A su lado, Clovis manejaba la barra del timón. El curtido
marinero señaló hacia la costa, a una roca llena de gaviotas y
silueteada en la cresta de una colina que se extendía hasta el
océano.
-Teirm queda justo al otro lado de ese pico.
Roran aguzó la mirada bajo el sol de la tarde, cuyo reflejo
en el océano trazaba una cinta cegadora de tan
brillante.
-Entonces, de momento nos paramos aquí. -¿Todavía no quieres
entrar en la ciudad?
-No todos a la vez. Llama a Torson y Flint y haz que lleven
sus gabarras hasta esa costa.
Parece un buen lugar para acampar.
Clovis hizo una mueca de desagrado.
-Arrrgh. Esperaba cenar caliente esta noche.
Roran lo entendió; la comida fresca de Narda se había
terminado hacía tiempo, y se habían quedado con nada más que cerdo
en salazón, arenques salados, coles saladas, galletas saladas que
habían hecho los aldeanos con la harina que habían comprado,
verduras escabechadas y algo de carne fresca cuando los aldeanos
sacrificaban alguno de los animales que les quedaban, o cuando
conseguían cazar algo si estaban en tierra.
La ruda voz de Clovis rebotó en el agua cuando gritó a los
patrones de las otras dos gabarras. Cuando se acercaron, les ordenó
que atracaran en la costa, pese al vociferío de su descontento.
Ellos y los demás marineros habían contado con llegar aquel mismo
día a Teirm y dilapidar su paga con los goces de la
ciudad.
Cuando estuvieron atracadas las gabarras en la playa, Roran
caminó entre los aldeanos y les ayudó a instalar tiendas aquí y
allá, a descargar sus equipajes, a recoger agua en un arroyo
cercano y, en general, prestó ayuda hasta que todos estuvieron
instalados. Se detuvo a dirigir unas palabras de ánimo a Morn y
Tara, pues parecían abatidos, y recibió una respuesta reservada. El
tabernero y su mujer se habían mostrado distantes con él desde que
abandonaran el valle de Palancar. En general, los aldeanos estaban
en mejores condiciones que cuando llegaron a Narda, gracias al
descanso que habían disfrutado en las gabarras, pero la
preocupación constante y la exposición a los crudos elementos les
habían impedido recuperarse tanto como esperaba
Roran.
-Martillazos, ¿quieres cenar en nuestra tienda esta noche?
-preguntó Thane, acercándose a Roran.
Éste rechazó amablemente la oferta y, al darse la vuelta, se
vio encarado a Felda, cuyo marido, Byrd, había sido asesinado por
Sloan. Ella hizo una breve reverencia y dijo: -¿Puedo hablar
contigo, Roran Garrowsson?
Él le sonrió.
-Eso siempre, Felda. Ya lo sabes.
-Gracias. -Con una expresión furtiva, toqueteó las borlas que
bordeaban su chal y miró hacia su tienda-. Quisiera pedirte un
favor. Es por Mandel…
Roran asintió; él había escogido al hijo mayor de Felda para
que lo acompañara a Narda en aquel fatídico viaje en el que matara
a dos guardias. Mandel se había comportado admirablemente en
aquella ocasión, así como en las semanas transcurridas desde
entonces, formando parte de la tripulación de la Edeliney
aprendiendo cuando podía sobre el pilotaje de las
barcazas.
-Se ha hecho muy amigo de los marineros de nuestra barcaza y
ha empezado a jugar a los dados con esos forajidos. No se juegan
dinero, que no tenemos, sino cosas pequeñas. Cosas que necesitamos.
-¿Le has pedido que deje de hacerlo?
Felda retorció las borlas.
-Me temo que, desde que murió su padre, ya no me respeta como
antes. Se ha vuelto salvaje y testarudo.
«Todos nos hemos vuelto salvajes», pensó Roran. -¿Y qué
quieres que haga al respecto? -preguntó con
amabilidad.
-Tú siempre has sido muy generoso con Mandel. Te admira. Si
hablas con él, te escuchará.
Roran caviló sobre la petición y dijo:
-Muy bien, haré lo que pueda. -Felda suspiró aliviada-. Pero
dime una cosa: ¿qué ha perdido en el juego?
-Sobre todo, comida. -Felda titubeó y luego añadió-: Pero sé
que una vez se arriesgó a perder la pulsera de mi abuela por un
conejo que esos hombres habían cazado con una
trampa.
Roran frunció el ceño.
-Que descanse tu corazón, Felda. Me ocuparé del asunto en
cuanto pueda.
-Gracias.
Felda hizo una nueva reverencia y luego desapareció entre las
tiendas improvisadas;
Roran se quedó rumiando lo que le había
dicho.
Se rascaba la cabeza con la mente ausente mientras iba
andando. El problema con Mandel y los marineros tenía doble filo;
Roran se había dado cuenta de que durante el viaje desde Narda uno
de los hombres de Torson, Frewin, había entablado relaciones con
Odele, una joven amiga de Katrina. «Podrían crearnos problemas
cuando dejemos a Clovis.»
Cuidándose de no llamar indebidamente la atención, Roran
recorrió el campamento, reunió a los aldeanos de mayor confianza e
hizo que lo acompañaran a la tienda de Horst, donde les
dijo:
-Ahora nos iremos los cinco que acordamos, antes de que se
haga tarde. Horst ocupará mi lugar mientras yo no esté. Recordad
que vuestra tarea más importante es aseguraros de que Clovis no se
vaya con las barcazas, ni las inutilice de algún modo. Puede que no
encontremos otro medio para llegar a Surda.
