-Bueno, cuéntame, ¿es cierto que los humanos tenéis diez
dedos en los pies, como dicen por ahí? La verdad es que nunca he
salido de nuestras fronteras. -¡Claro que tenemos diez dedos!
-contestó Eragon. Se ladeó sobre la silla de Nieve de Fuego,
levantó el pie derecho, se quitó la bota y los calcetines y meneó
los dedos ante la asombrada mirada de Shrrgnien-. ¿Vosotros
no?
Shrrgnien negó con la cabeza.
-No, nosotros tenemos siete en cada pie. Cinco son pocos y
seis es mal número…, pero siete es perfecto.
Miró de nuevo el pie de Eragon y luego espoleó el asno y se
puso a hablar animadamente con Ama y Hedin, quienes terminaron por
darle unas cuantas monedas de plata.
Creo -dijo Eragon- que acabo de ser motivo de una
apuesta.
Por alguna razón, a Saphira le pareció inmensamente
divertido.
A medida que avanzaba el crepúsculo y ascendía la luna llena,
el río Edda se fue acercando al borde de Du Weldenvarden.
Cabalgaban por un estrecho sendero entre cornejos y rosales
florecidos, que llenaban el aire del atardecer con el cálido aroma
de sus flores.
Un presagio de ansiedad invadió a Eragon al mirar hacia el
interior del bosque oscuro y saber que ya habían entrado en el
dominio de los elfos y estaban cerca de Ceris. Se inclinó hacia
delante a lomos de Nieve de Fuego y sostuvo las riendas con fuerza.
Saphira estaba tan excitada como él; volaba por las alturas,
agitando la cola con impaciencia.
Eragon se sintió como si hubieran entrado en un
sueño.
No parece real -dijo.
Sí. Aquí las antiguas leyendas siguen asentadas en la
tierra.
Al fin llegaron a un pequeño prado abierto entre el río y el
bosque.
-Paremos aquí -dijo Arya en voz baja. Se adelantó y se quedó
sola en medio de la lustrosa hierba, y luego gritó en el idioma
antiguo-: ¡Salid, hermanos! No tenéis nada que temer. Soy Arya, de
Ellesméra. Mis compañeros son amigos y aliados; no pretenden
haceros ningún daño.
Añadió también otras palabras que Eragon no
conocía.
Durante unos cuantos minutos, sólo se oyó el río que
discurría tras ellos, hasta que entre las hojas salió una voz
élfica, tan rápida y breve que a Eragon se le escapó el
significado.
Arya respondió:
-Sí.
Con un susurro, dos elfos se plantaron al borde del bosque y
otros dos corrieron con ligereza por las ramas de un roble
retorcido. Los que iban por tierra llevaban largas lanzas de filos
blancos, mientras que los otros iban armados con arcos. Todos
llevaban túnicas del color del musgo y de corteza, bajo capas
volantes atadas en los hombros con broches de
marfil.
Uno tenía el cabello tan negro como Arya. Los otros tres,
melenas de luz estrellada.
Los elfos saltaron de los árboles y abrazaron a Arya, riendo
con voces claras y puras. Se estrecharon las manos y bailaron en
círculo como niños, cantando felices mientras rodaban por la
hierba.
Eragon los miraba asombrado. Arya nunca le había dado razones
para sospechar que a los elfos les gustara reír, ni siquiera que
pudieran hacerlo. Era un sonido formidable, como de flautas y arpas
temblando de placer por su propia música. Deseó no dejar de oírlo
nunca.
Entonces Saphira bajó hacia el río y se instaló junto a
Eragon. Al ver que se acercaba, los elfos gritaron asustados y la
apuntaron con sus armas. Arya habló deprisa en tono tranquilizador,
señalando primero a Saphira y luego a Eragon. Cuando se detuvo para
tomar aliento, Eragon se quitó el guante que llevaba en la mano
derecha, agitó la mano para que la luz de la luna iluminara el
gedwéy ignasia y, tal como había hecho con Arya tanto tiempo atrás,
dijo:
-Eka fricai un Shur'tugal. -Soy un Jinete y un amigo. Recordó
la lección del día anterior y se tocó los labios antes de añadir-:
Atra esterní ono thelduin.
Los elfos bajaron las armas y la alegría irradió sus rostros
angulosos. Se llevaron los índices a los labios e hicieron una
reverencia dedicada a Eragon y Saphira, al tiempo que murmuraban su
respuesta en el lenguaje antiguo.
