A la mañana siguiente, Eragon fue a buscar a Arya para disculparse. La buscó sin éxito durante más de una hora. Parecía que se hubiera desvanecido entre los muchos rincones escondidos de Ellesméra. En una ocasión la atisbo al detenerse ante la entrada del salón de Tialdarí y la llamó, pero ella desapareció sin darle tiempo a llegar a su lado. «Me está evitando», aceptó finalmente.


A medida que iban pasando los días, Eragon se entregó a la formación de Oromis con un celo que el veterano Jinete alababa, concentrado en sus estudios para distraer sus pensamientos de Arya.

Día y noche se esforzaba por dominar las lecciones. Memorizaba las palabras necesarias para crear, unir e invocar; aprendía los verdaderos nombres de plantas y animales; estudiaba los peligros de la transmutación, cómo convocar al viento y al mar, y la miríada de habilidades necesarias para entender las fuerzas del mundo. Sobresalía en los hechizos que requerían grandes energías -cómo la luz, el calor y el magnetismo-, pues poseía talento para juzgar casi con exactitud cuánta fuerza demandaba una tarea y determinar si superaría las reservas de su cuerpo.

De vez en cuando Orik se acercaba a mirar y se quedaba al borde del claro sin hacer comentarios mientras Oromis enseñaba a Eragon, o mientras éste se enfrentaba a solas con algún hechizo particularmente difícil.

Oromis le planteó muchos desafíos. Hizo que Eragon cocinara con magia, para enseñarle a tener un control más fino de la gramaticia; el resultado de los primeros intentos fue una masa renegrida. El elfo le enseñó a detectar y neutralizar toda clase de venenos y, desde entonces, Eragon tuvo que inspeccionar su comida en busca de las diversas ponzoñas que Oro-mis podía colarle en ella. Más de una vez Eragon pasó hambre por no ser capaz de encontrar el veneno, o de contrarrestarlo. Dos veces enfermó tanto que Oromis tuvo que curarlo. Y el elfo le hacía lanzar múltiples hechizos de modo simultáneo, lo cual requería una concentración tremenda para que cada hechizo se dirigiera a su objetivo y evitar que se mezclaran entre los diversos objetos que Eragon pretendía condicionar.

Oromis dedicaba largas horas al arte de imbuir materia a la energía, ya fuera para liberarla más adelante o para conceder ciertos atributos a algún objeto. Le dijo:

-Así fue como Rhunón encantó las espadas de los Jinetes para que nunca se quebraran ni perdieran el filo; así cantamos a las plantas para que crezca de ellas lo que queremos; así se puede poner una trampa en una caja para que se accione al abrirla; así hacemos nosotros y los enanos las Erisdar, nuestras antorchas, y así puedes curar a un herido, por mencionar sólo algunos usos. Éstos son los hechizos más poderosos, pues pueden permanecer dormidos mil años o más y son difíciles de percibir y de evitar. Casi toda Alagaésia está impregnada de ellos; dan forma a la tierra y al destino de quienes viven aquí.

Eragon preguntó:

-Podrías usar esta técnica para alterar tu propio cuerpo, ¿no? ¿O es demasiado peligroso?

Los labios de Oromis se apretaron en una leve sonrisa.

-Por desgracia, has tropezado con la mayor debilidad de los elfos: nuestra vanidad. Amamos la belleza en todas sus formas y ansiamos representar ese ideal en nuestra apariencia.

Por eso se nos conoce como la Gente Hermosa. Todos los elfos tienen exactamente el aspecto que desean. Cuando aprenden los hechizos necesarios para hacer que las cosas vivas crezcan y adopten formas, a menudo escogen modificar su apariencia para reflejar mejor su personalidad. Unos pocos elfos han ido más allá de los meros cambios estéticos y han alterado su autonomía para adaptarse a diversos entornos, como verás durante la celebración del Juramento de Sangre. A menudo, son más animales que elfos. »En cualquier caso, transferir poder a una criatura viva no es lo mismo que transferírselo a un objeto inanimado. Hay pocos materiales capaces de acumular energía; la mayoría permiten que se disipe o se cargan tanto que cuando tocas el objeto, te recorre un relámpago.

