Tras despedirse, Eragon y Saphira regresaron volando a su casa en el árbol, con la silla nueva de Saphira colgada entre las zarpas. Sin siquiera darse cuenta, ambos abrieron sus mentes de manera gradual y permitieron que la conexión resultara más amplia y profunda, aunque ninguno de los dos buscó conscientemente al otro. Las tumultuosas sensaciones de Eragon, en cualquier caso, debían de ser tan fuertes que Saphira las percibió de todos modos, porque le preguntó:


Bueno, ¿qué ha pasado?

Un dolor latiente fue creciendo tras los ojos de Eragon mientras explicaba el terrible delito que había cometido en Farthen Dür. Saphira quedó tan abrumada como él. Eragon dijo:

Tu regalo tal vez ayude a la niña, pero lo que le hice yo es inexcusable y no servirá más que para hacerle daño.

No toda la culpa es tuya. Comparto contigo el conocimiento del idioma antiguo e, igual que tú, no detecté el error. -Como Eragon guardaba silencio, la dragona añadió-: Al menos hoy la espalda no te ha dado problemas. Da las gracias.

Eragon gruñó, sin ganas de abandonar su ánimo oscuro. ¿Y qué has aprendido tú en este buen día?

A identificar y evitar los modelos climáticos peligrosos.

Hizo una pausa, aparentemente dispuesta a compartir sus recuerdos con él, pero Eragon estaba demasiado preocupado por su errónea bendición para seguir preguntando. Tampoco soportaba en ese momento aquel nivel de intimidad. Al ver que no mostraba mayor interés por el asunto, Saphira se retiró en un silencio taciturno.

Al llegar de vuelta a la habitación, Eragon encontró una bandeja de comida junto a la puerta, igual que la noche anterior. Se llevó la bandeja a la cama -que alguien había hecho con sábanas limpias- y se dispuso a comer, maldiciendo la falta de carne. Cansado por el Rimgar, se recostó en las almohadas y se disponía a dar el primer mordisco cuando sonó un suave repiqueteo en la entrada de su cámara. -Adelante -gruñó.

Bebió un sorbo de agua. Estuvo a punto de atragantarse al ver que Arya traspasaba el umbral. Había abandonado la ropa de cuero que solía llevar, sustituida por una túnica de suave color verde atada a la cintura con una cinta adornada con piedras lunares. También se había quitado la habitual cinta del pelo, que ahora se derramaba en torno a su cara y sobre los hombros. El mayor cambio, sin embargo, no se notaba tanto en la ropa como en su postura: la crispada tensión que impregnaba todo su comportamiento desde que Eragon la viera por primera vez había desaparecido. Al fin parecía relajada.

Se apresuró a ponerse en pie y se dio cuenta de que ella iba descalza. -¡Arya! ¿Qué haces aquí?

Ella se llevó dos dedos a los labios y dijo: -¿Piensas pasar otra noche sin salir?

-Yo…

-Ya llevas tres días en Ellesméra y no has visto nada de la ciudad. Sé que siempre quisiste explorarla. Olvídate del cansancio por una vez y acompáñame.

Se deslizó hacia él, cogió a Zar'roc, que descansaba a su lado, y lo invitó con un gesto.

Eragon se levantó de la cama y la siguió hasta el vestíbulo, desde donde descendieron por la trampilla y luego por la muy inclinada escalera que rodeaba el rasposo tronco del árbol. En lo alto, las nubes resplandecían con los últimos rayos del sol antes de que éste se extinguiera tras el límite del mundo.

A Eragon le cayó un fragmento de corteza en la cabeza y, al alzar la mirada, vio que Saphira se asomaba desde la habitación, agarrada a la madera con las zarpas. Sin abrir las alas, saltó al aire y descendió los treinta metros aproximados que la separaban del suelo, aterrizando en una removida nube de polvo.

Yo también voy.

-Por supuesto -dijo Arya, como si no esperara otra cosa.

Eragon frunció el ceño; quería ir a solas con ella, pero sabía que no debía quejarse.