Luego se levantaron, señalaron a los enanos y se rieron como
si alguien hubiera hecho una broma. Volvieron a meterse en el
bosque y desde allí los llamaron por gestos: -¡Venid!
¡Venid!
Eragon siguió a Arya con Saphira y los enanos, que gruñían
entre ellos. Al pasar entre los árboles, el dosel de sus ramas los
sumió en una oscuridad aterciopelada, salvo por leves fragmentos de
luz de luna que refulgían por los huecos que dejaban las hojas al
superponerse. Eragon oía los susurros y las risas de los elfos por
todas partes, aunque no alcanzaba a verlos. De vez en cuando, daban
alguna dirección cuando él o los enanos se
desviaban.
Más adelante, un fuego brilló entre los árboles, creando
sombras que correteaban como espíritus sobre la hojarasca del
suelo. Al entrar en el radio de luz, Eragon vio tres pequeñas
cabañas apiñadas en torno a la base de un gran roble. En lo alto
del árbol había una plataforma techada, desde la cual un vigilante
podía observar el río y el bosque. Habían atado una pértiga entre
dos cabañas; de ella pendían ovillos de plantas que se
secaban.
Los cuatro elfos desaparecieron dentro de las cabañas,
volvieron a salir con los brazos cargados de frutas y verduras -y
nada de carne- y empezaron a preparar una comida para sus
invitados. Canturreaban mientras trabajaban y pasaban de una tonada
a la siguiente según les venía en gana. Cuando Orik les preguntó
cómo se llamaban, el elfo de cabello oscuro se señaló a sí mismo y
dijo:
-Yo soy Lifaen, de la casa de Rílvenar. Y mis compañeros,
Edurna, Celdin y Narí.
Eragon se sentó al lado de Saphira, contento de poder
descansar y mirar a los elfos.
Aunque eran todos machos, sus rostros se parecían al de Arya,
con labios delicados, narices finas y ojos largos y rasgados que
brillaban bajo las cejas. El resto de sus cuerpos también era
parecido, con la espalda estrecha y los brazos y las piernas
esbeltos. Eran todos más finos y nobles que cualquier humano que
hubiera visto Eragon, aunque de un modo exótico y
extraño.
«¿A quién se le hubiera ocurrido que yo acabaría visitando el
hogar de los elfos?», se preguntó Eragon. Sonrió y se apoyó en la
esquina de una cabaña, mareado por el calor de la fogata. Por
encima de él, los bailarines ojos azules de Saphira seguían a los
elfos con firme concentración.
Esta raza tiene más magia -dijo al fin- que los humanos o los
enanos. No se sienten como si procedieran de la tierra o de la
piedra, sino más bien de otro reino, sólo a medias presente en la
tierra, como reflejos entrevistos a través del
agua.
Desde luego, son elegantes -dijo Eragon.
Los elfos se movían como bailarines, todos sus gestos eran
suaves y ágiles.
Brom le había contado a Eragon que era maleducado hablar
mentalmente con el dragón de un Jinete sin su permiso; los elfos,
siguiendo esa costumbre, dirigieron sus comentarios a Saphira en
voz alta, y ella les contestaba del mismo modo. Saphira solía
evitar el contacto con los pensamientos de humanos y enanos y usaba
a Eragon para transmitir sus palabras, pues eran pocos los miembros
de esas razas que tenían la formación suficiente para preservar sus
mentes si deseaban intimidad. También parecía una imposición usar
un contacto tan íntimo para intercambios casuales. Los elfos, en
cambio, no tenían esa clase de inhibiciones: abrían sus mentes a
Saphira y disfrutaban de su presencia.
Por fin la comida estuvo lista y servida en platos que
parecían de huesos densos, aunque las flores y los sarmientos que
decoraban el borde tenían textura de madera. A Eragon le dieron
también una jarra de vino de grosella -hecha del mismo material
extraño- con un dragón esculpido en torno al pie.
Mientras comían, Lifaen sacó un juego de flautas de caña y se
puso a tocar una melodía fluida, pasando los dedos por los diversos
agujeros. Al poco, el elfo más alto entre los que tenían el cabello
plateado, Narí, alzó la voz para cantar: ¡Oh!
Termina el día; brillan las estrellas;
Las hojas están quietas; la luna está
blanca.
Ríete de la aflicción y del enemigo;
El vástago de Menoa está a salvo esta noche.
Perdimos en la lucha un niño del bosque: ¡La hija nemorosa,
prendida por la vida!
Libre del miedo y de la llama,
Arrancó a un Jinete de las sombras.