Los mejores materiales que hemos encontrado para este propósito son las gemas. El cuarzo, las ágatas y otras piedras menores no son tan eficaces como, digamos, un diamante, pero cual-quier gema sirve. Por eso las espadas de los Jinetes tienen siempre una joya en el pomo.

Y también por eso el collar que te dieron los enanos -todo él de metal- necesita absorber tu energía para poner en marcha su hechizo, pues no puede contener energía propia.

Cuando no estaba con Oromis, Eragon complementaba su educación leyendo los muchos pergaminos que le daba el elfo, hábito al que pronto se hizo adicto. La formación de la infancia de Eragon -limitada como estaba por la escasa tutela de Garrow- lo había expuesto tan sólo a los conocimientos necesarios para mantener una granja. La información que descubría en aquellos kilómetros de papel fluía por él como la lluvia por la tierra cuarteada, saciando una sed que hasta entonces no había conocido. Devoró textos de geografía, biología, anatomía, filosofía y matemáticas, así como memorias, biografías e historias. Más importante que los meros datos era su introducción a formas alternativas de pensar. Retaban sus creencias y lo obligaban a reexaminar lo que daba por hecho acerca de todo, desde los derechos de un individuo dentro de la sociedad hasta la razón de que el sol se moviera por el cielo.

Se dio cuenta de que había unos cuantos pergaminos referidos a los úrgalos y a su cultura. Eragon los leyó y no hizo ningún comentario; tampoco Oromis sacó el tema.

Por sus estudios, Eragon aprendió mucho de los elfos, un conocimiento que perseguía con avidez, esperando que eso le permitiera conocer mejor a Arya. Para su sorpresa, descubrió que los elfos no practicaban el matrimonio, sino que tomaban a sus parejas por el tiempo que quisieran, ya fuera un día o un siglo. Los niños eran escasos y, entre los elfos, tener un hijo se consideraba como el voto de amor definitivo.

Eragon aprendió también que, desde que las dos razas se encontraran por primera vez, sólo había existido un puñado de parejas mixtas; casi siempre, Jinetes humanos que habían encontrado a su pareja idónea entre las elfas. Sin embargo, hasta donde pudo descifrar por los crípticos anales, casi todas aquellas relaciones habían terminado trágicamente, pues o bien los amantes eran incapaces de relacionarse entre sí, o bien los humanos habían envejecido y muerto mientras las elfas se libraban de los estragos del tiempo.

Aparte de los ensayos, Oromis proporcionó a Eragon copias de las más importantes canciones de los elfos, así como de sus poemas y gestas épicas, que capturaban la imaginación del alumno, pues sólo estaba familiarizado con las que Brom le había recitado en Carvahall.

Saboreaba las gestas con tanta fruición como habría disfrutado de una comida bien guisada, y se entretenía con La gesta de Géda o con La balada de Umhodan para prolongar su disfrute de aquellas historias.

El entrenamiento de Saphira proseguía a buen ritmo. Como estaba vinculado a su mente, Eragon alcanzó a ver cómo Glaedr la sometía a un régimen de ejercicio tan agotador como el suyo. Practicaba cómo mantenerse en el aire al tiempo que alzaba rocas, así como carreras develocidad, saltos y otras acrobacias. Para aumentar su resistencia, Glaedr le hacía echar fuego durante horas sobre un pilar de piedra con la intención de derretirlo. Al principio Saphira apenas podía mantener las llamas durante unos pocos minutos, pero en poco tiempo la antorcha abrasadora aguantaba más de media hora sin interrupción saliendo por sus fauces y dejaba el pilar candente. Eragon también asistió a todas las leyendas de dragones que Glaedr enseñó a Saphira, detalles de la vida y la historia de los dragones para complementar su conocimiento intuitivo. Una buena parte resultaba incomprensible para Eragon, y sopechaba que además Saphira le escondía aún más, algunos secretos que los dragones no compartían con nadie. Algo que llegó a atisbar, y que Saphira atesoraba, fue el nombre de su padre, Iormúngr, y de su madre, Vervada, que significaba «La que surca la tormenta» en el idioma antiguo. Así como Iormúngr se había vinculado con un Jinete, Vervada era un dragón salvaje que había puesto muchos huevos, pero sólo había confiado uno a los Jinetes: el de Saphira.

