A la mañana del cuarto día, Eragon cabalgaba junto a Shrrgnien, y el enano le dijo:


-Bueno, cuéntame, ¿es cierto que los humanos tenéis diez dedos en los pies, como dicen por ahí? La verdad es que nunca he salido de nuestras fronteras. -¡Claro que tenemos diez dedos! -contestó Eragon. Se ladeó sobre la silla de Nieve de Fuego, levantó el pie derecho, se quitó la bota y los calcetines y meneó los dedos ante la asombrada mirada de Shrrgnien-. ¿Vosotros no?

Shrrgnien negó con la cabeza.

-No, nosotros tenemos siete en cada pie. Cinco son pocos y seis es mal número…, pero siete es perfecto.

Miró de nuevo el pie de Eragon y luego espoleó el asno y se puso a hablar animadamente con Ama y Hedin, quienes terminaron por darle unas cuantas monedas de plata.

Creo -dijo Eragon- que acabo de ser motivo de una apuesta.

Por alguna razón, a Saphira le pareció inmensamente divertido.

A medida que avanzaba el crepúsculo y ascendía la luna llena, el río Edda se fue acercando al borde de Du Weldenvarden. Cabalgaban por un estrecho sendero entre cornejos y rosales florecidos, que llenaban el aire del atardecer con el cálido aroma de sus flores.

Un presagio de ansiedad invadió a Eragon al mirar hacia el interior del bosque oscuro y saber que ya habían entrado en el dominio de los elfos y estaban cerca de Ceris. Se inclinó hacia delante a lomos de Nieve de Fuego y sostuvo las riendas con fuerza. Saphira estaba tan excitada como él; volaba por las alturas, agitando la cola con impaciencia.

Eragon se sintió como si hubieran entrado en un sueño.

No parece real -dijo.

Sí. Aquí las antiguas leyendas siguen asentadas en la tierra.

Al fin llegaron a un pequeño prado abierto entre el río y el bosque.

-Paremos aquí -dijo Arya en voz baja. Se adelantó y se quedó sola en medio de la lustrosa hierba, y luego gritó en el idioma antiguo-: ¡Salid, hermanos! No tenéis nada que temer. Soy Arya, de Ellesméra. Mis compañeros son amigos y aliados; no pretenden haceros ningún daño.

Añadió también otras palabras que Eragon no conocía.

Durante unos cuantos minutos, sólo se oyó el río que discurría tras ellos, hasta que entre las hojas salió una voz élfica, tan rápida y breve que a Eragon se le escapó el significado.

Arya respondió:

-Sí.

Con un susurro, dos elfos se plantaron al borde del bosque y otros dos corrieron con ligereza por las ramas de un roble retorcido. Los que iban por tierra llevaban largas lanzas de filos blancos, mientras que los otros iban armados con arcos. Todos llevaban túnicas del color del musgo y de corteza, bajo capas volantes atadas en los hombros con broches de marfil.

Uno tenía el cabello tan negro como Arya. Los otros tres, melenas de luz estrellada.

Los elfos saltaron de los árboles y abrazaron a Arya, riendo con voces claras y puras. Se estrecharon las manos y bailaron en círculo como niños, cantando felices mientras rodaban por la hierba.

Eragon los miraba asombrado. Arya nunca le había dado razones para sospechar que a los elfos les gustara reír, ni siquiera que pudieran hacerlo. Era un sonido formidable, como de flautas y arpas temblando de placer por su propia música. Deseó no dejar de oírlo nunca.

Entonces Saphira bajó hacia el río y se instaló junto a Eragon. Al ver que se acercaba, los elfos gritaron asustados y la apuntaron con sus armas. Arya habló deprisa en tono tranquilizador, señalando primero a Saphira y luego a Eragon. Cuando se detuvo para tomar aliento, Eragon se quitó el guante que llevaba en la mano derecha, agitó la mano para que la luz de la luna iluminara el gedwéy ignasia y, tal como había hecho con Arya tanto tiempo atrás, dijo:

-Eka fricai un Shur'tugal. -Soy un Jinete y un amigo. Recordó la lección del día anterior y se tocó los labios antes de añadir-: Atra esterní ono thelduin.

Los elfos bajaron las armas y la alegría irradió sus rostros angulosos. Se llevaron los índices a los labios e hicieron una reverencia dedicada a Eragon y Saphira, al tiempo que murmuraban su respuesta en el lenguaje antiguo.

