de Orrin,
Eragon preguntó a Nasuada: -¿Qué hago ahora? ¿Cómo puedo
servirte?
Nasuada lo miró con expresión curiosa. -¿Cómo crees tú que
podrías servirme, Eragon? Conoces tus habilidades mucho mejor que
yo.
Hasta Arya lo miró en ese momento, atenta a su
respuesta.
Eragon alzó la vista hacia el cielo ensangrentado mientras
cavilaba la respuesta.
-Tomaré el control de Du Vrangr Gata, tal como me pidieron en
una ocasión, y los organizaré bajo mi mando para poder dirigirlos
en la batalla. Si trabajamos juntos, tendremos más probabilidades
de frustrar a los magos de Galbatorix.
-Me parece una idea excelente. ¿Hay algún lugar en el que
Eragon pueda dejar sus bolsas? -preguntó Saphira-. No quiero cargar
con ellas ni con su silla más de lo necesario.
Cuando Eragon repitió la pregunta, Nasuada
contestó.
-Por supuesto. Las puedes dejar en mi pabellón, y encargaré
que alcen una tienda para ti, Eragon, para que las conserves ahí.
Sin embargo, sugiero que te pongas la armadura antes desepararte de
las bolsas. Podrías necesitarla en cualquier momento… Ahora que me
acuerdo:
Saphira, tenemos tu armadura. ¿Hago que la desempaqueten y te
la traigan? -¿Y qué pasa conmigo, Señora? -preguntó
Orik.
-Tenemos entre nosotros a varios knurlan del Dürgrimst
Ingeitum que han aportado su pericia en la construcción de nuestras
defensas en tierra. Si quieres, puedes asumir su
mando.
Orik parecía animado por la perspectiva de ver a otros
enanos, sobre todo a los de su propio clan. Se golpeó el pecho con
un puño y dijo:
-Creo que lo haré. Si me perdonas, me voy a ocupar de ello
ahora mismo.
Sin echar una mirada atrás, empezó a andar por el campamento
en dirección al norte, hacia los parapetos.
Cuando los cuatro que quedaban regresaron ante el pabellón,
Nasuada dijo a Eragon:
-Infórmame en cuanto hayas resuelto tus asuntos con Du Vrangr
Gata.
Luego descorrió la entrada del pabellón y desapareció en la
oscuridad de la tienda.
Cuando Arya se disponía a seguirla, Eragon se acercó a ella
y, en el idioma antiguo, le dijo:
-Espera. -La elfa se detuvo y lo miró, sin revelar nada. Él
sostuvo su mirada con firmeza, llegando hasta el fondo de sus ojos,
en los que se reflejaba la extraña luz que los
rodeaba-.
Arya, no te voy a pedir perdón por lo que siento por ti. Sin
embargo, quiero que sepas que sí lamento cómo me comporté durante
la Celebración del Juramento de Sangre. Esa noche no era yo mismo;
de otro modo, nunca hubiera sido tan descarado contigo. -¿Y no lo
volverás a hacer?
Eragon contuvo una risa malhumorada.
-Si lo hiciera no me serviría de nada, ¿verdad? -Al ver que
ella permanecía en silencio, añadió-: No importa. No quiero
molestarte, ni siquiera si…
Dejó la frase a medias, antes de hacer un comentario que
sabía que terminaría por lamentar.
El rostro de Arya se suavizó.
-No pretendo lastimarte, Eragon. Has de
entenderlo.
-Lo entiendo -dijo, aunque no muy
convencido.
Una tensa pausa se estableció entre ambos.
-Confío en que hayas volado bien.
-Bastante bien. -¿No has encontrado dificultades en el
desierto? -¿Tendríamos que haberlas encontrado?
-No, era sólo por curiosidad. -Luego, con una voz aún más
amable, Arya preguntó-. ¿Y qué se ha hecho de ti, Eragon? ¿Cómo te
ha ido desde la Celebración? He oído lo que le contabas a Nasuada,
pero no has mencionado más que tu espalda.
-Yo… -Eragon quiso mentir, pues no quería que ella supiera
cuánto la había echado de menos, pero el idioma antiguo detuvo las
palabras en su boca y lo enmudeció. Al fin, recurrió a la técnica
de los elfos: decir sólo una parte de la verdad para crear una
impresión contraria a la verdad completa-. Estoy mejor que antes
-dijo, refiriéndose mentalmente al estado de su
espalda.
Pese al subterfugio, Arya no parecía convencida. Sin embargo,
no insistió.
-Me alegro.
Desde dentro del pabellón sonó la voz de Nasuada, y Arya miró
hacia allí antes de encararse de nuevo a él.
-Me necesitan en otro sitio, Eragon… Nos necesitan a los dos.