Ambos dragones habían fallecido en la Caída.

Algunos días, Eragon y Saphira volaban con Oromis y Glaedr y practicaban el combate aéreo, o visitaban algunas ruinas desastradas, escondidas en el interior de Du Weldenvarden. Otros, revertían el orden normal de las cosas y Eragon acompañaba a Glaedr, mientras que Saphira se quedaba con Oromis en los riscos de Tel'naeír.

Cada mañana Eragon se entrenaba con Vanir, lo cual, sin excepción, le provocaba por lo menos un ataque diario de dolor. Para empeorar las cosas, el elfo seguía tratando a Eragon con condescendencia altiva. Le soltaba indirectas oblicuas que, en apariencia, nunca excedían los límites de la educación, y se negaba a ceder a la ira por mucho que Eragon lo pinchara.

Éste odiaba a Vanir y su comportamiento frío y afectado. Parecía como si el elfo lo insultara con cada movimiento. Y los compañeros de Vanir -que, hasta donde podía juzgar Eragon, eran de una generación más joven- compartían su desagrado velado hacia Eragon, aunque nunca mostraron más que respeto por Saphira.

Su rivalidad llegó al colmo cuando, después de vencer a Eragon seis veces seguidas, Vanir bajó la espada y dijo:

-Muerto otra vez, Asesino de Sombras. Qué repetitivo. ¿Quieres seguir?

El tono sugería que a él le parecía inútil.

-Sí -gruñó Eragon.

Ya había sufrido un episodio de dolor de espalda y no estaba para conversaciones. Aun así, Vanir le preguntó:

-Mira, tengo una curiosidad. ¿Cómo mataste a Durza, con lo lento que eres? No puedo imaginar cómo te las arreglaste.

Y Eragon se vio impulsado a contestar:

-Lo cogí por sorpresa.

-Perdóname. Debería haber supuesto que había alguna trampa.

Eragon se resistió al impulso de rechinar los dientes.

-Si yo fuera un elfo, o tú un humano, no serías capaz de igualarme con la espada.

-Tal vez -respondió Vanir. Volvió a adoptar la posición inicial de pelea y, en apenas tres segundos y dos golpes, desarmó a Eragon-. Pero no lo creo. No deberías fanfarronear ante un espadachín mejor que tú, pues podría castigarte por tu temeridad.

Entonces Eragon perdió el humor y rebuscó en su interior el torrente de la magia. Liberó la energía acumulada con uno de los doce lazos menores, gritando: -¡Malthinae!

Pretendía encadenar las piernas y los brazos de Vanir y mantenerle la boca cerrada para que no pronunciara ningún hechizo de contraataque. La indignación brilló en los ojos del elfo.

-Y tú no deberías fanfarronear con alguien más hábil que tú con la magia -dijo Eragon.

Sin previo aviso, sin que Vanir susurrara siquiera una palabra, una fuerza invisible golpeó a Eragon en el pecho y lo envió diez metros atrás sobre la hierba, donde aterrizó de costado, sin aire en los pulmones. El impacto interrumpió su control de la magia y liberó a Vanir.

«¿Cómo lo ha hecho?»

Vanir avanzó hasta él y le dijo:

-Tu ignorancia te traiciona, humano. No sabes de qué hablas. Y pensar que fuiste escogido para suceder a Vrael, que te dieron sus aposentos, que has tenido el honor de servir al Sabio Doliente… -Meneó la cabeza-. Me da asco que esos dones se concedan a alguien tan poco valioso. Ni siquiera entiendes qué es la magia, ni cómo funciona.

