Roran ascendía penosamente la colina.


Se detuvo y entrecerró los ojos para mirar hacia el sol entre su cabello enmarañado.

«Cinco horas hasta la puesta de sol. No me podré quedar mucho.» Con un suspiro siguió caminando junto a la fila de olmos, cada uno de ellos rodeado por un trozo de hierba sin cortar.

Era su primera visita a la granja desde que él, Horst y otros seis hombres de Carvahall se habían llevado todo lo que podía rescatarse de la casa destrozada y del granero quemado.

Durante casi cinco meses, ni siquiera había podido plantearse la posibilidad de volver.

Al llegar a la cima, paró y se cruzó de brazos. Tenía por delante los restos de la casa de su infancia. Una esquina del edificio permanecía en pie -casi desmenuzada y chamuscada-, pero el resto se había derrumbado y estaba cubierto de maleza y malas hierbas. No se veía el granero. Las pocas hectáreas que habían conseguido cultivar cada año estaban ahora llenas de diente de león, mostaza silvestre y hierbajos. Aquí y allá habían sobrevivido remolachas y nabos sueltos, pero eso era todo. Justo detrás de la granja, un espeso grupo de árboles oscurecía el río Anora.

Roran apretó el puño y las mandíbulas con dolor para resistirse a la mezcla de rabia y pena. Se quedó plantado en el mismo lugar durante largos minutos, echándose a temblar cada vez que un recuerdo agradable lo invadía. Aquel lugar representaba su vida entera y mucho más. Era su pasado… y su futuro. Su padre, Garrow, le había dicho en una ocasión:

«La tierra es algo especial. Cuídala y ella te cuidará. No se puede decir lo mismo de muchas cosas». Roran había intentado hacer exactamente eso hasta el momento en que su mundo quedó desgarrado por un mensaje silencioso de Baldor.

Con un gruñido, se dio la vuelta y echó a andar hacia el camino. La impresión de aquel momento seguía resonando en su interior. La experiencia de que le arrancaran a todos sus seres queridos en un instante había cambiado su alma de tal modo que ya nunca podría recuperarse. Se había colado en todos los rincones de su comportamiento y de su aspecto físico.

También había obligado a Roran a pensar mucho más que antes. Era como si hubiera llevado atadas con fuerza unas cintas en torno a su mente y de pronto esas cintas se hubieran soltado, permitiéndole plantearse ideas que antes hubieran sido inimaginables. Ideas como el hecho de que tal vez ya nunca podría ser granjero, o que la justicia -el mayor recurso de las canciones y las leyendas- apenas se sostenía en la realidad. A veces, esos pensamientos llenaban su conciencia de tal modo que a duras penas era capaz de levantarse por la mañana, pues su pesadez lo dejaba abotargado.

Tomó una curva del camino y se dirigió al norte, hacia el valle de Palancar, de vuelta a Carvahall. Las montañas recortadas a ambos lados estaban cargadas de nieve, pese al verde primaveral que había crecido sobre la tierra del valle durante las semanas anteriores. En lo alto, una sola nube gris flotaba hacia las cumbres.

Roran se pasó una mano por el mentón y sintió el rastrojo de barba. «Eragon tuvo la culpa de todo esto (él y su maldita curiosidad) por traerse aquella piedra de las Vertebradas.» Lehabía costado semanas llegar a esa conclusión. Había oído todas las versiones distintas. Le había pedido a Gertrude, la curandera del pueblo, que le leyera varias veces la carta que Brom había dejado para él. Y no había otra explicación posible. «Fuera lo que fuese esa piedra, atrajo a esos extraños.»

Aunque sólo fuera por eso, culpaba a Eragon de la muerte de Garrow, aunque no lo hacía con rabia. Sabía que Eragon no había deseado ningún mal a nadie. No, lo que provocaba su furia era que Eragon hubiera huido del valle del Palancar sin enterrar a Garrow, abandonando todas sus responsabilidades para largarse al galope con el viejo cuentista en un viaje descabellado. ¿Cómo podía ser que a Eragon le importaran tan poco los que quedaban atrás? ¿Corría porque se sentía culpable? ¿Por miedo? ¿Acaso lo engañó Brom con sus locos cuentos de aventuras? ¿Y por qué habría de escuchar Eragon esas historias en esta época?