De nuevo abren sus alas los dragones,
Y nosotros vengamos su sufrimiento.
Tan fuerte la espada como el brazo, ¡Ha llegado la hora de
que matemos al rey! ¡Oh!
El viento es suave; el río es profundo;
Altos son los árboles; duermen los pájaros.
Ríete de la aflicción y del enemigo. ¡Llegó la hora de que
estalle la alegría!
Cuando terminó Narí, Eragon soltó el aire estancado en los
pulmones. Nunca había oído una voz así: parecía como si el elfo
hubiera revelado su esencia, su propia alma.
-Qué bonito, Narí-vodhr.
-Una composición improvisada, Argetlam -objetó Narí-.
Gracias, de todos modos.
Thorv gruñó.
-Muy bonito, maestro elfo. De todos modos, hemos de atender
algunos asuntos más serios que estros versos. ¿Vamos a seguir
acompañando a Eragon? -¡No! -dijo Arya enseguida, llamando la
atención de los demás elfos-. Podéis volver a casa mañana. Nos
aseguraremos de que Eragon llegue a Ellesméra.
Thorv inclinó la cabeza.
-Entonces, nuestra tarea se ha terminado.
Tumbado en el lecho que le habían preparado los elfos, Eragon
aguzó el oído para captar el discurso de Arya, que procedía de una
de las cabañas. Aunque usaba muchas palabras extrañas del lenguaje
antiguo, Eragon dedujo que estaba explicando a los anfitriones cómo
había perdido el huevo de Saphira y todo lo que aconteció desde
entonces. Cuando terminó de hablar, siguió un largo silencio, y
luego un elfo dijo:
-Qué bueno que hayas vuelto, Arya Dróttningu. Islanzadí quedó
amargamente herida cuando te capturaron y robaron el huevo… ¡nada
menos que los úrgalos! Su corazón quedó, y sigue,
marcado.
-Calla, Edurna… Calla -chistó otro-. Los Dvergar son
pequeños, pero tienen oídos agudos y estoy seguro de que informarán
a Hrothgar.
Luego bajaron la voz y Eragon ya no alcanzó a distinguir nada
entre su murmullo de voces mezcladas con el susurro de las hojas y
fue abandonando la vigilia con un sueño en el que se repetía
interminablemente la canción del elfo.
El aroma de las flores era denso cuando Eragon se despertó y
contempló el Du Weldenvarden invadido por el sol. Por encima de él
se arqueaba una veteada panoplia de hojas agitadas, sostenidas por
gruesos troncos que se enterraban en el suelo, seco y desnudo. Sólo
el musgo, los líquenes y unos pocos arbustos sobrevivían en aquella
sombra verde que todo lo invadía. La escasez de maleza permitía la
visión en grandes distancias entre los pilares nudosos, así como
caminar libremente bajo el techo moteado.
Rodó para ponerse en pie y se encontró con Thorv y sus
guardias, ya listos para partir. El asno de Orik estaba atado tras
el mulo de Ekksvar. Eragon se acercó a Thorv y le
dijo:
-Gracias, gracias a todos vosotros por protegernos a mí y a
Saphira. Por favor, transmite nuestro agradecimiento a
Undin.
Thorv se llevó un puño al corazón:
-Transmitiré tus palabras. -Titubeó y echó una mirada a las
cabañas-. Los elfos son una raza extraña, llena de luces y sombras.
Por la mañana, beben contigo; por la noche, te apuñalan. Manten la
espalda pegada a la pared, Asesino de Sombras. Son muy
caprichosos.
-Lo recordaré.
-Mmm. -Thorv gesticuló, señalando el río-. Piensan subir por
el lago Eldor con botes. ¿Qué vas a hacer con tu caballo? Podríamos
llevárnoslo a Tarnag, y luego desde allí a Tronjheim. -¡Botes!
-exclamó Eragon decepcionado. Siempre había planeado entrar en
Ellesméra con Nieve de Fuego. Resultaba práctico tener un caballo
si Saphira se alejaba, o en lugares demasiado estrechos para el
tamaño del dragón. Pasó un dedo por los pelillos sueltos de su
mandíbula-. Es una amable propuesta. ¿Te asegurarás de que cuiden
bien a Nieve de Fuego?
No soportaría que le pasara nada.
-Por mi honor -prometió Thorv-, cuando vuelvas, lo
encontrarás gordo y lustroso.
Eragon fue a por Nieve de Fuego y puso el semental, su silla
y sus útiles de limpieza en manos de Thorv. Se despidió de todos
los guerreros, y luego él, Saphira y Orik vieron cabalgar a los
enanos, de vuelta por el mismo sendero que los había llevado hasta
allí.