Luego se levantaron, señalaron a los enanos y se rieron como si alguien hubiera hecho una broma. Volvieron a meterse en el bosque y desde allí los llamaron por gestos: -¡Venid! ¡Venid!

Eragon siguió a Arya con Saphira y los enanos, que gruñían entre ellos. Al pasar entre los árboles, el dosel de sus ramas los sumió en una oscuridad aterciopelada, salvo por leves fragmentos de luz de luna que refulgían por los huecos que dejaban las hojas al superponerse. Eragon oía los susurros y las risas de los elfos por todas partes, aunque no alcanzaba a verlos. De vez en cuando, daban alguna dirección cuando él o los enanos se desviaban.

Más adelante, un fuego brilló entre los árboles, creando sombras que correteaban como espíritus sobre la hojarasca del suelo. Al entrar en el radio de luz, Eragon vio tres pequeñas cabañas apiñadas en torno a la base de un gran roble. En lo alto del árbol había una plataforma techada, desde la cual un vigilante podía observar el río y el bosque. Habían atado una pértiga entre dos cabañas; de ella pendían ovillos de plantas que se secaban.

Los cuatro elfos desaparecieron dentro de las cabañas, volvieron a salir con los brazos cargados de frutas y verduras -y nada de carne- y empezaron a preparar una comida para sus invitados. Canturreaban mientras trabajaban y pasaban de una tonada a la siguiente según les venía en gana. Cuando Orik les preguntó cómo se llamaban, el elfo de cabello oscuro se señaló a sí mismo y dijo:

-Yo soy Lifaen, de la casa de Rílvenar. Y mis compañeros, Edurna, Celdin y Narí.

Eragon se sentó al lado de Saphira, contento de poder descansar y mirar a los elfos.

Aunque eran todos machos, sus rostros se parecían al de Arya, con labios delicados, narices finas y ojos largos y rasgados que brillaban bajo las cejas. El resto de sus cuerpos también era parecido, con la espalda estrecha y los brazos y las piernas esbeltos. Eran todos más finos y nobles que cualquier humano que hubiera visto Eragon, aunque de un modo exótico y extraño.

«¿A quién se le hubiera ocurrido que yo acabaría visitando el hogar de los elfos?», se preguntó Eragon. Sonrió y se apoyó en la esquina de una cabaña, mareado por el calor de la fogata. Por encima de él, los bailarines ojos azules de Saphira seguían a los elfos con firme concentración.

Esta raza tiene más magia -dijo al fin- que los humanos o los enanos. No se sienten como si procedieran de la tierra o de la piedra, sino más bien de otro reino, sólo a medias presente en la tierra, como reflejos entrevistos a través del agua.

Desde luego, son elegantes -dijo Eragon.

Los elfos se movían como bailarines, todos sus gestos eran suaves y ágiles.

Brom le había contado a Eragon que era maleducado hablar mentalmente con el dragón de un Jinete sin su permiso; los elfos, siguiendo esa costumbre, dirigieron sus comentarios a Saphira en voz alta, y ella les contestaba del mismo modo. Saphira solía evitar el contacto con los pensamientos de humanos y enanos y usaba a Eragon para transmitir sus palabras, pues eran pocos los miembros de esas razas que tenían la formación suficiente para preservar sus mentes si deseaban intimidad. También parecía una imposición usar un contacto tan íntimo para intercambios casuales. Los elfos, en cambio, no tenían esa clase de inhibiciones: abrían sus mentes a Saphira y disfrutaban de su presencia.

Por fin la comida estuvo lista y servida en platos que parecían de huesos densos, aunque las flores y los sarmientos que decoraban el borde tenían textura de madera. A Eragon le dieron también una jarra de vino de grosella -hecha del mismo material extraño- con un dragón esculpido en torno al pie.

Mientras comían, Lifaen sacó un juego de flautas de caña y se puso a tocar una melodía fluida, pasando los dedos por los diversos agujeros. Al poco, el elfo más alto entre los que tenían el cabello plateado, Narí, alzó la voz para cantar: ¡Oh!

Termina el día; brillan las estrellas;

Las hojas están quietas; la luna está blanca.

Ríete de la aflicción y del enemigo;

El vástago de Menoa está a salvo esta noche.

Perdimos en la lucha un niño del bosque: ¡La hija nemorosa, prendida por la vida!

Libre del miedo y de la llama,

Arrancó a un Jinete de las sombras.