Caminaron bajo los árboles, donde el crepúsculo extendía ya sus zarcillos hasta el interior de los troncos huecos, las grietas oscuras de los árboles y la cara inferior de las hojas nudosas.

Aquí y allá, alguna antorcha brillaba como una gema en el interior de algún árbol o en la punta de una rama y desprendía suaves manchas de luz a ambos lados del sendero.

Los elfos trabajaban en diversos proyectos en el radio de las antorchas y en torno a ellas, a solas por lo general, salvo por unas pocas parejas. Había varios elfos sentados en lo alto de algunos árboles, tocando melifluas tonadas en sus flautas de caña, mientras otros miraban al cielo con expresión pacífica, entre dormidos y despiertos. Había uno sentado con las piernas cruzadas ante un torno de alfarero que rodaba y rodaba con ritmo regular mientras una delicada urna iba tomando forma bajo sus manos. La mujer gata, Maud, estaba en cuclillas a su lado, entre las sombras, contemplando sus progresos. Había un brillo plateado en sus ojos cuando miró a Eragon y Saphira. El elfo siguió su mirada y los saludó sin dejar de trabajar.

Entre los árboles, Eragon atisbo a un elfo -no supo si hombre o mujer- acuclillado en una piedra en medio de un arroyo y murmurando un hechizo hacia un globo de cristal que sostenía en las manos. Eragon agachó el cuello con la intención de verlo mejor, pero el espectáculo ya se había desvanecido en la oscuridad. -¿A qué se dedican los elfos? -preguntó Eragon en voz muy baja para no molestar a nadie¿Qué profesiones tienen?

Arya contestó en el mismo tono:

-Nuestra habilidad con la magia nos permite disfrutar de tanto ocio como deseemos. No cazamos ni cultivamos la tierra y, en consecuencia, pasamos los días trabajando para dominar aquello que nos interesa, sea lo que fuere. Hay muy pocas cosas que nos exijan esfuerzo.

A través de un túnel de cornejos cubiertos de enredaderas, entraron en el atrio cerrado de una casa que había crecido entre un corro de árboles. Una cabaña abierta ocupaba el centro del atrio, que acogía una forja y un surtido de utensilios; Eragon pensó que hasta Horst los habría envidiado.

Una elfa sostenía unas tenazas pequeñas entre unas ascuas ardientes y accionaba un fuelle con la mano derecha. Con una rapidez asombrosa, sacó las tenazas del fuego - mostrando así un anillo de hierro candente atrapado entre sus extremos-, pasó el anillo por el borde de una armilla incompleta colgada encima del yunque, agarró un martillo y cerró los extremos abiertos del anillo a golpes, entre un estallido de chispas.

Sólo entonces se acercó Arya.

-Atra esterní ono thelduin.

La elfa los miró, con el cuello y las mejillas iluminadas desde abajo por la luz sanguinolenta de las ascuas. Recorría su cara un delicado trazo de arrugas, como tensos cables encajados bajo la piel; Eragon nunca había visto en un elfo semejantes rastros de la edad. La elfa no respondió a Arya, y Eragon sabía que eso era ofensivo y descortés, sobre todo porque la hija de la reina la había honrado al hablar en primer lugar.

-Rhunón-elda, te he traído al nuevo Jinete, Eragon Asesino de Sombras.

-Oí que habías muerto -dijo Rhunón a Arya.

Su voz, al contrario que la de la mayoría de los elfos, era profunda y rasposa. A Eragon le recordó a los ancianos de Carvahall que se sentaban en los porches de sus casas a fumarse una pipa y contar historias.

Arya sonrió. -¿Cuándo saliste de casa por última vez, Rhunón?

-Deberías saberlo. Fue para aquella fiesta del solsticio de verano a la que me obligaste a acudir.

-Hace tres años de eso.

-Ah, ¿sí? -Rhunón frunció el ceño al tiempo que reunía las ascuas y las cubría con una rejilla-. Bueno, ¿y qué? La compañía me impacienta. Un parloteo insignificante que… -Fulminó a Arya con la mirada-. ¿Por qué estamos hablando en este absurdo lenguaje? Supongo que quieres que le forje una espada. Ya sabes que juré no volver a crear ningún instrumento mortal después de la traición de aquel Jinete y la destrucción que provocó con mi espada.

