Absorta, Nasuada recuperó el sentido con un susto y, al bajar
la mirada, se encontró a Farica, que le frotaba el brazo derecho
con un trapo. Una voluta de humo ascendía desde la manga bordada.
Asustada, Nasuada se levantó y retorció el brazo, intentando
averiguar el origen del humo. La manga y la falda se estaban
desintegrando, convertidas en telarañas blancas como la tiza, entre
agrios humos.
-Quítamelo -dijo.
Mantuvo el brazo contaminado apartado del cuerpo y se obligó
a permanecer quieta mientras Farica desanudaba los lazos del
vestido. Los dedos de la doncella correteaban por la espalda de
Nasuada con prisa frenética, tropezando en los nudos, hasta que al
fin lograron soltar la carcasa de lana que encerraba el torso de
Nasuada. En cuanto se aflojó el vestido, Nasuada sacó los brazos de
las mangas y se libró de la tela de un zarpazo.
Se quedó junto a la mesa con la respiración entrecortada,
vestida sólo con las zapatillas y un viso. Comprobó con alivio que
su cara cadenilla no había sufrido ningún daño, aunque había
adquirido un hedor apestoso. -¿Te has quemado? -preguntó Farica.
Nasuada negó con la cabeza, pues no se fiaba de su lengua. Farica
atizó el vestido con la punta de su zapato-. ¿Qué diablura es
ésta?
-Una de las pócimas de Orrin -graznó Nasuada-. La he
derramado en su laboratorio.
Respiró hondo para calmarse y examinó con desánimo el vestido
destrozado. Lo habían tejido las enanas del Dürgrimst Ingeitum como
regalo para su último cumpleaños y era una de las mejores piezas de
su vestuario. No tenía con qué reponerla, ni podía justificar el
encargo de un vestido nuevo si tenía en cuenta las dificultades
económicas de los vardenos. «Tendré que arreglármelas sin
él.»
Farica meneó la cabeza.
-Es una lástima perder un vestido tan bonito. -Rodeó el
escritorio para acercarse al costurero y volvió con unas tijeras
grabadas-. Vale la pena que salvemos la mayor parte posible de la
tela. Cortaré las partes estropeadas y las haré
quemar.
Nasuada frunció el ceño y caminó de un lado a otro por la
habitación, rebullendo de rabia por su propia torpeza y por el
problema que se añadía a su ya abrumadora lista de
preocupaciones.
-Y ahora, ¿qué me voy a poner para asistir a la corte?
-preguntó.
Las tijeras cortaron la suave lana con brusca
autoridad.
-Quizás el vestido de lino.
-Es demasiado informal para presentarme ante Orrin y sus
nobles.
-Dame una oportunidad, señora. Estoy segura de que puedo
alterarlo de modo que puedas llevarlo. Cuando acabe, parecerá el
doble de elegante que éste.
-No, no. No funcionará. Se reirán de mí. Bastante me cuesta
conseguir su respeto cuando voy vestida como debe ser, aún peor si
llevo un traje remendado que haga pública nuestra
pobreza.
La mujer mayor fijó su seria mirada en
Nasuada.
-Claro que funcionará, siempre y cuando no te disculpes por
tu apariencia. No sólo eso, te garantizo que las demás mujeres
quedarán tan asombradas por tu nuevo vestido que te imitarán.
Espera, ya verás. -Se acercó a la puerta, la abrió y pasó la tela
dañada a uno de los guardianes-. Tu señora quiere que queméis esto.
Hacedlo en secreto y no digáis palabra a nadie sobre esto, o
tendréis que responder también ante mí.
El guardián saludó. Nasuada no pudo evitar una sonrisa.
-¿Cómo me las arreglaría sin ti, Farica?
-Bastante bien, me parece.
Tras ponerse un vestido verde de caza -que, gracias a la
falda corta, le permitía aliviarse un poco del calor del día-,
Nasuada decidió que, pese a su predisposición en contra de Orrin,
seguiría su consejo e interrumpiría su agenda normal para no hacer
nada más importante que ayudar a Farica a descoser los puntos del
vestido. Aquella tarea repetitiva le resultó excelente para
concentrarse en sus pensamientos. Mientras iba tirando de los
hilos, habló con Farica de la situación de los vardenos, con la
esperanza de que a la doncella se le ocurriera alguna solución que
a ella se le hubiera escapado.