De nuevo abren sus alas los dragones,

Y nosotros vengamos su sufrimiento.

Tan fuerte la espada como el brazo, ¡Ha llegado la hora de que matemos al rey! ¡Oh!

El viento es suave; el río es profundo;

Altos son los árboles; duermen los pájaros.

Ríete de la aflicción y del enemigo. ¡Llegó la hora de que estalle la alegría!

Cuando terminó Narí, Eragon soltó el aire estancado en los pulmones. Nunca había oído una voz así: parecía como si el elfo hubiera revelado su esencia, su propia alma.

-Qué bonito, Narí-vodhr.

-Una composición improvisada, Argetlam -objetó Narí-. Gracias, de todos modos.

Thorv gruñó.

-Muy bonito, maestro elfo. De todos modos, hemos de atender algunos asuntos más serios que estros versos. ¿Vamos a seguir acompañando a Eragon? -¡No! -dijo Arya enseguida, llamando la atención de los demás elfos-. Podéis volver a casa mañana. Nos aseguraremos de que Eragon llegue a Ellesméra.

Thorv inclinó la cabeza.

-Entonces, nuestra tarea se ha terminado.

Tumbado en el lecho que le habían preparado los elfos, Eragon aguzó el oído para captar el discurso de Arya, que procedía de una de las cabañas. Aunque usaba muchas palabras extrañas del lenguaje antiguo, Eragon dedujo que estaba explicando a los anfitriones cómo había perdido el huevo de Saphira y todo lo que aconteció desde entonces. Cuando terminó de hablar, siguió un largo silencio, y luego un elfo dijo:

-Qué bueno que hayas vuelto, Arya Dróttningu. Islanzadí quedó amargamente herida cuando te capturaron y robaron el huevo… ¡nada menos que los úrgalos! Su corazón quedó, y sigue, marcado.

-Calla, Edurna… Calla -chistó otro-. Los Dvergar son pequeños, pero tienen oídos agudos y estoy seguro de que informarán a Hrothgar.

Luego bajaron la voz y Eragon ya no alcanzó a distinguir nada entre su murmullo de voces mezcladas con el susurro de las hojas y fue abandonando la vigilia con un sueño en el que se repetía interminablemente la canción del elfo.

El aroma de las flores era denso cuando Eragon se despertó y contempló el Du Weldenvarden invadido por el sol. Por encima de él se arqueaba una veteada panoplia de hojas agitadas, sostenidas por gruesos troncos que se enterraban en el suelo, seco y desnudo. Sólo el musgo, los líquenes y unos pocos arbustos sobrevivían en aquella sombra verde que todo lo invadía. La escasez de maleza permitía la visión en grandes distancias entre los pilares nudosos, así como caminar libremente bajo el techo moteado.

Rodó para ponerse en pie y se encontró con Thorv y sus guardias, ya listos para partir. El asno de Orik estaba atado tras el mulo de Ekksvar. Eragon se acercó a Thorv y le dijo:

-Gracias, gracias a todos vosotros por protegernos a mí y a Saphira. Por favor, transmite nuestro agradecimiento a Undin.

Thorv se llevó un puño al corazón:

-Transmitiré tus palabras. -Titubeó y echó una mirada a las cabañas-. Los elfos son una raza extraña, llena de luces y sombras. Por la mañana, beben contigo; por la noche, te apuñalan. Manten la espalda pegada a la pared, Asesino de Sombras. Son muy caprichosos.

-Lo recordaré.

-Mmm. -Thorv gesticuló, señalando el río-. Piensan subir por el lago Eldor con botes. ¿Qué vas a hacer con tu caballo? Podríamos llevárnoslo a Tarnag, y luego desde allí a Tronjheim. -¡Botes! -exclamó Eragon decepcionado. Siempre había planeado entrar en Ellesméra con Nieve de Fuego. Resultaba práctico tener un caballo si Saphira se alejaba, o en lugares demasiado estrechos para el tamaño del dragón. Pasó un dedo por los pelillos sueltos de su mandíbula-. Es una amable propuesta. ¿Te asegurarás de que cuiden bien a Nieve de Fuego?

No soportaría que le pasara nada.

-Por mi honor -prometió Thorv-, cuando vuelvas, lo encontrarás gordo y lustroso.

Eragon fue a por Nieve de Fuego y puso el semental, su silla y sus útiles de limpieza en manos de Thorv. Se despidió de todos los guerreros, y luego él, Saphira y Orik vieron cabalgar a los enanos, de vuelta por el mismo sendero que los había llevado hasta allí.