«Ni siquiera sé si ahora mismo está vivo o muerto.»

Roran frunció el ceño y subió y bajó los hombros, mientras trataba de aclararse. «La carta de Brom… ¡Bah!» Nunca había oído una colección tan ridicula de insinuaciones e indirectas de tan mal agüero. Lo único que dejaba claro era que había que evitar a los extraños, lo cual, para empezar, era de puro sentido común. «Ese viejo estaba loco», decidió.

Un rápido movimiento obligó a Roran a darse la vuelta y vio doce venados, entre los que había un joven cervatillo con cuernos de terciopelo, que trotaban hacia los árboles. Se aseguró de recordar su ubicación para poder encontrarlos al día siguiente. Se enorgullecía de ser tan buen cazador que podía mantenerse a sí mismo en casa de Horst, aunque nunca había sido tan hábil como Eragon.

Mientras caminaba, siguió poniendo orden en sus pensamientos. Tras la muerte de Garrow, Roran había abandonado su trabajo en el molino de Dempton, en Therinsford, para volver a Carvahall. Horst había aceptado alojarlo y, durante los meses siguientes, le había dado trabajo en la fragua. El dolor había retrasado las decisiones de Roran acerca del futuro hasta dos días antes, cuando por fin había establecido un plan de acción.

Quería casarse con Katrina, la hija del carnicero. Su primera razón para acudir a Therinsford había sido la de ganar algo de dinero para asegurar un buen principio a su vida en pareja. Pero ahora, sin granja, hogar ni medios para mantenerla, la conciencia de Roran no le permitía pedir la mano de Katrina. Su orgullo no lo permitía. Además, Roran no creía que Sloan, el padre de Katrina, aceptara a un candidato con tan pobres perspectivas. Incluso en las mejores circunstancias, Roran había previsto que le costaría convencer a Sloan de que renunciara a Katrina; ellos dos nunca se habían llevado demasiado bien. Y Roran no podía casarse con Katrina sin el consentimiento de su padre, salvo que decidieran dividir la familia, enfadar al pueblo por enfrentarse a la tradición y, muy probablemente, dar pie a un duelo sangriento con Sloan.

Al plantearse la situación, a Roran le parecía que sólo le quedaba la opción de reconstruir su granja, aunque para ello tuviera que levantar la casa y el granero con sus propias manos.

Sería duro, tendría que partir de cero, pero una vez hubiera reafirmado su posición, podría acercarse a Sloan con la cabeza alta. «Como muy pronto, podremos empezar a hablar la próxima primavera», pensó Roran con una mueca de dolor.

Sabía que Katrina iba a esperar… Al menos, hasta entonces.

Siguió caminando a buen paso hasta el anochecer, cuando el pueblo apareció ante su vista. Entre el pequeño racimo de edificios, se veía la ropa tendida en cuerdas que iban de ventana a ventana. Los hombres regresaban a las casas desde los campos vecinos, llenos de trigo invernal. Más allá de Carvahall, las cataratas de Igualda, de setecientos metros dealtura, brillaban en el crepúsculo al derramarse por las Vertebradas hacia el Anora. Aquella visión animó a Roran por lo que tenía de ordinaria. Nada lo reconfortaba tanto como ver que todo permanecía en su sitio.

Abandonó el camino y ascendió hacia la casa de Horst, desde donde se dominaba la vista de las Vertebradas. La puerta ya estaba abierta. Roran entró a trompicones y siguió el sonido de una conversación que venía de la cocina.

Ahí estaba Horst, apoyado en la burda mesa que había en un rincón, arremangado. A su lado estaba su mujer, Elain, embarazada de cinco meses y con una sonrisa de alegría en la cara. Sus hijos varones, Albriech y Baldor, los miraban.