Eragon y el resto de la partida regresaron a las cabañas y
siguieron a los elfos hasta un matorral a orillas del Edda. Allí,
amarradas a ambos lados de una roca, había dos canoas blancas con
parras talladas en los costados.
Eragon montó en la más cercana y dejó su bolsa junto a sus
pies. Le asombraba la ligereza de la nave; podría haberla levantado
con una sola mano. Aún más sorprendente, parecía que los cascos
estuvieran hechos de paneles de corteza de abedul unidos sin
ninguna clase de fisura. Impelido por la curiosidad, tocó un
costado de la canoa. La corteza era dura y rígida, como un
pergamino tensado, y fría por el contacto con el agua. Golpeó con
los nudillos. La corteza fibrosa emitió una sorda reverberación de
tambor. -¿Hacéis así todos vuestros botes?
-preguntó.
-Todos, menos los más largos -contestó Narí, al tiempo que se
sentaba en la proa de la embarcación de Eragon-. Para ésos, damos
forma con nuestros cantos a los mejores cedros y
robles.
Antes de que Eragon pudiera preguntarle qué quería decir,
Orik montó en su canoa, mientras Arya y Lifaen tomaban la segunda.
Arya se volvió hacia Edurna y Celdin -que se habían quedado en la
orilla- y les dijo:
-Mantened la guardia para que nadie pueda seguirnos y no
habléis con nadie de nuestra presencia. La reina ha de ser la
primera en conocerla. Os enviaré refuerzos en cuanto lleguemos a
Sílthrim.
-Arya Dróttningu.
-Que las estrellas cuiden de vosotros
-respondió.
Narí y Lifaen se inclinaron hacia delante, sacaron unas
pértigas de tres metros del fondo de los botes y empezaron a
impulsar las canoas contra la corriente. Saphira se metió en el
agua tras ellas y se abrió paso con las zarpas junto a la orilla
hasta que llegó a su altura.
Cuando Eragon la miró, Saphira le guiñó un ojo con indolencia
y luego se sumergió, provocando que el río cubriera con una ola el
pico de su lomo. Los elfos se echaron a reír y pronunciaron muchos
cumplidos sobre su envergadura y su fuerza.
Al cabo de una hora llegaron al lago Eldor, agitado por
pequeñas olas picudas. Los pájaros y las moscas revoloteaban en
enjambres junto al muro de árboles que bordeaba la orilla
occidental, mientras que la occidental se extendía hacia las
llanuras. Por ese lado vagaban cientos de ciervos.
Cuando hubieron superado la corriente del río, Narí y Lifaen
guardaron las pértigas y repartieron remos cuyas palas tenían forma
de hoja. Orik y Arya ya sabían dirigir una canoa, pero Narí tuvo
que explicarle el proceso a Eragon:
-Giramos hacia el lado en que remes tú -le dijo el elfo-. Así
que si yo remo a la derecha y Orik a la izquierda, tú tienes que
remar primero por un lado y luego por el otro, pues de lo contrario
perderíamos el rumbo.
A la luz del sol, el cabello de Narí brillaba como si
estuviera hecho de fino alambre y cada mechón trazara una línea de
fuego.
Eragon dominó pronto la práctica, y a medida que el
movimiento se volvió mecánico, su mente quedó libre para la
ensoñación. Así, avanzó flotando en el frío lago, perdido en los
mundos fantásticos que se escondían tras sus ojos. Cuando paró para
descansar los brazos,sacó una vez más del cinto el juego del anillo
de Orik y trató de colocar las obstinadas cintas de oro del modo
correcto.
Narí vio lo que estaba haciendo. -¿Puedo ver ese
anillo?
Eragon se lo pasó al elfo, que luego se dio la vuelta.
Durante un breve rato, Eragon y Orik maniobraron la canoa mientras
Narí toqueteaba las cintas entrelazadas. Luego, con una exclamación
de felicidad, Narí alzó una mano y el anillo bien armado brilló en
su dedo corazón.
-Un jueguecito delicioso -dijo Narí.
Se lo quitó y lo agitó de tal modo que, al devolvérselo a
Eragon, había recuperado su forma original. -¿Cómo lo has resuelto?
-preguntó Eragon, desanimado por la envidia de que Narí hubiera
podido dominarlo tan fácilmente-. Espera… No me lo digas. Quiero
descubrirlo yo solo.
-Claro, claro -dijo Narí, con una sonrisa.