Al final, la única ayuda de Farica fue una
observación:
-Parece que la mayoría de los asuntos de este mundo tienen
que ver con el oro. Si tuviéramos suficiente, podríamos comprar
directamente el trono negro de Galbatorix… sin tener que luchar
contra sus hombres.
«¿De verdad esperaba que alguien hiciera mi trabajo? -se
preguntó Nasuada-. Yo traje a mi gente a este punto ciego y yo
misma tendré que sacarla.»
Con la intención de soltar una costura, al estirar el brazo
clavó la punta del cuchillo en un encaje y lo partió por la mitad.
Se quedó mirando la herida irregular del encaje, los deshilachados
extremos de las cintas de color pergamino que se entrecruzaban
sobre el vestido como un montón de gusanos retorcidos; los miró
fijamente y sintió que una carcajada de histeria se apoderaba de su
garganta al tiempo que la primera lágrima asomaba a sus ojos. ¿Aún
podía empeorar su suerte?
El encaje era la parte más valiosa del vestido. Aunque su
factura requería mucha destreza, su rareza y carestía se debían
sobre todo a su elemento central: una cantidad de tiempo inmensa,
abundante, paralizadora. Costaba tanto producirlo que, si alguien
intentaba crear un encaje así a solas, su progreso no se mediría en
semanas, sino en meses. Gramo a gramo, el encaje era más caro que
el oro o la plata.
Pasó los dedos por la cinta de hilos, deteniéndose en el tajo
que había creado. «El encaje no exige demasiada energía, sólo
tiempo.» Ella odiaba hacer encajes. «Energía…
energía…»
En ese momento, una serie de imágenes refulgieron en su
mente: Orrin hablando de usar la magia para investigar; Trianna, la
mujer que dirigía el Du Vrangr Gata desde la muerte de los gemelos;
ella misma cuando tenía sólo cinco o seis años, alzando la vista
para mirar a un sanador de los vardenos mientras éste le explicaba
los principios de la magia. Las experiencias diversas formaron una
cadena de razonamiento que resultaba tan improbable y escandalosa
que al final liberó la carcajada que tenía encerrada en la
garganta.
Farica la miró extrañada y esperó una explicación. De pie,
Nasuada tiró al suelo la mitad del vestido que tenía en el
regazo.
-Tráeme a Trianna ahora mismo -dijo-. No importa lo que esté
haciendo; tráela.
La piel del contorno de ojos de Farica se tensó, pero hizo
una reverencia y dijo:
-Como desees, señora.
Salió por la puerta oculta de los
sirvientes.
-Gracias -susurró Nasuada en la habitación
vacía.
Entendía las reticencias de su doncella; también ella se
sentía incómoda cuando tenía que relacionarse con los conocedores
de la magia. Sin duda, sólo se fiaba de Eragon porque era un Jinete
-aunque eso no garantizaba la virtud, tal como había demostrado
Galbatorix- y por su juramento de lealtad, que Nasuada sabía que no
iba a incumplir jamás. La idea de que una persona aparentemente
normal pudiera matar con una palabra, invadir tu mente a voluntad,
hacer trampas, mentir y robar sin ser visto y, en general, desafiar
a la sociedad impunemente…
Se le aceleró el corazón. ¿Cómo se reforzaba la ley cuando
una parte de la población poseía poderes especiales? En su nivel
más básico, la guerra de los vardenos contra el Imperio no era más
que un intento de llevar ante la justicia a un hombre que había
abusado de sus capacidades mágicas y evitar que siguiera cometiendo
crímenes. «Tanto dolor y tanta destrucción porque nadie tuvo la
fuerza suficiente para derrotar a Galbatorix. ¡Y ni siquiera se va
a morir por el mero paso de los años!»
Aunque le desagradaba la magia, sabía que tendría un papel
importante a la hora de acabar con Galbatorix y que no podía
permitirse alejar a quienes la practicaban hasta que se hubiera
garantizado la victoria. Después de eso, tenía la intención de
resolver el problema que le creaban.
Una llamada descarada a la puerta de la habitación
interrumpió sus pensamientos.
Nasuada fijó en el rostro una sonrisa y protegió su mente tal
como le habían enseñado. -¡Adelante!
Era importante que pareciera educada tras convocar a Trianna
con tanta rudeza.