-Eragon ya tiene espada -dijo Arya.

Alzó un brazo y enseñó Zar'roc a la herrera. Rhunón la tomó con una mirada de asombro.

Acarició la funda, del color del vino, se detuvo en el símbolo negro que llevaba labrado, quitó algo de polvo de la empuñadura y luego la envolvió con sus dedos y sacó la espada con toda la autoridad de un guerrero. Miró los dos filos de Zar'roc y flexionó tanto la hoja entre sus manos que Eragon temió que se rompiera. Luego, en un solo movimiento, Rhunón giró a Zar'roc por encima de la cabeza y la bajó de golpe sobre las tenazas que descansaban en el yunque, partiéndolas por la mitad con un resonante tintineo.

-Zar'roc -dijo Rhunón-. Me acuerdo de ti. -Acunó el arma como haría una madre con su primogénito-. Tan perfecta como el día en que fuiste terminada. -Se puso de espaldas y alzó la vista a las nudosas ramas mientras reseguía las curvas del pomo-. Me he pasado toda la vida sacando estas espadas del hierro a martillazos. Luego vino él y las destruyó. Siglos de esfuerzo aniquilados en un instante. Que yo sepa, sólo quedan cuatro ejemplos de mi arte: su espada, la de Oromis y otras dos conservadas por las familias que consiguieron rescatarlas de los Wyrdfell. ¿Wyrdfell?-se atrevió a preguntar Eragon a Arya mentalmente.

Es otro nombre para los Apóstatas.

Rhunón se volvió hacia Eragon.

-Ahora Zar'roc ha vuelto a mí. De todas mis creaciones, ésta es la que menos esperaba recuperar, aparte de la suya. ¿Cómo cayó en tu poder la espada de Morzan?

-Brom me la dio. -¿Brom? -Sopesó a Zar'roc-. Brom… Me acuerdo de Brom. Me suplicó que repusiera la espada que había perdido. En verdad, quería ayudarlo, pero ya había hecho mi juramento.

Mi negativa le hizo perder la razón de pura rabia. Oromis tuvo que dejarlo inconsciente de un golpe para poder sacarlo de aquí.

Eragon recogió aquella información con interés.

-Tu creación me ha servido bien, Rhunón-elda. Si no fuera por Zar'roc, hace mucho que estaría muerto. Maté a la Sombra Durza con ella.

-Ah, ¿sí? Entonces ha hecho algún bien. -Rhunón enfundó a Zar'roc y se la devolvió, aunque no sin cierta reticencia, y luego miró a Saphira-. Ah, bienvenida, Skulblaka.

Bienhallada, Rhunón-elda.

Sin tomarse la molestia de pedir permiso, Rhunón se acercó al hombro de Saphira, le tocó una escama con sus duras uñas y giró el cuello a uno y otro lado con la intención de mirar el translúcido elemento.

-Buen color. No como esos dragones marrones, embarrados y oscuros. Hablando con propiedad, la espada de un Jinete debería combinar con el halo de su dragón, y con este azul se podría haber hecho un filo maravilloso…

La idea parecía agotarla. Regresó al yunque y se quedó mirando la tenaza destrozada, como si ya no le quedaran ganas de repararla.

A Eragon le parecía que no estaba bien terminar la conversación con una nota tan deprimente, pero no se le ocurría una manera de cambiar de tema con tacto. La armilla brillante captó su atención y, al estudiarla con detenimiento, le asombró ver que todos los aros estaban cerrados como si los hubiera soldado a la perfección. Como los eslabones minúsculos se enfriaban tan rápido, normalmente había que soldarlos antes de encajarlos en la malla, lo cual implicaba que las mallas más finas -como la cota de Eragon- estaban compuestas de eslabones soldados y remachados, alternativamente. Salvo que, al parecer, el herrero poseyera la velocidad y la precisión de los elfos.

