Nasuada abrió de golpe las puertas de sus aposentos, avanzó a grandes zancadas hasta su escritorio y se dejó caer en una silla, ajena a cuanto la rodeaba. Tenía la columna vertebral tan rígida que los hombros no tocaban el respaldo. Se sentía paralizada por el dilema irresoluble a que se enfrentaban los vardenos. Sólo podía pensar: «He fracasado». -¡Señora! ¡La manga!


Absorta, Nasuada recuperó el sentido con un susto y, al bajar la mirada, se encontró a Farica, que le frotaba el brazo derecho con un trapo. Una voluta de humo ascendía desde la manga bordada. Asustada, Nasuada se levantó y retorció el brazo, intentando averiguar el origen del humo. La manga y la falda se estaban desintegrando, convertidas en telarañas blancas como la tiza, entre agrios humos.

-Quítamelo -dijo.

Mantuvo el brazo contaminado apartado del cuerpo y se obligó a permanecer quieta mientras Farica desanudaba los lazos del vestido. Los dedos de la doncella correteaban por la espalda de Nasuada con prisa frenética, tropezando en los nudos, hasta que al fin lograron soltar la carcasa de lana que encerraba el torso de Nasuada. En cuanto se aflojó el vestido, Nasuada sacó los brazos de las mangas y se libró de la tela de un zarpazo.

Se quedó junto a la mesa con la respiración entrecortada, vestida sólo con las zapatillas y un viso. Comprobó con alivio que su cara cadenilla no había sufrido ningún daño, aunque había adquirido un hedor apestoso. -¿Te has quemado? -preguntó Farica. Nasuada negó con la cabeza, pues no se fiaba de su lengua. Farica atizó el vestido con la punta de su zapato-. ¿Qué diablura es ésta?

-Una de las pócimas de Orrin -graznó Nasuada-. La he derramado en su laboratorio.

Respiró hondo para calmarse y examinó con desánimo el vestido destrozado. Lo habían tejido las enanas del Dürgrimst Ingeitum como regalo para su último cumpleaños y era una de las mejores piezas de su vestuario. No tenía con qué reponerla, ni podía justificar el encargo de un vestido nuevo si tenía en cuenta las dificultades económicas de los vardenos. «Tendré que arreglármelas sin él.»

Farica meneó la cabeza.

-Es una lástima perder un vestido tan bonito. -Rodeó el escritorio para acercarse al costurero y volvió con unas tijeras grabadas-. Vale la pena que salvemos la mayor parte posible de la tela. Cortaré las partes estropeadas y las haré quemar.

Nasuada frunció el ceño y caminó de un lado a otro por la habitación, rebullendo de rabia por su propia torpeza y por el problema que se añadía a su ya abrumadora lista de preocupaciones.

-Y ahora, ¿qué me voy a poner para asistir a la corte? -preguntó.

Las tijeras cortaron la suave lana con brusca autoridad.

-Quizás el vestido de lino.

-Es demasiado informal para presentarme ante Orrin y sus nobles.

-Dame una oportunidad, señora. Estoy segura de que puedo alterarlo de modo que puedas llevarlo. Cuando acabe, parecerá el doble de elegante que éste.

-No, no. No funcionará. Se reirán de mí. Bastante me cuesta conseguir su respeto cuando voy vestida como debe ser, aún peor si llevo un traje remendado que haga pública nuestra pobreza.

La mujer mayor fijó su seria mirada en Nasuada.

-Claro que funcionará, siempre y cuando no te disculpes por tu apariencia. No sólo eso, te garantizo que las demás mujeres quedarán tan asombradas por tu nuevo vestido que te imitarán. Espera, ya verás. -Se acercó a la puerta, la abrió y pasó la tela dañada a uno de los guardianes-. Tu señora quiere que queméis esto. Hacedlo en secreto y no digáis palabra a nadie sobre esto, o tendréis que responder también ante mí.

El guardián saludó. Nasuada no pudo evitar una sonrisa. -¿Cómo me las arreglaría sin ti, Farica?

-Bastante bien, me parece.

Tras ponerse un vestido verde de caza -que, gracias a la falda corta, le permitía aliviarse un poco del calor del día-, Nasuada decidió que, pese a su predisposición en contra de Orrin, seguiría su consejo e interrumpiría su agenda normal para no hacer nada más importante que ayudar a Farica a descoser los puntos del vestido. Aquella tarea repetitiva le resultó excelente para concentrarse en sus pensamientos. Mientras iba tirando de los hilos, habló con Farica de la situación de los vardenos, con la esperanza de que a la doncella se le ocurriera alguna solución que a ella se le hubiera escapado.