Está a punto de librarse una batalla. -Alzó la tela que tapaba la
entrada y entró a medias en la tienda en penumbra, pero luego dudó
y añadió-: Cuídate, Eragon Asesino de Sombras.
Y desapareció.
El desánimo dejó clavado a Eragon. Había logrado lo que se
proponía, pero parecía que nada hubiera cambiado entre él y Arya.
Cerró los puños bien prietos, tensó los hombros y fulminó con la
mirada el suelo sin verlo, temblando de
frustración.
Cuando Saphira le tocó el hombro con la nariz, se llevó un
susto.
Vamos, pequeñajo -le dijo con voz amable-. No puedes quedarte
ahí para siempre, y me empieza a picar la silla.
Eragon se acercó a su lado, tiró de la correa del cuello y
masculló al ver que se había atascado en la hebilla. Casi deseaba
que se rompiera la correa. Soltó las demás cintas y dejó que la
silla y todo lo que iba atado a ella cayera al suelo en un montón
deslabazado.
Qué gusto da quitarse eso-dijo Saphira, al tiempo que
relajaba sus hombros gigantescos.
Eragon sacó su armadura de las alforjas y se atavió con los
brillantes vestidos de guerra.
Primero se puso la malla encima de la túnica élfica, luego se
ató a las piernas las espinilleras cinceladas y los protectores con
incrustaciones en los antebrazos. Se colocó en la cabeza la gorra
de piel acolchada, después la cofia de hierro templado y luego el
yelmo de oro y plata.
Por último, se quitó los guantes y los reemplazó por los
guanteletes de malla.
Se colgó a Zar'roe de la cadera izquierda, sostenida en el
cinto de Beloth el Sabio. Se echó a la espalda la aljaba de flechas
con plumas de cisne blanco que le había regalado
Islanzadí.
Le gustó descubrir que en la aljaba cabía también el arco que
la reina de los elfos había creado para él con una canción, incluso
cuando estaba encordado.
Tras depositar sus propiedades y las de Orik en el pabellón,
Eragon salió con Saphira en busca de Trianna, líder hasta entonces
de Du Vrangr Gata. No habían dado más que unos pocos pasos cuando
Eragon notó que una mente cercana se escondía de él. Dando por
hecho que se trataba de algún mago de los vardenos, se encaminaron
hacia él.
A doce metros de donde habían arrancado, había una pequeña
tienda verde con un asno atado en la parte delantera. A la
izquierda de la tienda había un caldero de hierro ennegrecido sobre
una trébede metálica instalada encima de una de las apestosas
llamaradas que nacían en la profundidad de la tierra. Había unas
cuerdas tendidas sobre el caldero, y de ellas pendía la hierba
mora, la cicuta, el rododendro, la sabina, corteza de tejo y
abundantes setas, como la de sombrero de muerte y la de pie
manchado, que Eragon reconoció gracias a las lecciones de Oromis
sobre venenos. De pie junto al caldero, sosteniendo la larga pala
de madera con que removía el guiso, estaba Angela, la herbolaria. A
sus pies estaba sentado Solembum.
El hombre gato emitió un maullido lastimero, y Angela apartó
la mirada de su tarea, con su cabello de sacacorchos como una nube
inflada en torno al rostro brillante. Frunció el ceño, y su rostro
se volvió rematadamente macabro, pues quedaba iluminado desde abajo
por la temblorosa llama verde.
-Así que habéis vuelto, ¿eh?
-Sí -contestó Eragon. -¿No tienes nada más que decir? ¿Ya has
visto a Elva? ¿Has visto lo que le hiciste a la pobre
niña?
-Sí.
-¡Sí! -exclamó Angela-. ¡Mira que llegas a ser mudo! Con todo
el tiempo que has pasado en Ellesméra bajo la tutela de los elfos,
y sólo sabes decir que sí. Pues déjame que te diga algo, bruto:
cualquier persona tan estúpida como para hacer lo que hiciste
merece…
Eragon entrelazó las manos tras la espalda y esperó mientras
Angela lo informaba con exactitud, en términos muy explícitos,
detallados y altamente imaginativos, de lo burro que llegaba a ser;
de la clase de antepasados que debía de tener para ser tan burro
-incluso llegó al extremo de insinuar que una de sus abuelas se
había apareado con un úrgalo-, y de los muy espantosos castigos que
debería recibir por su estupidez. Si cualquier otra persona lo
hubiera insultado de aquella manera, Eragon la habría retado a
duelo, pero toleró la bronca de Angela porque sabía que no podía
juzgar su comportamiento con los mismos criterios que aplicaba a
los demás, y porque entendía que su indignación era justificada:
había cometido un terrible error.
Cuando al fin calló para tomar aire, Eragon
dijo:
-Tienes mucha razón, e intentaré retirar el hechizo cuando se
decida la batalla.