Eragon dijo:

-Nunca he visto una malla igual que la tuya, ni siquiera las de los enanos. ¿Cómo tienes la paciencia de soldar todos los eslabones? ¿Por qué no usas la magia y te ahorras todo ese trabajo?

En ningún caso esperaba el estallido de pasión que animó a Rhunón. Agitó su corta cabellera y dijo: -¿Y perderme todo el placer de la tarea? Ah, sí, todos los elfos y yo misma podríamos usar la magia para satisfacer nuestros deseos, y algunos lo hacen, pero entonces… ¿Qué significado tendría la vida? ¿Cómo ocuparías tú el tiempo? Dime.

-No lo sé -confesó.

-Persiguiendo aquello que más amas. Cuando te basta con pronunciar unas pocas palabras para obtener lo que quieres, no importa el objetivo, sino el camino que te lleva a él. Lección para ti. Algún día te enfrentarás al mismo dilema, si vives lo suficiente… Y ahora… ¡vete! Me he cansado de esta conversación.

Tras decir eso, Rhunón quitó la rejilla de la fragua, sacó unas tenazas nuevas y metió un anillo entre las ascuas mientras accionaba el fuelle con intensidad reconcentrada.

-Rhunón-elda -dijo Arya-. Recuerda que volveré a por ti la vigilia del Agaetí Blódhren.

Sólo obtuvo un gruñido por respuesta. -¿Hizo ella todas las espadas de los Jinetes? -preguntó Eragon-. ¿Hasta la última?

-Y muchas más. Es la mejor herrera que ha vivido jamás. Me ha parecido que debías conocerla, por su bien y por el tuyo.

-Gracias. ¿Siempre es tan brusca?-preguntó Saphira.

Arya se rió.

-Siempre. Para ella sólo importa su artesanía, y es famosa su impaciencia con cualquier persona u objeto que la interfiera. Se le toleran las excentricidades, sin embargo, por su habilidad increíble y sus logros.

Mientras Arya hablaba, Eragon intentó interpretar el significado de «Agaetí Blódhren».

Estaba casi seguro de que blódh significaba «sangre» y, por lo tanto, blódhren debía de ser «juramento de sangre», pero nunca había oído hablar de «agaetí».

-«Celebración» -explicó Arya cuando se lo preguntó-. Organizamos la Celebración del Juramento de Sangre una vez cada siglo para honrar nuestro pacto con los dragones. Es una suerte para vosotros que estéis aquí ahora, porque ya está muy cerca… -Frunció tanto el ceño que se le juntaron las cejas-. Desde luego, el destino ha preparado una coincidencia muy prometedora.

Sorprendió a Eragon al guiarlos todavía más adentro de Du Weldenvarden por senderos entrecruzados por ortigas y groselleros, hasta que las luces se desvanecieron a su alrededor y entraron en el bosque más asilvestrado. En la oscuridad, Eragon tuvo que confiar en la aguda visión nocturna de Saphira para no perderse. Los curtidos árboles se ensanchaban y estaban cada vez más cercanos entre sí, hasta tal puntó que amenazaban con crear una barrera impenetrable. Justo cuando parecía que ya no podían avanzar, el bosque se terminó y entraron en un claro bañado por la luz de una brillante hoz de luna baja en el cielo por el este.

Un pino solitario se alzaba en medio del claro. No era más alto que los demás de su especie, pero sí más ancho que un centenar de árboles normales sumados; en comparación, los demás parecían tan esqueléticos como pimpollos azotados por el viento. Un manto de raíces irradiaba desde el tronco gigantesco y cubría la tierra con unas venas enfundadas en corteza que causaban la impresión de que todo el bosque fluía desde aquel árbol, como si fuera el mismísimo corazón de Du Weldenvarden. El pino presidía el bosque como una matriarca benevolente y protegía a sus habitantes bajo el refugio de sus ramas.

-He aquí el árbol Menoa -susurró Arya-. Celebramos el Agaetí Blódhren a su sombra.