La puerta se abrió de golpe y la bruja morena entró a grandes
zancadas con sus rizos alborotados, evidentemente recogidos con
prisa en lo alto de la cabeza. Parecía que acabaran de sacarla de
la cama. Hizo una reverencia al estilo de los enanos y dijo: -¿Has
preguntado por mí, señora?
-Sí. -Nasuada se dejó caer en una silla y repasó lentamente a
Trianna con la mirada. La bruja alzó la barbilla ante el examen de
Nasuada-. Necesito saber una cosa: ¿cuál es la regla más importante
de la magia?
Trianna frunció el ceño.
-Que, hagas lo que hagas con ella, requiere la misma energía
que hacer lo contrario. -¿Y lo que puedes llegar a hacer está
limitado por tu ingenio y por tu conocimiento del idioma
antiguo?
-También se aplican otras restricciones, pero por lo general
sí. Señora, ¿por qué lo preguntas? Hay algunos principios de la
magia con los que, si bien no suelen divulgarse, estoy segura de
que tienes cierta familiaridad.
-La tengo. Quería estar segura de haberlos entendido bien.
-Sin abandonar la silla, Nasuada se agachó y recogió el vestido
para que Trianna pudiera ver el encaje mutilado-.
Entonces, dentro de esos límites, deberías ser capaz de crear
un hechizo que te permita bordar encajes por medio de la
magia.
Una sonrisilla condescendiente turbó los labios oscuros de la
bruja.
-Du Vrangr Gata tiene cosas más importantes que hacer que
reparar tu ropa, señora. El nuestro no es un arte común que pueda
emplearse para meros caprichos. Estoy segura de que encontrarás
sastres y costureras muy capaces de cumplir con tu petición. Ahora,
si me perdonas…
-Estáte quieta, mujer -dijo Nasuada, con voz llana. El
asombro silenció a Trianna a media frase-. Veo que debo enseñar a
Du Vrangr Gata la misma lección que al Consejo de Ancianos: tal vez
sea joven, pero no soy una niña a la que se pueda tratar con
condescendencia. Te he preguntado por los encajes porque, si puedes
manufacturarlos con rapidez y facilidad por medio de la magia,
podríamos financiar a los vardenos vendiendo encajes y puntillas
baratos por todo el Imperio. La propia gente de Galbatorix nos
proporcionaría los fondos que necesitamos para
sobrevivir.
-Pero eso es ridículo -protestó Trianna. Hasta Farica parecía
escéptica-. No se puede pagar una guerra con
encajes.
Nasuada enarcó una ceja. -¿Por qué no? Muchas mujeres que de
otra manera jamás podrían permitirse un encaje se abalanzarán ante
la oportunidad de comprárnoslo. Lo querrán hasta las mujeres de los
granjeros que deseen aparentar más riqueza de la que tienen. Hasta
los comerciantes ricos y los nobles nos darán su oro, porque
nuestro encaje será más fino que cualquier otro cosido por manos
humanas. Amasaremos una fortuna comparable con la de los enanos.
Eso, suponiendo que tú tengas suficiente habilidad con la magia
para hacer lo que quiero.
Trianna agitó la melena. -¿Pones en duda mi capacidad? -¿Se
puede hacer?
Trianna dudó y luego cogió el vestido de Nasuada y estudió la
cinta de encaje un largo rato. Al fin dijo:
-Debería ser posible, pero tendré que hacer unas pruebas para
estar segura.
-Hazlas de inmediato. A partir de ahora, ésta es tu tarea más
importante. Y busca una puntillera experta que te aconseje con las
figuras.
-Sí, señora Nasuada.
Nasuada se permitió hablar con voz más
suave.
-Bien. Y también quiero que escojas a los más brillantes
miembros de Du Vrangr Gata y que trabajes con ellos para inventar
otras técnicas mágicas con las que ayudar a los
vardenos.
Eso es responsabilidad vuestra, no mía.
-Sí, señora Nasuada.
-Ahora sí puedes irte. Preséntate ante mí mañana por la
mañana.
-Sí, señora Nasuada.
Satisfecha, Nasuada vio irse a la bruja y luego cerró los
ojos y se permitió disfrutar de un momento de orgullo por lo que
acababa de lograr. Sabía que ningún hombre, ni siquiera su padre,
habría dado con aquella solución.
«Ésta es mi contribución a los vardenos», se dijo, deseando
que Ajihad hubiera podido verla. Luego, en voz alta preguntó: -¿Te
he sorprendido, Farica?
-Como siempre, señora.