Los balandros siguieron acercándose al Ala de Dragón a lo largo del día. Roran contemplaba sus progresos siempre que podía, preocupado de que se acercaran lo suficiente para atacarles antes de que el Ala de Dragón llegara al Ojo. Aun así, Uthar parecía capaz de mantener la distancia al menos durante algo más de tiempo.


Cumpliendo sus órdenes, Roran y otros aldeanos se esforzaron por recoger el barco tras la tormenta y prepararlo para la ordalía que se le echaba encima. Terminaron de trabajar al anochecer y extinguieron todas las luces de la cubierta con la intención de confundir a sus perseguidores respecto al rumbo del Ala de Dragón. El truco surtió efecto en parte, pues cuando salió el sol, Roran vio que los balandros se habían retrasado cerca de una milla por el noroeste, aunque pronto recuperaron la distancia perdida.

A última hora de la mañana, Roran escaló el palo mayor y se montó en la cofa, a cuarenta metros de la cubierta, tan alto que los hombres de abajo le parecían más pequeños que su meñique. El agua y el cielo parecían balancearse peligrosamente en torno a él cuando el Ala de Dragón se escoraba de un lado a otro.

Roran sacó el catalejo que había llevado consigo, se lo llevó a un ojo y lo ajustó hasta que quedaron enfocados los balandros, a menos de cuatro millas tras su popa, y acercándose a mayor velocidad de la que le hubiera gustado. «Se habrán dado cuenta de lo que pretendemos hacer», pensó. Trazó un barrido con el catalejo y repasó el océano en busca de alguna señal del Ojo del Jabalí. Se detuvo al divisar un gran disco de espuma, del tamaño de una isla, que giraba de norte a este. «Llegamos tarde», pensó, con un nudo en el estómago. La marea alta había pasado ya, y el Ojo del Jabalí aumentaba su velocidad y su fuerza a medida que el océano se retiraba de la costa. Roran apuntó el catalejo por el costado de la cofa y vio que la cuerda anudada que Uthar había atado a estribor por la popa -para detectar en qué momento entraban en la corriente del remolino- flotaba ahora paralela al Ala de Dragón en vez de estirarse por su estela como era normal. Lo único que tenían a favor era que navegaban en la misma dirección que la corriente del Ojo, y no contra ella. De haber sido al contrario, no hubieran tenido más remedio que esperar hasta que volviera a subir la marea.

Abajo, Roran oyó a Uthar gritar a los aldeanos que se pusieran a los remos. Un momento después brotaron del Ala de Dragón dos hileras de remos a cada lado que dieron al barco un aspecto de insecto gigantesco de río. Al ritmo de un tambor hecho con piel de buey, acompañado por el canto rítmico de Bonden para marcar el tempo, los remos se arquearon hacia delante, se hundieron en el verde mar y barrieron la superficie del agua hacia atrás, dejando blancas estelas de burbujas. El Ala de Dragón aceleró de repente y empezó a moverse más rápido que los balandros, que seguían todavía fuera de la influencia del Ojo.

Roran contempló con aterrada fascinación la obra teatral que se desplegaba en torno a él.

El elemento esencial de la trama, el punto crucial del que dependía el resultado, era el tiempo. Aunque llegaban tarde, ¿podría el Ala de Dragón, con la fuerza combinada de las velas y los remos, navegar a la velocidad necesaria para cruzar el Ojo? Y los balandros, que ahora también habían sacado los remos, ¿podrían acortar el espacio que los separaba del Ala de Dragón lo suficiente para asegurar su propia supervivencia? No podía saberlo. La pulsación del tambor medía los minutos; Roran tenía una aguda consciencia de cada instante que pasaba.

Se llevó una sorpresa al ver que un brazo se alzaba sobre el borde de la plataforma y aparecía la cara de Baldor, mirándolo.

-Échame una mano, ¿quieres? Me da la sensación de que estoy a punto de caerme.

Agarrándose con firmeza, Roran ayudó a Baldor a subir a la plataforma. Éste le pasó una galleta y una manzana seca y le dijo:

-He pensado que querrías comer algo.

Roran asintió para darle las gracias, mordisqueó la galleta y volvió a mirar por el catalejo.

Cuando Baldor le preguntó si podía ver el Ojo, Roran le pasó el catalejo y se concentró en la comida.

Durante la siguiente media hora, el disco de espuma aumentó la velocidad de sus revoluciones hasta que empezó a girar como una peonza. El agua que rodeaba la espuma se infló y empezó a alzarse, mientras que la propia espuma desapareció de la vista, tragada hasta el fondo de un gigantesco hoyo cada vez más amplio y profundo. Un ciclón de bruma retorcida se formó encima del vértice, y de la garganta del abismo, negra como el ébano, surgió un aullido torturado como los gritos de un lobo herido.

La velocidad con que se formaba el Ojo del Jabalí abrumó a Roran.

-Será mejor que vayas a decírselo a Uthar -dijo.

Baldor salió de la plataforma.

-Átate al mástil. Si no, podrías caerte.

-Lo haré.