Cuando entró Roran, Albriech estaba diciendo: -… y yo aún no me había ido de la forja. Thane jura que me vio, pero yo estaba al otro lado del pueblo. -¿Qué pasa? -preguntó Roran, mientras soltaba el fardo.

Elaine y Horst se miraron.

-Espera, que te daré algo de comer. -Le puso delante un poco de pan y un cuenco de estofado frío. Luego lo miró a los ojos, como si buscara en él alguna expresión particular-. ¿Qué tal ha ido?

Roran se encogió de hombros.

-Toda la madera está quemada o podrida. No queda nada que pueda usarse. El pozo sigue intacto; supongo que debería estar agradecido por eso. Si quiero tener un techo cuando llegue la temporada de siembra, tendré que empezar a cortar leños lo antes posible. Bueno, contadme, ¿qué ha pasado? -¡Ah! -exclamó Horst-. Ha habido mucho lío por aquí. A Thane le ha desaparecido una guadaña y cree que se la ha robado Albriech.

-Probablemente se le habrá caído entre la hierba y no recuerda dónde la dejó -resopló Albriech.

-Probablemente -concedió Horst, con una sonrisa.

Roran dio un mordisco al pan.

-No tiene ningún sentido acusarte a ti. Si necesitaras una guadaña, te la forjarías tú mismo.

-Ya lo sé -dijo Albriech, al tiempo que se dejaba caer en una silla-. Pero en vez de buscarla, se ha puesto a gruñir que vio a alguien salir de sus campos y que ese alguien se parecía un poco a mí… Y como no hay nadie que se parezca a mí, resulta que le he robado la guadaña.

Era cierto que nadie se parecía a él. Albriech había heredado la estatura de su padre y la melena rubia de Elain, lo cual lo convertía en una rareza en Carvahall, donde predominaba el cabello moreno. En cambio, Baldor era más delgado y tenía el pelo oscuro.

-Estoy seguro de que aparecerá -dijo Baldor en voz baja-. Mientras tanto, intenta no enfadarte demasiado.

-Qué fácil es decirlo.

Mientras Roran terminaba el pan y empezaba a comerse el estofado, preguntó a Horst: -¿Me necesitas para algo mañana?

-No especialmente. Trabajaré en el carro de Quimby. El maldito marco todavía no encaja.

Roran asintió, complacido.

-Bien. Entonces me tomaré el día libre y me iré a cazar. En el valle hay unos cuantos venados que no parecen demasiado escuálidos. Al menos no se les veían las costillas.

Baldor se animó de pronto.

-¿Quieres compañía?

-Claro. Podemos salir al amanecer.

Cuando terminó de comer, Roran se lavó la cara y las manos y luego salió a aclararse un poco la mente. Estiró los músculos ociosamente y paseó hacia el centro del pueblo.

A medio camino, un resonar de voces animadas fuera del Seven Sheaves le llamó la atención. Se dio la vuelta, llevado por la curiosidad, y echó a andar hacia la taberna, donde se enfrentó a una visión extraña. Había un hombre de mediana edad, envuelto en un abrigo de retales de cuero, sentado en el porche. A su lado había un bulto adornado con las mandíbulas de plata propias de los cazadores de pieles. Una docena de aldeanos escuchaba mientras el hombre gesticulaba y decía:

-Entonces, cuando llegué a Therinsford, fui a ver a ese hombre, Neil. Un hombre bueno y honesto. En primavera y verano le ayudo con sus campos.

Roran asintió. Los cazadores se pasaban el invierno escondidos en las montañas y volvían en primavera para vender sus pieles a los curtidores como Gedric y luego aceptaban trabajos, por lo general como campesinos. Como Carvahall era el pueblo que quedaba más al norte de las Vertebradas, muchos cazadores de pieles lo cruzaban; era una de las razones por las que Carvahall tenía taberna, herrero y curtidor.