Eragon y el resto de la partida regresaron a las cabañas y siguieron a los elfos hasta un matorral a orillas del Edda. Allí, amarradas a ambos lados de una roca, había dos canoas blancas con parras talladas en los costados.

Eragon montó en la más cercana y dejó su bolsa junto a sus pies. Le asombraba la ligereza de la nave; podría haberla levantado con una sola mano. Aún más sorprendente, parecía que los cascos estuvieran hechos de paneles de corteza de abedul unidos sin ninguna clase de fisura. Impelido por la curiosidad, tocó un costado de la canoa. La corteza era dura y rígida, como un pergamino tensado, y fría por el contacto con el agua. Golpeó con los nudillos. La corteza fibrosa emitió una sorda reverberación de tambor. -¿Hacéis así todos vuestros botes? -preguntó.

-Todos, menos los más largos -contestó Narí, al tiempo que se sentaba en la proa de la embarcación de Eragon-. Para ésos, damos forma con nuestros cantos a los mejores cedros y robles.

Antes de que Eragon pudiera preguntarle qué quería decir, Orik montó en su canoa, mientras Arya y Lifaen tomaban la segunda. Arya se volvió hacia Edurna y Celdin -que se habían quedado en la orilla- y les dijo:

-Mantened la guardia para que nadie pueda seguirnos y no habléis con nadie de nuestra presencia. La reina ha de ser la primera en conocerla. Os enviaré refuerzos en cuanto lleguemos a Sílthrim.

-Arya Dróttningu.

-Que las estrellas cuiden de vosotros -respondió.

Narí y Lifaen se inclinaron hacia delante, sacaron unas pértigas de tres metros del fondo de los botes y empezaron a impulsar las canoas contra la corriente. Saphira se metió en el agua tras ellas y se abrió paso con las zarpas junto a la orilla hasta que llegó a su altura.

Cuando Eragon la miró, Saphira le guiñó un ojo con indolencia y luego se sumergió, provocando que el río cubriera con una ola el pico de su lomo. Los elfos se echaron a reír y pronunciaron muchos cumplidos sobre su envergadura y su fuerza.

Al cabo de una hora llegaron al lago Eldor, agitado por pequeñas olas picudas. Los pájaros y las moscas revoloteaban en enjambres junto al muro de árboles que bordeaba la orilla occidental, mientras que la occidental se extendía hacia las llanuras. Por ese lado vagaban cientos de ciervos.

Cuando hubieron superado la corriente del río, Narí y Lifaen guardaron las pértigas y repartieron remos cuyas palas tenían forma de hoja. Orik y Arya ya sabían dirigir una canoa, pero Narí tuvo que explicarle el proceso a Eragon:

-Giramos hacia el lado en que remes tú -le dijo el elfo-. Así que si yo remo a la derecha y Orik a la izquierda, tú tienes que remar primero por un lado y luego por el otro, pues de lo contrario perderíamos el rumbo.

A la luz del sol, el cabello de Narí brillaba como si estuviera hecho de fino alambre y cada mechón trazara una línea de fuego.

Eragon dominó pronto la práctica, y a medida que el movimiento se volvió mecánico, su mente quedó libre para la ensoñación. Así, avanzó flotando en el frío lago, perdido en los mundos fantásticos que se escondían tras sus ojos. Cuando paró para descansar los brazos,sacó una vez más del cinto el juego del anillo de Orik y trató de colocar las obstinadas cintas de oro del modo correcto.

Narí vio lo que estaba haciendo. -¿Puedo ver ese anillo?

Eragon se lo pasó al elfo, que luego se dio la vuelta. Durante un breve rato, Eragon y Orik maniobraron la canoa mientras Narí toqueteaba las cintas entrelazadas. Luego, con una exclamación de felicidad, Narí alzó una mano y el anillo bien armado brilló en su dedo corazón.

-Un jueguecito delicioso -dijo Narí.

Se lo quitó y lo agitó de tal modo que, al devolvérselo a Eragon, había recuperado su forma original. -¿Cómo lo has resuelto? -preguntó Eragon, desanimado por la envidia de que Narí hubiera podido dominarlo tan fácilmente-. Espera… No me lo digas. Quiero descubrirlo yo solo.

-Claro, claro -dijo Narí, con una sonrisa.