Al atarse, Roran se dejó los brazos libres para estar seguro de que, si era necesario, podría sacar el cuchillo del cinturón y soltarse. Al supervisar la situación, se llenó de ansiedad. El Ala de Dragón estaba a menos de una milla de la mediana del Ojo, los balandros quedaban dos millas atrás y el Ojo iba creciendo hasta alcanzar su plena furia. Aún peor, enturbiado por el remolino, el viento chisporroteaba y rugía, soplando primero en una dirección y luego en otra. Las velas se hinchaban un momento, luego quedaban inertes, después volvían a inflarse mientras el confuso viento daba vueltas en torno al barco.

«A lo mejor Uthar tenía razón -pensó Roran-. A lo mejor he ido demasiado lejos y me he enfrentado a un oponente al que no puedo superar por mera determinación. A lo mejor estoy enviando a los aldeanos a la muerte.» Las fuerzas de la naturaleza eran inmunes a la intimidación.

El centro abierto del Ojo del Jabalí medía ya casi nueve millas y media de diámetro, y nadie podía decir cuántas brazas de profundidad, salvo aquellos que hubieran caído atrapados en él. Los lados del Ojo se curvaban hacia dentro en un ángulo de cuarenta y cinco grados; estaban estriados por surcos superficiales, como arcilla húmeda moldeada en el torno del alfarero. El aullido grave se hizo más sonoro, hasta tal extremo que a Roran le pareció que el mundo entero debía de desmoronarse por la intensidad de aquella vibración. Un arco iris glorioso emergió entre la bruma suspendida sobre aquella sima giratoria.

La corriente circulaba más rápida que nunca, imprimiendo una velocidad de vértigo al Ala de Dragón a medida que giraba por el contorno del remolino, y cada vez parecía menos probable que el barco pudiera librarse al alcanzar el extremo sur del Ojo. La velocidad del Ala de Dragón era tan prodigiosa que se escoró mucho a estribor, dejando a Roran suspendido sobre las agitadas aguas.

Pese a los progresos del Ala de Dragón, los balandros seguían acercándose. Los barcos enemigos navegaban en columna a menos de una milla, moviendo en perfecta sincronizaciónlos remos, y de cada proa brotaban dos aletas de agua a medida que iban surcando el océano.

Roran no pudo sino admirar aquella visión.

Se guardó el catalejo en la camisa; ya no le hacía falta. Los balandros estaban suficientemente cerca para distinguirlos a primera vista, mientras que el remolino cada vez parecía más oscuro por las nubes de vapor blanco que emergían del borde del sumidero. Al precipitarse hacia las profundidades, el vapor formaba una lente espiral sobre el golfo, reproduciendo la forma del propio remolino.

Entonces el Ala de Dragón hizo un bordo a babor, apartándose de la corriente porque Uthar buscaba ya el mar abierto. La quilla surcó las aguas removidas y la velocidad del barco se redujo a la mitad mientras el Ala de Dragón luchaba contra el abrazo mortal del Ojo del Jabalí. Un temblor recorrió el mástil, haciendo entrechocar los dientes a Roran, y la cofa se balanceó en la dirección contraria, provocándole un mareo de vértigo.

El miedo se apoderó de Roran al ver que el barco seguía frenándose. Cortó de un tajo las cuerdas que lo sujetaban y, con un temerario desprecio de su propia seguridad, se agarró a una maroma que tenía por debajo y se deslizó por la jarcia a tal velocidad que en un momento se soltó y no pudo volver a agarrarse hasta varios metros más abajo. Saltó a cubierta, corrió a la escotilla de proa y bajó a la primera bancada de remeros, donde se unió a Baldor y Albriech en un remo de roble.

Sin decir palabra, se pusieron a trabajar al ritmo de su propia respiración desesperada, el alocado batir del tambor, los gritos roncos de Bonden y el rugido del Ojo del Jabalí. Roran sentía la resistencia del potente remolino a cada golpe de remo.

Y sin embargo, sus esfuerzos no lograban evitar que el Ala de Dragón llegara a detenerse virtualmente. «No lo vamos a conseguir», pensó Roran. La espalda y las piernas le ardían de puro agotamiento. Sentía una punzada en los pulmones. Entre un golpe de tambor y el siguiente, oyó que Uthar ordenaba a los marinos de la cubierta que cazaran las velas para sacar el máximo provecho del viento inconstante.

Dos asientos más allá de Roran, Darmmen y Hamund pasaron su remo a Thane y Ridley y luego se tumbaron en medio del pasillo, con temblores en las piernas. Menos de un minuto después, alguien se desmayó al fondo de la galería y fue reemplazado de inmediato por Birgit y otra mujer.

«Si sobrevivimos -pensó Roran-, será sólo porque somos tantos que podemos mantener este ritmo el tiempo que haga falta.»

Le pareció una eternidad el tiempo que pasó remando en la sala oscura y humeante, empujando primero y tirando después, haciendo todo lo posible por ignorar el creciente dolor de su cuerpo. Le dolía el cuello de agacharse debido al techo bajo. La oscura madera del remo estaba manchada de sangre por las zonas en que la piel se había llagado y abierto.