La rabia resurgió en Eragon como una marea encarnada. -¿Qué te he hecho yo a ti? -preguntó-. ¿Por qué me desprecias tanto? ¿Preferirías que no existiera ningún Jinete para oponerse a Galbatorix?

-Lo que yo opine tiene poca importancia.

-Lo sé, pero me gustaría escucharlo.

-Escuchar, como escribió Nuala en Las convocatorias, es el camino de la sabiduría sólo cuando es el resultado de una decisión consciente, y no de un vacío de percepción.

-Controla tu lengua, Vanir, y dame una respuesta sincera.

Vanir sonrió con frialdad.

-Como tú mandes, oh, Jinete. -Tras acercarse para que Eragon pudiera oír su suave voz, el elfo dijo-: Durante ochenta años, tras la caída de los Jinetes, no tuvimos ninguna esperanza de victoria. Sobrevivimos escondiéndonos por medio del engaño y la magia, que sólo es una medida temporal, pues al final Galbatorix tendrá la fuerza suficiente para marchar contra nosotros y barrer nuestras defensas. Luego, mucho después de resignarnos a nuestro destino, Brom y Jeod rescataron el huevo de Saphira, y de nuevo existió la posibilidad de derrotar al malvado usurpador. Imagínate nuestra alegría, nuestras celebraciones. Sabíamos que para enfrentarse a Galbatorix, el nuevo jinete tenía que ser más poderoso que cualquiera de sus antepasados, incluso más poderoso que Vrael. ¿Y cómo se recompensó nuestra paciencia?

Con otro humano, como Galbatorix. Peor…:un tullido. Nos condenaste a todos, Eragon, en cuanto tocaste el huevo de Saphira. No esperes que te demos la bienvenida.

Vanir se tocó los labios con el índice y el corazón, pasó junto a Eragon y abandonó el campo de entrenamiento, dejándolo clavado en su lugar.

«Tiene razón -pensó Eragon-. No soy digno de la tarea. Cualquiera de estos elfos, incluso Vanir, sería mejor Jinete que yo.»

Irradiando indignación, Saphira estrechó el contacto entre ellos. ¿Tan poco valoras mi criterio, Eragon? Olvidas que mientras estaba en el huevo, Arya me expuso a todos y cada uno de estos elfos -así como a muchos hijos de los vardenos- y los rechacé a todos. No habría escogido como Jinete a nadie que no pudiera ayudara tu raza, la mía y la de los elfos, pues las tres compartimos un destino entrelazado. Eras la persona adecuada, en el lugar y el momento adecuados. Nunca te olvides de eso.

Si eso fue cierto en algún momento -contestó Eragon-, sería antes de que Durzan me hiriese.

Ahora no veo más que oscuridad y maldad en nuestro futuro. No renunciaré, pero temo que no logre268 mos imponernos. Tal vez nuestra tarea no sea destronar a Galbatorix, sino preparar el camino para el próximo Jinete escogido por los huevos que quedan.

En los riscos de Tel'naeír, Eragon encontró a Oromis sentado a la mesa en su cabaña, pintando un paisaje con tinta negra en la parte baja de un pergamino que acababa de escribir.

Eragon hizo una reverencia y se arrodilló.

-Maestro.

Pasaron quince minutos hasta que Oromis terminó de dibujar los copetes de agujas en un enebro retorcido, dejó a un lado la tinta, limpió su pincel de marta cibelina con agua de un bote de arcilla y se dirigió a Eragon: -¿Por qué has venido tan pronto?

-Me disculpo por haberte molestado, pero Vanir abandonó nuestra lucha antes de tiempo y no sabía qué hacer. -¿Y por qué se ha ido tan pronto Vanir, Eragon-vodhr?

Oromis entrelazó las manos en el regazo durante el relato de Eragon, que terminó con estas palabras:

-No tendría que haber perdido el control, pero lo he perdido, y eso me ha hecho parecer más estúpido todavía. Te he fallado, Maestro.