Un escalofrío recorrió el costado de Eragon al reconocer el nombre. Después de que Angela le adivinara el futuro en Teirm, Solembum se le había acercado y le había dicho:

Cuando llegue el momento en que necesites un arma, mira debajo de las raíces del árbol Menoa.

Luego, cuando todo parezca perdido y tu poder no sea suficiente, ve a la roca de Kuthian y pronuncia tu nombre para abrir la cripta de las Almas.

Eragon no podía imaginar qué clase de alma podía haber enterrada bajo el árbol, ni cómo podía encontrarla. ¿Ves algo? -preguntó a Saphira.

No, pero dudo de que las palabras de Solembum tengan sentido hasta que esté claro que lo necesitamos.

Eragon le contó a Arya las dos partes del consejo del hombre gato, aunque -tal como había hecho ante Ajihad e Islanzadí- mantuvo en secreto la profecía de Angela por su naturaleza personal y porque le dio miedo que permitiera a Arya adivinar la atracción que sentía por ella.

Cuando hubo terminado, Arya le dijo:

-Es poco frecuente que los hombres gato ofrezcan consejo, y si lo hacen, no conviene ignorarlo. Que yo sepa, no hay ningún arma escondida aquí, ni siquiera según las viejas canciones y leyendas. En cuanto a la roca de Kuthian… Ese nombre me suena como si viniera de la voz de un sueño medio olvidado, familiar pero extraño. Lo he oído alguna vez, pero no consigo recordar dónde.

Cuando se acercaron al árbol Menoa, la multitud de hormigas que se arrastraban por encima de las raíces llamó la atención de Eragon. Apenas alcanzaba a ver las leves manchas blancas de los insectos, pero el ejercicio de Oromis lo había sensibilizado a las corrientes de vida del entorno y logró sentir en su mente las primitivas conciencias de las hormigas. Retiró las defensas y permitió que su conciencia fluyera hacia fuera, tocando levemente a Arya y Saphira y expandiéndose luego más allá para ver qué más vivía en el claro.

Con una brusquedad inesperada descubrió una entidad inmensa, un ser consciente de una naturaleza tan colosal que no alcanzaba a percibir los límites de su psique. Hasta el intelecto de Oromis, con el que Eragon había entablado contacto en Farthen Dür, era enano comparado con aquella presencia. Hasta el aire parecía vibrar con la energía y la fuerza que emanaba de… ¿del árbol?

La fuente era inconfundible.

Deliberados e inexorables, los pensamientos del árbol se movían a pasos medidos, lentos como el avance del hielo sobre el granito. No prestaba atención a Eragon ni, seguro, a ningún otro individuo. Estaba preocupado por entero con los asuntos de todo aquello que crece y florece bajo el brillo del sol, con el cáñamo y los lirios, las prímulas de atardecer y la sedosa dedalera y la mostaza amarilla que crecía junto al manzano silvestre con sus flores púrpuras. -¡Está despierto! -exclamó Eragon, llevado por la sorpresa-. O sea… Es inteligente.

Sabía que Saphira también lo estaba sintiendo; la dragona inclinó la cabeza hacia el árbol Menoa, como si escuchara, y luego voló hacia una de las ramas, que eran tan anchas como la carretera de Carvahall a Therinsford. Allí se plantó y dejó colgar la cola, agitándola de un lado a otro con la elegancia de siempre. Era una visión tan extraña, una dragona en un árbol, que Eragon casi se echó a reír.

-Claro que está despierto -dijo Arya. Su voz sonó baja y suave en el aire de la noche-. ¿Quieres que te cuente la historia del árbol Menoa?

-Me encantaría.

Un resplandor blanco cruzó el cielo, como un espectro perseguido, y se deshizo delante de Saphira y Eragon para adoptar la forma de Blagden. Los estrechos hombros del cuervo y su cuello encorvado le daban el aspecto de un avaro que se regocijara ante el brillo de un montón de oro. El cuervo alzó su pálida cabeza y soltó un chillido que no presagiaba nada bueno: -¡Wyrda!