Al final, la única ayuda de Farica fue una observación:

-Parece que la mayoría de los asuntos de este mundo tienen que ver con el oro. Si tuviéramos suficiente, podríamos comprar directamente el trono negro de Galbatorix… sin tener que luchar contra sus hombres.

«¿De verdad esperaba que alguien hiciera mi trabajo? -se preguntó Nasuada-. Yo traje a mi gente a este punto ciego y yo misma tendré que sacarla.»

Con la intención de soltar una costura, al estirar el brazo clavó la punta del cuchillo en un encaje y lo partió por la mitad. Se quedó mirando la herida irregular del encaje, los deshilachados extremos de las cintas de color pergamino que se entrecruzaban sobre el vestido como un montón de gusanos retorcidos; los miró fijamente y sintió que una carcajada de histeria se apoderaba de su garganta al tiempo que la primera lágrima asomaba a sus ojos. ¿Aún podía empeorar su suerte?

El encaje era la parte más valiosa del vestido. Aunque su factura requería mucha destreza, su rareza y carestía se debían sobre todo a su elemento central: una cantidad de tiempo inmensa, abundante, paralizadora. Costaba tanto producirlo que, si alguien intentaba crear un encaje así a solas, su progreso no se mediría en semanas, sino en meses. Gramo a gramo, el encaje era más caro que el oro o la plata.

Pasó los dedos por la cinta de hilos, deteniéndose en el tajo que había creado. «El encaje no exige demasiada energía, sólo tiempo.» Ella odiaba hacer encajes. «Energía… energía…»

En ese momento, una serie de imágenes refulgieron en su mente: Orrin hablando de usar la magia para investigar; Trianna, la mujer que dirigía el Du Vrangr Gata desde la muerte de los gemelos; ella misma cuando tenía sólo cinco o seis años, alzando la vista para mirar a un sanador de los vardenos mientras éste le explicaba los principios de la magia. Las experiencias diversas formaron una cadena de razonamiento que resultaba tan improbable y escandalosa que al final liberó la carcajada que tenía encerrada en la garganta.

Farica la miró extrañada y esperó una explicación. De pie, Nasuada tiró al suelo la mitad del vestido que tenía en el regazo.

-Tráeme a Trianna ahora mismo -dijo-. No importa lo que esté haciendo; tráela.

La piel del contorno de ojos de Farica se tensó, pero hizo una reverencia y dijo:

-Como desees, señora.

Salió por la puerta oculta de los sirvientes.

-Gracias -susurró Nasuada en la habitación vacía.

Entendía las reticencias de su doncella; también ella se sentía incómoda cuando tenía que relacionarse con los conocedores de la magia. Sin duda, sólo se fiaba de Eragon porque era un Jinete -aunque eso no garantizaba la virtud, tal como había demostrado Galbatorix- y por su juramento de lealtad, que Nasuada sabía que no iba a incumplir jamás. La idea de que una persona aparentemente normal pudiera matar con una palabra, invadir tu mente a voluntad, hacer trampas, mentir y robar sin ser visto y, en general, desafiar a la sociedad impunemente…

Se le aceleró el corazón. ¿Cómo se reforzaba la ley cuando una parte de la población poseía poderes especiales? En su nivel más básico, la guerra de los vardenos contra el Imperio no era más que un intento de llevar ante la justicia a un hombre que había abusado de sus capacidades mágicas y evitar que siguiera cometiendo crímenes. «Tanto dolor y tanta destrucción porque nadie tuvo la fuerza suficiente para derrotar a Galbatorix. ¡Y ni siquiera se va a morir por el mero paso de los años!»

Aunque le desagradaba la magia, sabía que tendría un papel importante a la hora de acabar con Galbatorix y que no podía permitirse alejar a quienes la practicaban hasta que se hubiera garantizado la victoria. Después de eso, tenía la intención de resolver el problema que le creaban.

Una llamada descarada a la puerta de la habitación interrumpió sus pensamientos.

Nasuada fijó en el rostro una sonrisa y protegió su mente tal como le habían enseñado. -¡Adelante!

Era importante que pareciera educada tras convocar a Trianna con tanta rudeza.

