La puerta de las habitaciones traseras se abrió de golpe y
apareció Tara, seguida por Morn. Los dos fulminaron con una hosca
mirada a Roran. Tara plantó los gruesos puños en las caderas y
preguntó: -¿A qué has venido?
Roran fijó en ella la mirada mientras intentaba determinar el
origen de su animadversión. -¿Habéis decidido si me vais a
acompañar a las Vertebradas?
-No es de tu incumbencia -contestó Tara con
brusquedad.
«Vaya si lo es», pensó Roran, pero se contuvo y dijo: -Sea
cual sea vuestra intención, si decidierais venir, Elain quisiera
saber si os queda espacio en las bolsas para unas cuantas cosas o
si, al contrario, necesitáis también más espacio. Tiene… -¡Espacio
de sobra! -estalló Morn. Señaló la pared trasera de la barra,
tapada por toneles de roble-. Tengo, empacados en paja, doce
barriles de la más clara cerveza de invierno que se han conservado
a la temperatura perfecta durante los últimos cinco meses. ¡Son los
últimos que preparó Quimby! ¿Qué se supone que debo hacer con
ellos? ¿Y con mis propias cubas de cerveza clara y negra? Si los
dejo, los soldados se la tragarán en una semana o agujerearán los
barriles y la derramarán por el suelo, donde las únicas criaturas
que podrán disfrutarla serán las larvas y los gusanos. ¡Oh! -Morn
se sentó y se retorció las manos al tiempo que meneaba la cabeza-.
¡Doce años de trabajo! Desde que murió mi padre, llevé la taberna
igual que él, día sí y día también. Y entonces Eragon y tú
tuvisteis que crear este problema. Es…
Se detuvo, respirando con dificultad, y se secó la cara
machacada con el borde de la manga.
-Bueno, bueno, venga -dijo Tara. Le pasó un brazo por encima
a Morn y señaló a Roran con un dedo acusatorio-. ¿Quién te dio
permiso para agitar Carvahall con tus palabras caprichosas? Si nos
vamos, ¿cómo se va a ganar la vida mi marido? No puede llevarse
consigo su negocio, como Horst o Gedric. No puede instalarse en una
granja vacía y sus campos abandonados, como tú. ¡Imposible! Se irá
todo el mundo y nosotros nos moriremos de hambre. Y si nos vamos,
también nos moriremos de hambre. ¡Nos has
arruinado!
Roran pasó la mirada del rostro enrojecido y furioso de Tara
al de Morn, consternado, y luego se dio la vuelta y abrió la
puerta. Se detuvo en el umbral y dijo en voz baja:
-Siempre os he contado entre mis amigos. No puedo permitir
que el Imperio os mate.
Salió, se estiró bien el chaleco y se alejó de la taberna sin
dejar de rumiar.
Se detuvo a beber en el pozo de Fisk, y Birgit se unió a él.
Vio cómo se esforzaba por dar vueltas a la manivela con una sola
mano, se ocupó de ella, subió el cubo de agua y se lo pasó sin
beber. Roran bebió un trago del fresco líquido y
dijo:
-Me alegro de que vengas.
Le devolvió el cubo. Birgit lo miró.
-Reconozco la fuerza que te empuja, Roran, porque es la misma
que me mueve a mí: los dos queremos encontrar a los ra'zac. Sin
embargo, cuando al fin los encontremos, me compensarás por la
muerte de Quimby. No lo olvides.
Soltó el cubo lleno dentro del pozo y lo dejó caer sin
control, mientras la manivela giraba enloquecida. Un segundo
después, el eco de un chapuzón ahogado resonó en el
pozo.
Roran sonrió mientras la veía alejarse. Más que molestarle,
aquella declaración le complacía: sabía que, incluso si todos los
demás habitantes de Carvahall abandonaban la causa o morían, Birgit
seguiría ayudándole a perseguir a los ra'zac. Sin embargo, más
adelante -si es que todavía quedaba un más adelante- tendría que
pagar su deuda con ella o matarla. Era la única manera de resolver
esa clase de asuntos.
Al atardecer, Horst y sus hijos habían vuelto a la casa con
dos pequeños fardos envueltos en hule. -¿Eso es todo? -preguntó
Elain.
Horst asintió de manera cortante, soltó los fardos sobre la
mesa de la cocina y los deshizo para exponer cuatro martillos, tres
tenazas, un torno, un fuelle de tamaño mediano y un yunque de casi
dos kilos.
Cuando se sentaron los cinco a cenar, Albriech y Baldor
hablaron de la gente a quien habían visto hacer preparativos de
manera encubierta. Roran escuchó atentamente con la intención de
seguir la pista de quién había prestado sus asnos a quién, quién no
daba muestras de estar a punto de partir y quién podía necesitar
ayuda para la partida.