Se quitó la camisa -tirando al suelo el catalejo-, envolvió el remo con la tela y siguió remando.

Al fin Roran no fue capaz de moverse más. Las piernas cedieron, cayó de lado y se deslizó por el pasillo de tan sudado como estaba. Orval ocupó su lugar. Roran se quedó quieto hasta que pudo recuperar la respiración, luego logró ponerse a cuatro patas y avanzó a gachas hasta la escotilla.

Como un borracho enfebrecido, subió a pulso la escalera, meciéndose con los movimientos del barco y desplomándose a menudo contra la pared para descansar. Al salir a cubierta, se tomó un breve momento para apreciar el aire fresco y luego se acercó a tumbos hacia la popa para llegar al timón, aunque sus piernas amenazaban con acalambrarse a cada paso.

-¿Cómo va? -preguntó boqueando a Uthar, que manejaba el timón.

Uthar meneó la cabeza.

Mirando por la borda, Roran escrutó los tres balandros, tal vez a media milla de distancia y algo más al oeste, más cerca del centro del Ojo. En comparación con el Ala de Dragón, parecían inmóviles.

Al principio, mientras Roran miraba, las posiciones de las cuatro naves se mantuvieron iguales. Luego percibió un cambio de velocidad en el Ala de Dragón, como si el barco hubiera pasado un punto crucial y las fuerzas que lo frenaban hubieran disminuido. Se trataba de una diferencia sutil y apenas se traducía en más que unos pocos metros por minuto, pero era suficiente para que la distancia entre el Ala de Dragón y los balandros empezara a aumentar.

A cada golpe de remos, el Ala de Dragón ganaba inercia.

En cambio, los balandros no lograban superar la fuerza terrible del remolino. Sus remos redujeron la velocidad hasta que, uno tras otro, los barcos se deslizaron hacia atrás y fueron tragados por el velo de la bruma, tras la cual los esperaban el muro giratorio de aguas de ébano y las rechinantes rocas del fondo del mar.

«No pueden seguir remando -se dio cuenta Roran-. Sus tripulaciones son cortas y están demasiado cansados.» No pudo evitar una punzada de compasión por el destino de los hombres de los balandros.

En ese preciso instante, una flecha salió disparada del balandro más cercano y estalló con una llamarada verde al tiempo que se dirigía hacia el Ala de Dragón. Para volar hasta tan lejos, la flecha debía estar sostenida por la magia. Se clavó en la vela de mesana y explotó en glóbulos de fuego líquido que se pegaban a cualquier objeto que tocaran. Al cabo de escasos segundos, ardían veinte fuegos pequeños en el palo de mesana, su vela y la cubierta. -¡No podemos apagarlo! -gritó uno de los marinos, con el pánico en la cara. -¡Cortad a hachazos lo que se esté quemando y echadlo por la borda! -rugió Uthar en respuesta.

Roran desenfundó el cuchillo que llevaba en el cinto y se puso a eliminar una buena cantidad de fuegos de color verde de los tablones que quedaban a sus pies. Pasaron varios minutos de mucha tensión hasta que aquellas llamas sobrenaturales desaparecieron y quedó claro que la conflagración no se iba a extender al resto del barco.

Cuando sonó el grito: «¡Todo despejado!», Uthar relajó la mano que aferraba el timón.

-Si eso es lo mejor que puede hacer su mago, yo diría que no hemos de temerlo demasiado.

-Vamos a salir del Ojo, ¿verdad? -preguntó Roran, ansioso por confirmar sus esperanzas.

Uthar alzó los hombros y soltó una rápida sonrisa, orgulloso e incrédulo al mismo tiempo.

-En esta vuelta, todavía no; pero estamos a punto. No haremos ningún progreso para alejarnos de la boca abierta de ese monstruo hasta que la marea empiece a aflojar. Ve a decirle a Bonden que baje un poco el ritmo; no quiero que se desmayen todos los remeros si puedo evitarlo.

Y así fue. Roran se aplicó a los remos en un turno breve y, cuando regresó a cubierta, el remolino empezaba a amainar. El aullido horrendo del vértice se desvanecía bajo el ruido normal del viento; el agua adquiría una textura tranquila y lisa que no daba la menor pista de la violencia que solía cernirse sobre el lugar, y la niebla retorcida que se había agitado antes sobre el abismo se fundía ahora bajo los cálidos rayos del sol, dejando el aire clarocomo el cristal. Del Ojo del Jabalí, tal como comprobó Roran cuando recuperó su catalejo entre los re-meros, no quedaba más que el disco de espuma amarilla que giraba en el agua.

Y en el centro de la espuma pudo apenas distinguir tres mástiles partidos y una vela negra que flotaban dando vueltas y vueltas en un círculo infinito. Pero tal vez fuera su imaginación.

Al menos, eso se dijo a sí mismo.

Elain se acercó a su lado con una mano apoyada en el vientre hinchado. En voz muy baja, le dijo:

-Hemos tenido suerte, Roran; más de lo que era razonable esperar.

-Sí -reconoció Roran.