-Tras unas pocas jarras de cerveza… Ya sabéis, para lubricar el habla después de medio año sin pronunciar palabra, salvo por alguna blasfemia contra el mundo y contra todo cada vez que pierdo un perro de caza de osos… Me acerqué a Neil, con la escarcha aún fresca en mi barba, y empezamos a contarnos cotilleos. A medida que avanzó la conversación, le fui preguntando por las cuestiones sociales, qué noticias había del Imperio o del rey, que así se pudra con gangrena y llagas en la boca. ¿Algún nacimiento, muerte o destierro que mereciera la pena conocer? Y entonces, ¿sabéis lo que pasó? Neil se inclinó hacia delante, se puso todo serio y dijo que estaba corriendo la voz, que llegaban rumores de Dras-Leona y de Gil'ead sobre extraños sucesos ocurridos allí y por toda Alagaésia. Los úrgalos casi han desaparecido de las tierras de la civilización, así se larguen con viento fresco, pero no hay hombre capaz de explicar por qué, o adonde han ido. La mitad de los negocios del Imperio ha desaparecido a consecuencia de incursiones y ataques que, según he oído, no pueden ser obra de meros malhechores, pues son demasiado abundantes y planificados. Nadie roba nada: sólo queman y estropean. Pero la cosa no acaba ahí, ah, no, por las barbas de mi abuela.

El cazador meneó la cabeza y bebió un trago de la bota de vino antes de continuar:

-Se murmura que una Sombra acecha los territorios del norte. La han visto en los límites de Du Weldenvarden y cerca de Gil'ead. Dicen que tiene los dientes afilados como clavos, los ojos rojos como el vino y el cabello tan encarnado como la sangre que bebe. Aun peor, parece que algo ha hecho perder los estribos a nuestro fino y loco monarca. Hace cinco días, un malabarista del sur se detuvo en Therinsford, en su solitario camino hacia Ceunon, y contó que las tropas se estaban reuniendo y se desplazaban hacia algún lugar, aunque no se le ocurría por qué razón. -Se encogió de hombros-. Tal como me enseñó mi padre cuando era un bebé, por el humo se sabe dónde está el fuego. Tal vez sean los vardenos. Le han dado muchas patadas en el culo al viejo Huesos de Hierro estos últimos años. O quizá Galbatorix se ha hartado finalmente de tolerar a los de Surda. Al menos sabe dónde está, no como los rebeldes. Aplastará Surda como un oso aplasta a una hormiga, eso seguro.

Roran pestañeó al tiempo que una maraña de preguntas acosaban al cazador. Más bien se inclinaba por poner en duda las informaciones sobre una Sombra -se parecía demasiado a las historias que inventan los leñadores borrachos-, pero el resto sonaba tan mal que podía sercierto. Surda… A Carvahall llegaba poca información sobre aquel país lejano, pero al menos Roran sabía que, aunque Surda y el Imperio mantenían una paz aparente, los surdanos vivían con un miedo constante a la invasión de su vecino del norte, más poderoso. Por esa razón se decía que Orin, su rey, apoyaba a los vardenos.

Si el cazador tenía razón en lo que decía de Galbatorix, eso podía implicar que en el futuro los acechara una fea guerra, acompañada de penurias, aumento de impuestos y levas obligatorias. «Preferiría vivir en una época carente de momentos trascendentales. La agitación hace que nuestras vidas, ya de por sí difíciles, se vuelvan casi imposibles.»

-Y aún hay más, corren cuentos sobre… -Aquí el cazador hizo una pausa y, con expresión de complicidad, se llevó un índice al costado de la nariz-. Sobre un nuevo Jinete en Alagaésia.

Luego soltó una carcajada fuerte y profunda y se golpeó el vientre mientras se balanceaba en el porche.

Roran también se rió. Cada pocos años aparecían nuevas historias de Jinetes. Las primeras dos o tres veces habían despertado su interés, pero pronto había aprendido a no fiarse de aquellos cuentos, pues todos terminaban en nada. Los rumores no eran más que la expresión de las ilusiones de quienes anhelaban un futuro mejor.