-El mayor problema -dijo Baldor- es la comida. Sólo podemos
cargar una cierta cantidad, y en las Vertebradas será difícil cazar
tanto como para alimentar a doscientas o trescientas
personas.
-Mmm. -Horst meneó un dedo, con la boca llena de judías, y al
fin tragó-. No, cazar no servirá. Nos tenemos que llevar los
rebaños. Entre todos, tenemos corderos y cabras para alimentar a
toda la gente durante un mes, o más.
Roran alzó el cuchillo.
-Lobos.
-A mí me preocupa más evitar que los animales se metan en el
bosque -replicó Horst-.
Pastorearlos dará mucho trabajo.
Roran se pasó el día siguiente ayudando a cuantos pudo, habló
poco y por lo general dejó que la gente lo viera trabajar por el
bien del pueblo. A última hora de la noche se desplomó en la cama,
exhausto pero esperanzado.
La llegada del amanecer desgarró sus sueños y lo despertó con
una sensación de expectación excepcional. Se levantó, bajó las
escaleras de puntillas, salió de la casa y se quedó mirando las
montañas entre la bruma, absorbidas por el silencio de la mañana.
Su aliento generaba una nube blanca en el aire, pero se sentía
caliente porque su corazón latía con fuerza, empujado por el miedo
y la ansiedad.
Tras un ligero desayuno, Horst llevó los caballos a la parte
delantera de la casa, donde Roran ayudó a Albriech y Baldor a
cargarlos con las alforjas y algunos fardos llenos de provisiones.
Luego tomó su propia bolsa y rechistó con fuerza cuando la correa
de piel se clavó en su herida.
Horst cerró la puerta de la casa. Se quedó un momento quieto
con los dedos en el picaporte de hierro y luego tomó la mano de
Elain y dijo:
-Vayámonos.
Mientras recorrían Carvahall, Roran vio familias sombrías
reunidas en torno a sus casas con sus posesiones amontonadas y sus
quejosos ganados. Vio corderos y perros con bolsasatadas a los
lomos, críos llorosos montados en asnos y trineos improvisados
atados a los caballos con cajones llenos de pollos agitados a ambos
lados. Vio los frutos de su éxito y no supo si reír o
llorar.
Se detuvieron en el extremo norte de Carvahall y esperaron
para ver quién se unía a ellos.
Al cabo de un minuto se acercó desde un lado Birgit,
acompañada por Nolfavrell y los gemelos, más jóvenes. Birgit saludó
a Horst y Elain y se quedó a su lado.
Ridley y su familia llegaron al otro lado de la muralla de
árboles, desde la zona este del valle de Palancar, seguidos por más
de un centenar de corderos.
-Me pareció que era mejor mantenerlos fuera de Carvahall
-gritó Ridley por encima de los animales. -¡Bien pensado!
-respondió Horst.
Luego llegaron Delwin, Lenna y sus cinco hijos; Orval y su
familia; Loring con sus hijos;
Calitha y Thane, que dirigió a Roran una gran sonrisa, y
luego el clan de Kiselt. Las mujeres que acababan de enviudar, como
Nolla, se apiñaron en torno a Birgit. Antes de que el sol iluminara
los picos de las montañas, casi todo el pueblo se había reunido
junto al muro. Pero no todos.
Morn, Tara y otros todavía tenían que aparecer, y cuando
llegó Ivor, lo hizo sin ninguna provisión.
-Os quedáis -observó Roran.
Rodeó un grupo de cabras malhumoradas que Gertrude trataba de
refrenar.
-Sí -respondió Ivor, arrastrando la palabra en un débil
asentimiento. Se estremeció, cruzó los huesudos brazos para
calentarse, se encaró al sol saliente y alzó la cabeza como si
quisiera atrapar los rayos transparentes-. Svart se ha negado a
irse. ¡Ah! Para empezar, intentar convencerlo para que entrase en
las Vertebradas era como luchar contra mí mismo. Alguien tiene que
cuidar de él, y como yo no tengo hijos… -Se encogió de hombros-. De
todas formas, no sería capaz de renunciar a mi granja. -¿Qué haréis
cuando lleguen los soldados?
-Ofrecerles una batalla que no olvidarán
jamás.
Roran se rió con la voz quebrada y dio una palmada a Ivor en
el brazo, esforzándose por ignorar el silenciado destino que ambos
sabían esperaba a quienes se quedaran. Ethlbert, un hombre delgado
de mediana edad, se acercó al borde de la congregación y gritó:
-¡Sois todos idiotas! -Con un murmullo de mal presagio la gente se
dio la vuelta para mirar al acusador-. He guardado silencio en
medio de esta locura, pero no pienso seguir a un loco charlatán. Si
no os hubieran cegado sus palabras, veríais que os lleva a la
destrucción.