-Así es -respondió Oromis-. Tal vez Vanir te haya provocado, pero eso no era razón para responder del mismo modo. Has de mantener un mayor control de tus emociones, Eragon. Si dejas que el temperamento domine tu juicio durante una batalla, puede costarte la vida.

Además, esos comportamientos infantiles sólo sirven para dar la razón a los elfos que se te oponen. Nuestras maquinaciones son sutiles y dejan poco espacio para esa clase de errores.

-Lo siento, Maestro. No volverá a ocurrir.

Como Oromis parecía decidido a esperar en su silla hasta que llegara la hora en que solían empezar a practicar el Rimgar, Eragon aprovechó la ocasión para preguntar: -¿Cómo puede haber usado la magia Vanir sin hablar? -¿Eso ha hecho? Tal vez algún otro elfo haya decidido ayudarle.

Eragon negó con la cabeza.

-Durante mi primer día en Ellesméra, también vi a Islanzadí convocar una cascada de flores dando una palmada, sin nada más. Y Vanir me ha dicho que no entendía cómo funciona la magia. ¿Qué quería decir?

-Una vez más -dijo Oromis, resignado-, atisbas un conocimiento para el que no estás preparado. Sin embargo, debido a las circunstancias, no puedo negártelo. Sólo debes saber esto: lo que pides no se le enseñó a los Jinetes, ni lo aprenden nuestros magos, mientras no dominen todos los demás aspectos de la magia, pues ése es el secreto de la auténtica naturaleza de la magia y del idioma antiguo. Los que lo conocen pueden adquirir un gran poder, sí, pero corren a cambio un riesgo terrible. -Se calló un momento-. ¿Cómo se vincula el idioma antiguo a la magia, Eragon-vodhr?

-Las palabras del idioma antiguo pueden liberar la energía acumulada en el cuerpo y, de ese modo, activar un hechizo.

-Aja. ¿O sea que ciertos sonidos, ciertas vibraciones del aire pueden conectar con esa energía? ¿Sonidos tal vez producidos al azar por una criatura o un objeto?

-Sí, Maestro. -¿No te parece absurdo?

Confundido, Eragon contestó:

-No importa que parezca absurdo, Maestro; simplemente es así. ¿Ha de parecerme absurdo que la luna crezca o mengüe, que se sucedan las estaciones o que los pájaros vuelen hacia el sur en invierno?

-Claro que no. Pero ¿cómo puede ser que un mero sonido tenga tantos efectos? ¿Puede ser que ciertos patrones de tono y volumen realmente disparen reacciones que nos permiten manipular la energía?

-Pues así es.

-El sonido no controla la magia. Lo importante no es decir una palabra o una frase en este lenguaje, sino pensarla en él. -Giró una muñeca y apareció en la palma de la mano una llama dorada, que luego se consumió-. Sin embargo, salvo que la necesidad sea imperiosa, pronunciaremos los hechizos en voz alta para evitar que algún pensamiento peregrino interfiera con ellos, cosa que resulta peligrosa incluso para el mago más experimentado.

Las implicaciones que eso tenía abrumaron a Eragon. Recordó cuando había estado a punto de ahogarse bajo la cascada del lago Kóstha-mérna y su incapacidad para acceder a la magia por el agua que lo rodeaba. «Si lo hubiera sabido entonces, habría podido salvarme», pensó.

-Maestro -dijo-, si el sonido no afecta a la magia, ¿por qué sí lo hacen los pensamientos?

Esta vez Oromis sonrió.