Estaba a punto de partir cuando se fijó en que Katrina estaba en un rincón de la taberna, ataviada con un largo vestido encarnado, decorado con cintas verdes. Lo estaba mirando con la misma intensidad con que la miraba él. Se acercó, le puso una mano en el hombro y salieron juntos.

Caminaron hacia el límite de Carvahall, donde se quedaron mirando las estrellas. El cielo brillaba y temblaba con miles de fuegos celestiales. Arqueada sobre sus cabezas, de norte a sur, se extendía la gloriosa cinta perlada que iba de horizonte a horizonte, como un polvo de diamantes soltado por un escanciador.

Sin mirarlo, Katrina apoyó la cabeza en el hombro de Roran y preguntó: -¿Qué tal te ha ido el día?

-He vuelto a casa.

Notó que ella se ponía rígida. -¿Cómo estaba?

-Fatal. -Le falló la voz. Guardó silencio y la abrazó con fuerza. El aroma de su cabello cobrizo junto a la mejilla era como un elixir de vino, especias y perfume. Se colaba en lo más profundo de su interior, cálido y reconfortante-. La casa, el granero, los campos, todo va quedando cubierto. Si no supiera dónde buscar, no lo habría encontrado.

Al fin, ella se dio la vuelta para encararse a él, con el brillo de las estrellas en la mirada y el dolor en la cara.

-Oh, Roran… -Le dio un beso, apenas un leve roce de sus labios-. Has aguantado tantas pérdidas y, sin embargo, nunca te han abandonado las fuerzas. ¿Volverás a tu granja?

-Sí. Sólo sé cultivar campos. -¿Y qué será de mí?

Roran dudó. Desde que empezara a cortejarla, los dos habían supuesto que acabarían casándose. No había sido necesario hablar de sus intenciones: estaban claras como el agua.

Por eso la pregunta lo inquietó. También le pareció poco oportuno que planteara la cuestión de una manera tan abierta, cuando él no estaba en condiciones de hacerle una propuesta concreta. Era a él a quien correspondía plantear las cosas -primero a Sloan y después aKatrina-, y no a ella. Aun así, como ya había expresado su preocupación, tenía que darle alguna respuesta.

-Katrina… No puedo hablar con tu padre tal como había previsto. Se reiría de mí con todo el derecho del mundo. Tenemos que esperar. Cuando tenga un lugar en el que podamos vivir y ya haya recogido la primera cosecha, entonces sí me escuchará.

Ella miró al cielo una vez más y susurró algo tan débilmente que él no llegó a entenderlo. -¿Qué?

-Digo que si te da miedo. -¡Claro que no!

-Entonces has de conseguir su permiso mañana mismo y preparar el compromiso. Hazle entender que, aunque ahora no tengas nada, me darás un buen hogar y serás un yerno del que pueda mostrarse orgulloso. Teniendo en cuenta nuestros sentimientos, no hay razón alguna para que desperdiciemos años viviendo separados.

-No puedo hacerlo -contestó Roran con un punto de desánimo, ansioso porque ella lo entendiera-. No puedo mantenerte, no puedo… -¿No lo entiendes? -Ella se apartó de él, y su voz se tensó con la urgencia-. Te amo, Roran, y quiero estar contigo, pero mi padre tiene otros planes para mí. Hay hombres con más posibilidades que tú de resultar escogidos, y cuanto más te retrasas, más me presiona él para que acepte la pareja que ha escogido para mí. Teme que me convierta en una vieja solterona, y yo también lo temo. No me queda tanto tiempo, ni hay en Carvahall tantos hombres para elegir. Si me veo obligada a escoger a otro, lo haré.

Las lágrimas brillaban en sus ojos mientras lo escrutaba con la mirada, esperando su respuesta. Luego recogió los bajos del vestido y se fue corriendo hacia las casas.

Roran se quedó allí, paralizado por la impresión. Su ausencia le provocaba un dolor tan agudo como la pérdida de la granja: el mundo se volvía de pronto frío e inhóspito. Era como si le hubieran arrancado una parte de sí mismo.

Pasaron horas antes de que pudiera volver a casa de Horst y meterse en la cama.