-Esto es lo que pasó. En otro tiempo vivía aquí una mujer, Linnéa, en la época de las especias y el vino, antes de nuestra guerra con los dragones y antes de que nos volviéramos inmortales, en la medida en que pueden serlo todos los entes compuestos de carne vulnerable. Linnéa había envejecido sin el consuelo de un compañero o hijos, ni tampoco sentía necesidad de tenerlos, pues prefería ocuparse del arte de cantar a las plantas, arte que dominaba con maestría. O sea, lo dominó hasta que apareció ante su puerta un joven y la encandiló con sus palabras de amor. Sus carantoñas despertaron una parte de Linnéa de cuya existencia ella ni siquiera había sospechado, un anhelo de experimentar cosas que había sacrificado sin darse cuenta. El ofrecimiento de una segunda oportunidad era una ocasión demasiado grande para dejarla pasar. Abandonó su trabajo y se dedicó al joven, y fueron felices durante un tiempo. »Pero el joven era joven y empezó a desear una compañera de su edad. Le echó el ojo a una mujer joven y la cortejó y obtuvo su favor. Y durante un tiempo fueron felices también.

«Cuando Linnéa descubrió que había sido desdeñada, burlada y abandonada, enloqueció de dolor. El joven había hecho una de las peores maldades: le había dado a probar la plenitud de la vida para luego arrancársela sin más miramientos que el del gallo que revolotea entre una gallina y la siguiente. Ella lo descubrió con la otra mujer y, en un ataque de furia, lo mató a puñaladas.

«Linnéa sabía que lo que había hecho estaba mal. También sabía que, incluso si se le perdonaba el crimen, no podría regresar a su existencia previa. La vida había perdido toda su alegría. Así que se fue al árbol más antiguo de Du Weldenvarden, se apretó contra su tronco y se fundió con él cantando, al tiempo que abandonaba todos los atributos de su raza. Cantó durante tres días y tres noches y, al terminar, se había unificado con sus amadas plantas. Y durante todo el milenio que pasó a partir de entonces no dejó de vigilar el bosque. Así se creó el árbol Menoa.

Tras terminar el relato, Arya y Eragon se sentaron juntos en el montículo de una raíz enorme, a algo más de un metro del suelo. Eragon rebotó los talones en el árbol y se preguntó si Arya le habría contado aquella historia a modo de advertencia o si se trataba de un cuento inocente.

Su duda se endureció, convertida en certeza, cuando ella preguntó: -¿Crees que el joven tuvo la culpa de la tragedia?

-Creo -contestó, sabiendo que una respuesta torpe podía poner a Arya en su contra- que lo que hizo fue cruel… Y que la reacción de Linnéa fue excesiva. Los dos tienen su parte de culpa.

Arya lo miró hasta que Eragon se vio obligado a apartar la mirada.

-No estaban hechos el uno para el otro.

Eragon empezó a negarlo, pero se detuvo. Arya tenía razón. Y lo había manipulado de tal manera que ahora tenía que decirlo en voz alta, y tenía que decírselo nada menos que a ella.

-Tal vez -admitió.

El silencio se acumuló entre ellos como arena amontonada hasta formar una pared que ninguno de los dos quería quebrar. El agudo canturreo de las cigarras resonó desde el borde del claro. Al fin, Eragon dijo:

-Parece que te sienta bien estar en casa.

-Sí.

Con una facilidad inconsciente, Arya se inclinó hacia delante, recogió una ramita que se le había caído al árbol Menoa y empezó a tejer las agujas de pinaza para formar un cesto pequeño.

La sangre caliente subió al rostro de Eragon mientras la miraba. Esperó que la luna no brillara tanto como para revelar que sus mejillas habían adquirido un rojo moteado. -¿Dónde…? ¿Dónde vives? ¿Islanzadí y tú tenéis un palacio o un castillo…?

-Vivimos en la sala Tialdarí, uno de los edificios ancestrales de nuestra familia, en la parte oeste de Ellesméra. Me encantaría enseñarte nuestra casa.

-Ah. -Una cuestión práctica se introdujo de pronto en los confusos pensamientos de Eragon, sustrayéndolo del bochorno-. Arya, ¿tienes hermanos? -Ella negó con la cabeza-. Entonces, ¿eres la única heredera del trono de los elfos?