-Eso, ¿por qué? Debo señalar que nosotros no somos la fuente de la magia. La magia puede existir por sí misma, independiente de cualquier hechizo, como en las luces fantasmagóricas de las ciénagas de los Arough, el pozo de sueños de las cuevas Mani, en las montañas Beor, y el cristal flotante de Eoam. Esa clase de magia salvaje es traicionera, impredecible y a menudo más fuerte que cualquiera que podamos provocar nosotros. »Hace eones, toda la magia era así. Para usarla sólo hacía falta la capacidad de sentir la magia con la mente, algo que debe poseer todo mago, y el deseo y la fuerza necesarios. Sin la estructura del idioma antiguo, los magos no podían dominar su talento y, en consecuencia, soltaron muchos males por la tierra y hubo miles de muertos. Con el tiempo descubrieron que manifestar sus intenciones en su lenguaje les ayudaba a ordenar los pensamientos y evitar errores costosos. Pero no era un método a prueba de fallos. Al final, ocurrió un accidente tan horroroso que casi destruyó a todos los seres vivos del mundo. Sabemos de ese suceso por fragmentos de manuscritos que sobrevivieron a la era, pero se nos escapa quién o qué emitió aquel hechizo fatal. Los manuscritos dicen que, más tarde, una raza llamada Gente Gris (que no eran elfos, pues nosotros éramos entonces muy jóvenes) unió sus recursos y pronunció un hechizo, tal vez el más grande que haya existido o vaya a existir jamás. Juntos, los miembros de la Gente Gris cambiaron la naturaleza de la magia. Lo hicieron de tal modo que su lenguaje, el idioma antiguo, controlara lo que se podía hacer con un hechizo…, que llegara a limitar la magia de tal modo que si alguien decía "quema esa puerta" y por azar pensaba en mí al mismo tiempo, la magia quemara la puerta, pero no a mí. Y le dieron al idioma antiguo sus dos rasgos exclusivos: la capacidad de impedir que quienes lo usan puedan mentir y la de describir la verdadera naturaleza de las cosas. Sigue siendo un misterio cómo lo consiguieron. »Los manuscritos discrepan sobre lo que le pasó a la Gente Gris tras terminar su trabajo, pero parece que el hechizo les consumió toda la energía y los convirtió en sombras de sí mismos. Se desvanecieron y decidieron vivir en sus ciudades hasta que las piedras se desplomaran, convertidas en polvo, o tal vez emparejarse con las razas más jóvenes y así desaparecer en la oscuridad.

-Entonces -dijo Eragon-, ¿se puede usar la magia sin el idioma antiguo? -¿Cómo crees que echa fuego Saphira? Según tu propio relato, no pronunció ninguna palabra cuando convirtió en diamantes la tumba de Brom, ni cuando bendijo a la niña de Farthen Dür. Las mentes de los dragones son distintas de las nuestras; no necesitan protegerse de la magia. No pueden usarla a conciencia, aparte de para el fuego; pero cuando los toca el don, adquieren una fuerza sin par… Pareces preocupado, Eragon. ¿Por qué?

Eragon se miró las manos. -¿Qué significa eso para mí, Maestro?

-Significa que seguirás estudiando el idioma antiguo porque gracias a él puedes lograr cosas que de otro modo te costarían demasiado o serían demasiado peligrosas. Significa que si te capturan y te amordazan, puedes invocar la magia igualmente para liberarte, como ha hecho Vanir. Significa que si te capturan y te drogan y no consigues recordar el idioma antiguo, sí, incluso entonces, puedes soltar un hechizo, aunque sólo en las circunstancias más graves. Y significa que si has de hechizar algo que no tiene nombre en el idioma antiguo, puedes hacerlo. -Hizo una pausa-. Pero cuídate de la tentación de usar esos poderes. Incluso los más sabios de entre nosotros dudan antes de jugar con ellos por miedo a la muerte, o a algo peor.

A la mañana siguiente, y todas las mañanas a partir de entonces mientras siguió en Ellesméra, Eragon se batió en duelo con Vanir, pero no volvió a perder el temperamento, dijera el elfo lo que dijera.

A Eragon tampoco le apetecía dedicar energía a esa rivalidad. Cada vez le dolía la espalda con más frecuencia y lo llevaba a los límites de su resistencia. Los ataques debilitadores lo sensibilizaban: acciones que antes no le provocaban el menor problema podían ahora dejarlo temblando en el suelo. Incluso el Rimgar empezó a provocarle ataques cuando avanzó a pos-turas más forzadas. No era extraño que sufriera tres o cuatro episodios de esa clase en un so-lo día.