Bueno, pues yo no voy. Me arriesgaré a colarme entre los
soldados y encontrar refugio en Therinsford. Al menos son de los
nuestros, no como los bárbaros que os esperan en
Surda.
Escupió en el suelo, se dio la vuelta y se alejó a grandes
zancadas.
Temeroso de que Ethlbert pudiera convencer a otros para que
lo abandonaran, Roran estudió a la muchedumbre y se tranquilizó al
no ver más que un murmullo inquieto. Aun así, no quería
entretenerse y darles la oportunidad de cambiar de opinión. En voz
baja, preguntó a Horst: -¿Cuánto hemos de esperar?
-Albriech, tú y Baldor íd corriendo tan rápido como podáis y
comprobad si viene alguien más. Si no, nos vamos.
Los dos hermanos salieron disparados en direcciones
contrarias.
Media hora después regresó Baldor con Fisk, Isold y su
caballo prestado. Isold se apartó de su marido y se acercó
corriendo a Horst, espantando con las manos a cualquiera que se
interpusiera en su camino y sin darse cuenta de que casi todo el
cabello se había zafado de la encerrona del moño y asomaba en
extraños penachos. Se detuvo y resolló en busca de
aire:
-Lamento que lleguemos tan tarde, pero a Fisk le ha costado
cerrar la tienda. No podía escoger qué cepillos o escoplos traerse.
-Se rió en un tono agudo, casi histérico-. Era como ver a un gato
rodeado de ratones y tratando de decidir a cuál iba a dar caza.
Primero éste, luego el otro…
Una sonrisa irónica abrió los labios de
Horst.
-Lo entiendo perfectamente.
Roran se puso de puntillas para atisbar a Albriech, pero no
lo consiguió. Apretó los dientes. -¿Dónde está?
Horst le tocó el hombro.
-Por ahí, creo.
Albriech avanzaba entre las casas con tres toneles de cerveza
atados a la espalda, y su rostro ofendido resultaba tan cómico que
Baldor y otros se echaron a reír. A ambos lados de Albriech
caminaban Morn y Tara, tambaleándose bajo el peso de sus enormes
morrales, igual que el asno y las dos cabras que arrastraban tras
ellos. Para asombro de Roran, los animales cargaban con más
toneles.
-No durarán ni un kilómetro -dijo Roran, molesto por la
estupidez de la pareja-. Y no traen nada de comida. ¿Esperan que
les demos de comer o…?
Horst lo cortó con una risilla.
-Yo no me preocuparía por la comida. La cerveza de Morn irá
bien para los ánimos, y eso vale más que unas cuantas comidas. Ya
lo verás.
En cuanto Albriech se liberó de los toneles, Roran les
preguntó a él y a su hermano: -¿Ya estamos todos? -Ante su
respuesta afirmativa, Roran maldijo y se golpeó el muslo con un
puño cerrado. Aparte de Ivor, otras tres familias estaban decididas
a quedarse en el valle de Palancar: la de Ethlbert, la de Parr y la
de Knute. «No puedo obligarlos a venir.»
Suspiró-. Vale. No tiene sentido seguir
esperando.
La excitación recorrió a los aldeanos; al fin había llegado
el momento. Horst y otros cinco hombres abrieron un hueco en el
muro de árboles y tumbaron unas planchas sobre la trinchera para
que la gente y los animales pudieran caminar por
encima.
Horst hizo un gesto:
-Creo que debes pasar tú primero, Roran. -¡Esperad! -Fisk se
adelantó corriendo y, con evidente orgullo, entregó a Roran una
vara ennegrecida de espino de dos metros que tenía en un extremo un
nudo de raíces pulidas, y una contera de hierro azulado que se
estrechaba para formar una punta de lanza en la
base-.
La hice anoche -dijo el carpintero-. Me pareció que a lo
mejor te haría falta.
Roran pasó la mano izquierda por la madera, maravillado por
su suavidad.
-No te podía haber pedido nada mejor. Tienes la destreza de
un maestro… Gracias.
Fisk sonrió y se apartó.
Consciente de que toda la multitud lo contemplaba, Roran se
puso frente a las montañas y las cataratas de Igualda. El hombro
palpitaba bajo la cinta de cuero. Tras él quedaban los huesos de su
padre y todo lo que había conocido en vida. Ante él, los picos
recortados sealzaban contra el pálido cielo y se interponían en su
camino y su voluntad. Pero no podrían con él. Y no pensaba mirar
atrás.
«Katrina.»
Roran alzó la barbilla y echó a andar. La vara golpeó las
duras tablas mientras cruzaba la trinchera y salía de Carvahall,
llevando a los aldeanos hacia la naturaleza salvaje.