-Por supuesto. ¿Por qué lo preguntas? Su curiosidad parecía asombrarle.

-No consigo entender que se te permitiera convertirte en embajadora ante los vardenos y los enanos, así como portadora del huevo de Saphira desde aquí hasta Tronjheim. Es una tarea demasiado peligrosa para una princesa, y mucho más para una futura reina.

-Querrás decir que sería demasiado peligroso para una mujer humana. Ya te he dicho otras veces que no soy una de esas mujeres sin recursos. No te das cuenta de que nosotros vemos a nuestros monarcas de manera distinta que vosotros y los enanos. Para nosotros, la mayor responsabilidad de un rey o una reina es servir a su pueblo donde sea y como sea posible. Si eso implica arriesgar nuestra vida en el proceso, agradecemos la oportunidad de demostrar nuestra devoción al hogar, al salón y al honor, como dirían los enanos. Si hubiera muerto en el cumplimiento de mi deber, se habría escogido un sucesor entre nuestras distintas casas. Incluso ahora, nadie podría obligarme a convertirme en reina si me pareciera una perspectiva desagradable. No escogemos a líderes que no estén dispuestos a dedicarse plenamente a sus obligaciones. -Titubeó, y luego recogió las rodillas sobre el pecho y apoyó en ellas la barbilla-. Tuve muchos años para perfeccionar esos argumentos con mi madre. Durante un rato, el cri-cri de las cigarras sonó en el claro sin interrupción-. ¿Cómo van tus estudios con Oromis?

Eragon gruñó y recuperó el malhumor, empujado por una oleada de recuerdos desagradables que arruinaban el placer de estar con Arya. Sólo quería meterse en la cama, dormirse y olvidar aquel día.

-Oromis-elda -dijo, rumiando las palabras en su boca antes de soltarlas- es bastante duro.

Hizo una mueca cuando ella le cogió por el antebrazo con una fuerza dolorosa. -¿Qué ha salido mal?

Intentó zafarse de su mano. -Nada.

-He viajado contigo lo suficiente para saber cuándo estás contento, enfadado… o dolido. ¿Ha pasado algo entre Oromis y tú? Si fuera así, tienes que decírmelo para que se pueda rectificar lo antes posible. ¿O ha sido tu espalda? Podríamos… -¡No es por mi formación! -Pese al resentimiento, Eragon se dio cuenta de que la preocupación de Arya parecía auténtica, y eso le gustó-. Pregúntale a Saphira. Que te lo cuente ella.

-Quiero oírtelo a ti -dijo Arya en voz baja. Los músculos del mentón de Eragon se contrajeron de tanto apretar los dientes. En voz baja, apenas en un susurro, primero describió cómo había fracasado en la meditación en el claro, y luego el incidente que envenenaba su corazón como si tuviera una víbora enroscada en el pecho: la bendición.

Arya le soltó el brazo y se agarró a la raíz del árbol Menoa, como si buscara un punto de equilibrio.

-Barzül. -Aquella palabrota propia de enanos alarmó a Eragon. Nunca había oído a la elfa pronunciar nada parecido, y aquélla era particularmente apropiada, pues significaba «mal fario»-. Supe de tu acción en Farthen Dür, claro, pero nunca pensé… Nunca sospeché que pudiera ocurrir algo así. Te suplico que me perdones, Eragon, por obligarte a salir de tus aposentos esta noche. No entendía tu malhumor. Tendrás ganas de estar solo.

-No -contestó-. No, agradezco la compañía y las cosas que me has enseñado. -Eragon sonrió a Arya, y al cabo de unos segundos ella le devolvió la sonrisa. Se quedaron juntos, sentados y quietos junto a la base del viejo árbol, y contemplaron cómo la luna trazaba un arco sobre el bosque en paz antes de esconderse entre las nubes-. Sólo quisiera saber qué será de esa niña.

En lo alto, Blagden agitó sus alas blancas como un hueso y aulló: -¡Wyrda!