La puerta se abrió de golpe y la bruja morena entró a grandes zancadas con sus rizos alborotados, evidentemente recogidos con prisa en lo alto de la cabeza. Parecía que acabaran de sacarla de la cama. Hizo una reverencia al estilo de los enanos y dijo: -¿Has preguntado por mí, señora?

-Sí. -Nasuada se dejó caer en una silla y repasó lentamente a Trianna con la mirada. La bruja alzó la barbilla ante el examen de Nasuada-. Necesito saber una cosa: ¿cuál es la regla más importante de la magia?

Trianna frunció el ceño.

-Que, hagas lo que hagas con ella, requiere la misma energía que hacer lo contrario. -¿Y lo que puedes llegar a hacer está limitado por tu ingenio y por tu conocimiento del idioma antiguo?

-También se aplican otras restricciones, pero por lo general sí. Señora, ¿por qué lo preguntas? Hay algunos principios de la magia con los que, si bien no suelen divulgarse, estoy segura de que tienes cierta familiaridad.

-La tengo. Quería estar segura de haberlos entendido bien. -Sin abandonar la silla, Nasuada se agachó y recogió el vestido para que Trianna pudiera ver el encaje mutilado-.

Entonces, dentro de esos límites, deberías ser capaz de crear un hechizo que te permita bordar encajes por medio de la magia.

Una sonrisilla condescendiente turbó los labios oscuros de la bruja.

-Du Vrangr Gata tiene cosas más importantes que hacer que reparar tu ropa, señora. El nuestro no es un arte común que pueda emplearse para meros caprichos. Estoy segura de que encontrarás sastres y costureras muy capaces de cumplir con tu petición. Ahora, si me perdonas…

-Estáte quieta, mujer -dijo Nasuada, con voz llana. El asombro silenció a Trianna a media frase-. Veo que debo enseñar a Du Vrangr Gata la misma lección que al Consejo de Ancianos: tal vez sea joven, pero no soy una niña a la que se pueda tratar con condescendencia. Te he preguntado por los encajes porque, si puedes manufacturarlos con rapidez y facilidad por medio de la magia, podríamos financiar a los vardenos vendiendo encajes y puntillas baratos por todo el Imperio. La propia gente de Galbatorix nos proporcionaría los fondos que necesitamos para sobrevivir.

-Pero eso es ridículo -protestó Trianna. Hasta Farica parecía escéptica-. No se puede pagar una guerra con encajes.

Nasuada enarcó una ceja. -¿Por qué no? Muchas mujeres que de otra manera jamás podrían permitirse un encaje se abalanzarán ante la oportunidad de comprárnoslo. Lo querrán hasta las mujeres de los granjeros que deseen aparentar más riqueza de la que tienen. Hasta los comerciantes ricos y los nobles nos darán su oro, porque nuestro encaje será más fino que cualquier otro cosido por manos humanas. Amasaremos una fortuna comparable con la de los enanos. Eso, suponiendo que tú tengas suficiente habilidad con la magia para hacer lo que quiero.

Trianna agitó la melena. -¿Pones en duda mi capacidad? -¿Se puede hacer?

Trianna dudó y luego cogió el vestido de Nasuada y estudió la cinta de encaje un largo rato. Al fin dijo:

-Debería ser posible, pero tendré que hacer unas pruebas para estar segura.

-Hazlas de inmediato. A partir de ahora, ésta es tu tarea más importante. Y busca una puntillera experta que te aconseje con las figuras.

-Sí, señora Nasuada.

Nasuada se permitió hablar con voz más suave.

-Bien. Y también quiero que escojas a los más brillantes miembros de Du Vrangr Gata y que trabajes con ellos para inventar otras técnicas mágicas con las que ayudar a los vardenos.

Eso es responsabilidad vuestra, no mía.

-Sí, señora Nasuada.

-Ahora sí puedes irte. Preséntate ante mí mañana por la mañana.

-Sí, señora Nasuada.

Satisfecha, Nasuada vio irse a la bruja y luego cerró los ojos y se permitió disfrutar de un momento de orgullo por lo que acababa de lograr. Sabía que ningún hombre, ni siquiera su padre, habría dado con aquella solución.

«Ésta es mi contribución a los vardenos», se dijo, deseando que Ajihad hubiera podido verla. Luego, en voz alta preguntó: -¿Te he sorprendido, Farica?

-Como siempre, señora.