-Eso, y asegurarnos de que no nos descubran -comentó
Orval.
-Exacto. Si ninguno de nosotros ha vuelto cuando caiga la
noche de pasado mañana, dad por hecho que nos han capturado. Tomad
las barcazas y zarpad hacia Surda, pero no os detengáis en Kuasta
para comprar provisiones; probablemente el Imperio estará allí al
acecho.
Tendréis que encontrar comida en otro sitio.
Mientras sus compañeros se preparaban, Roran fue a la cabina
de Clovis en el Jabalí Rojo. -¿Sólo os vais cinco? -preguntó Clovis
cuando Roran le hubo explicado su plan.
-Eso es. -Roran permitió que su mirada de hierro traspasara a
Clovis hasta que éste se removió, incómodo-. Y cuando vuelva,
espero que tú, las barcazas y todos tus hombres sigáis aquí
todavía. -¿Te atreves a poner en duda mi honor después de cómo he
respetado nuestro trato?
-No pongo nada en duda, sólo te digo lo que espero. Hay
demasiado en juego. Si cometes una traición ahora, condenas a una
aldea entera a la muerte.
-Ya lo sé -murmuró Clovis, esquivando en todo momento su
mirada.
-Mi gente se defenderá en mi ausencia. Mientras quede algo de
aliento en sus pulmones, no serán apresados, engañados ni
abandonados. Y si les ocurriera alguna desgracia, yo los vengaría
aunque tuviera que caminar mil leguas y pelear con el mismísimo
Galbatorix.
Escucha mis palabras, maestro Clovis, pues no digo más que la
verdad.
-No somos tan amigos del Imperio como pareces creer -protestó
Clovis-. Tengo tan pocas ganas como cualquiera de hacerles un
favor.
Roran sonrió con ironía amarga.
-Un hombre haría cualquier cosa por proteger a su familia y
su hogar.
Cuando Roran alzaba ya el pestillo de la puerta, Clovis
preguntó: -¿Y qué harás cuando llegues a Surda?
-Haremos…
-Haremos, no; qué harás tú. Te he estado observando, Roran.
Te he escuchado. Y pareces de buena calaña, aunque no me guste cómo
me trataste. Pero no consigo que encaje en mi cabeza que sueltes el
martillo y vuelvas a tomar el arado sólo porque ya has llegado a
Surda.
Roran agarró el pestillo hasta que se le blanquearon los
nudillos.
-Cuando haya llevado a la aldea hasta Surda -dijo con una voz
vacía como un negro desierto-, me iré de caza.
-Ah, ¿tras esa pelirroja tuya? Algo he oído contar, pero no
le daba…
Roran abandonó la cabina con un portazo. Dejó que su rabia
ardiera un momento disfrutando de la libertad de aquella emoción-
antes de dominar sus rebeldes pasiones. Caminó hasta la tienda de
Felda, donde Mandel se entretenía tirando un cuchillo de caza
contra un madero.
«Felda tiene razón; alguien tiene que hablar con él para que
sea sensato.»
-Estás perdiendo el tiempo -dijo Roran.
Mandel se dio la vuelta, sorprendido. -¿Por qué lo
dices?
-En una pelea de verdad, tienes más probabilidades de sacarte
un ojo que de herir a tu enemigo. Si conoces la distancia exacta
entre tú y tu objetivo… -Roran se encogió de hombrosEs como si
tiraras piedras.
Miró con interés distante mientras el joven hervía de
orgullo.
-Gunnar me habló de un hombre al que conoció en Cithrí, capaz
de acertar a un cuervo en pleno vuelo con su cuchillo, ocho veces
de cada diez.
-Y las otras dos te matan. Normalmente, es mala idea
desprenderte de tu arma en la batalla. -Roran agitó una mano para
acallar las objeciones de Mandel-. Recoge tus cosas y reúnete
conmigo en la colina del otro lado del arroyo dentro de quince
minutos. He decidido que has de venir con nosotros a
Teirm.
-Sí, señor.
Con una sonrisa de entusiasmo, Mandel se metió en la tienda y
empezó a empacar.
Al irse, Roran se encontró con Felda, que sostenía a su hija
menor sobre una cadera. Felda paseó la mirada entre Roran y la
actividad que su hijo desarrollaba en la tienda, y tensó el
rostro:
-Mantenlo a salvo, Martillazos.
Dejó a su hija en el suelo y luego se afanó por ayudar a
reunir los objetos que iba a necesitar Mandel.
Roran fue el primero en llegar a la colina señalada. Se
agachó en una roca blanca y contempló el mar mientras se preparaba
para la tarea que tenía por delante. Cuando llegaron Loring,
Gertrude, Birgit y su hijo Nolfavrell, Roran saltó de la roca y les
dijo:
-Hemos de esperar a Mandel; se unirá a nosotros. -¿Para qué?
-quiso saber Loring.
También Birgit frunció el ceño.
-Creía que estábamos de acuerdo en que nadie más debía
acompañarnos. Sobre todo Mandel, porque lo vieron en Narda.
Bastante peligroso es que vengáis tú y Gertrude, y la presencia de
Mandel no hace más que aumentar las posibilidades de que alguien
nos reconozca.
-Correré ese riesgo. -Roran los miró a los ojos de uno en
uno-. Necesita venir.
Al fin lo escucharon y, con Mandel, se dirigieron los seis
hacia el sur, a Teirm.