Angela pestañeó tres veces seguidas y dejó la boca abierta un
instante en una pequeña «O» antes de cerrarla de golpe. Con una
mirada de suspicacia, preguntó:
-No lo dices sólo para aplacarme, ¿verdad?
-Nunca haría eso. -¿Y de verdad pretendes deshacer el
hechizo? Creía que esas cosas eran irrevocables.
-Los elfos han descubierto muchos usos de la
magia.
-Ah… Bueno, entonces ya está, ¿no? -Le dedicó una amplia
sonrisa y luego pasó a grandes zancadas delante de él para dar una
palmada en los carrillos a Saphira-. Qué bueno volver a verte,
Saphira. Has crecido.
Sí que es bueno verte, Angela.
Cuando Angela volvió para remover su poción, Eragon le
dijo:
-Menuda retahila impresionante me has
soltado.
-Gracias. Llevaba semanas preparándola. Lástima que no has
llegado a oír el final. Es memorable. Si quieres, la puedo terminar
para que lo oigas.
-No, ya está bien. Me lo puedo imaginar. -Eragon la miró con
el rabillo del ojo y añadió-:
No pareces sorprendida por mis cambios.
La herbolaria se encogió de hombros.
-Tengo mis fuentes. En mi opinión, has mejorado. Antes
estabas un poco… Oh, cómo decirlo… Por terminar.
-Eso sí. -Eragon señaló las plantas colgadas-. ¿Qué piensas
hacer con eso?
-Ah, sólo es un pequeño proyecto que tengo… Un experimento,
si quieres llamarlo así.
-Mmm. -Eragon examinó los diversos colores de los hongos
secos que pendían ante él y preguntó-: ¿Llegaste a averiguar si
existen los sapos?
-De hecho, sí. Parece que todos los sapos son ranas, pero no
todas las ranas son sapos. De modo que, en ese sentido, los sapos
no existen, lo cual significa que siempre he tenido
razón.
-Cortó la charla abruptamente, se inclinó a un lado, cogió
una taza de un banco que tenía al lado y se lo ofreció a Eragon-.
Toma, un poco de infusión.
Eragon miró las plantas mortales que los rodeaban y luego al
rostro franco de Angela antes de aceptar la taza. En un murmullo,
para que la herbolaria no pudiera oírlo, pronunció tres hechizos
para detectar venenos. Sólo después de confirmar que la infusión no
estaba contaminada, se atrevió a bebería. Estaba deliciosa, aunque
no consiguió identificar sus ingredientes.
En ese momento, Solembum se acercó a Saphira y se puso a
erizar el lomo y a frotarse contra su pata, como hubiera hecho
cualquier gato normal. Saphira dobló el cuello, se agachó y
acarició el lomo del hombre gato con el morro.
En Ellesméra me encontré con alguien que te conocía -le
dijo.
Solembum dejó de frotarse y alzó la cabeza.
Ah, ¡si!
Sí. Se llama Zarpa Rápida, Danzarina de Sueños y también
Maud.
Los ojos dorados de Solembum se abrieron de par en par. Un
ronroneo profundo y grave resonó en su pecho y luego se frotó
contra Saphira con renovado vigor.
-Y bien -dijo Angela-. Supongo que ya has hablado con
Nasuada, Arya y el rey Orrin. -Él asintió-. ¿Y qué te ha parecido
el querido y viejo Orrin?
Eragon escogió sus palabras con cuidado, pues era consciente
de que estaban hablando de un rey.
-Bueno… Parece que le interesan muchas cosas
distintas.
-Sí, es tan agradable como un loco lunático en la vigilia del
solsticio de verano. Pero de una u otra manera, todos lo
somos.
Sorprendido por su franqueza, Eragon dijo:
-Hay que estar loco para traerse todo ese cristal desde
Aberon.
Angela enarcó una ceja. -¿Y eso? -¿No has entrado en su
tienda?
-Al contrario que algunos -dijo con desdén-, no pretendo
congraciarme con cada rey que conozco.
De modo que Eragon le describió el montón de instrumentos que
Orrin se había llevado a los Llanos Ardientes. Angela dejó de
remover la poción mientras él hablaba y lo escuchó con gran
interés. En cuanto terminó, ella se ajetreó en torno a su caldero,
recogió las plantas que colgaban de las cuerdas -algunas de ellas
con pinzas- y dijo:
-Creo que tengo que hacerle una visita a Orrin. Tendréis que
contarme vuestro viaje a Ellesméra en otro momento. Bueno, ya os
podéis ir. ¡Largo!
Eragon meneó la cabeza sin soltar la taza de infusión
mientras la mujer bajita los empujaba para alejarlos de la
tienda.
Hablar con ella siempre es… ¿Distinto? -sugirió
Saphira.
Eso es.