Eragon estaba más demacrado. Caminaba arrastrando los pies, con movimientos lentos y cuidadosos para intentar conservar las fuerzas. Se le hacía más difícil pensar con claridad o prestar atención a las lecciones de Oromis, y empezaron a aparecer en su memoria lagunas de las que no era capaz de responder. En su tiempo libre, volvía a sacar el rompecabezas de Orik con la intención de concentrarse en los desafiantes anillos entrelazados antes que en su situación. Cuando Saphira estaba con él, insistía en que montara en su grupa y hacía cuanto podía para que estuviera cómodo y para ahorrarle esfuerzos.

Una mañana, mientras se aferraba a una de las púas de su espalda, Eragon le dijo:

Tengo un nombre nuevo para el dolor. ¿Cómo es?

El arrasador. Porque cuando sientes el dolor, no existe nada más. Ni el pensamiento. Ni la emoción. Sólo la ansiedad de evitar el dolor. Cuando es fuerte, el arrasador nos despoja de todo lo que nos convierte en quienes somos hasta que nos reduce a criaturas inferiores a los animales, criaturas con un solo deseo y objetivo: escapar.

Pues es un buen nombre.

Me estoy destruyendo, Saphira, como un viejo caballo que ha arado demasiados campos. Sostenme con tu mente, porque podría abandonarme y olvidar quién soy.

No te soltaré nunca.

Poco después, Eragon fue víctima de tres ataques de agonía mientras peleaba con Vanir, y luego otros dos al practicar el Rimgar. Mientras se estiraba para desarmar el círculo que había formado con su cuerpo, Oromis le dijo:

-Una vez más, Eragon. Has de perfeccionar el equilibrio.

Eragon negó con la cabeza y, en tono grave, gruñó:

-No.

Se cruzó de brazos para disimular el temblor. -¿Qué?

-Que no.

-Levántate, Eragon, y vuélvelo a intentar. -¡No! Haz tú esa postura. Yo no.

Oromis se arrodilló junto a Eragon y le apoyó una mano fría en la mejilla. La dejó allí y lo miró con tanta ternura que Eragon entendió la profundidad de la compasión que el elfo sentía por él y que, si pudiera, Oromis asumiría de buen grado el dolor de Eragon para aliviarle el sufrimiento.

-No abandones la esperanza -dijo Oromis-. Eso nunca. -Una cierta fortaleza parecía fluir de él hacia Eragon-. Somos Jinetes. Estamos entre la luz y la oscuridad y mantenemos el equilibrio entre ambas. La ignorancia, el miedo y el odio: ésos son nuestros enemigos. Niégalos con todas tus fuerzas, Eragon, porque si no, fracasaremos. -Se levantó y extendió una mano hacia Eragon-. ¡Levántate ahora, Asesino de Sombras, y demuestra que puedes dominar los instintos de tu carne!

Eragon respiró hondo y se apoyó en un brazo para levantarse, haciendo muecas por el esfuerzo. Consiguió equilibrar los pies, se detuvo un momento y luego se estiró cuan alto era y miró a Oromis a los ojos.

El elfo asintió en señal de aprobación. Eragon guardó silencio hasta que terminaron el Rimgar y se fue a bañarse al arroyo, tras lo cual dijo: -Maestro… -¿Sí, Eragon? -¿Por qué he de aguantar esta tortura? Podrías usar la magia para darme las habilidades que necesito, para dar forma a mi cuerpo, como hacéis con las plantas y los árboles.

-Podría, pero si lo hiciera, no entenderías cómo habrías conseguido tu cuerpo y tus habilidades, ni cómo mantenerlas. No hay atajos en el sendero que transitas, Eragon.

El agua fría recorrió el cuerpo de Eragon cuando se agachó en el arroyo. Hundió la cabeza bajo la superficie, sujetándose a una roca para que no se lo llevara la corriente, y se quedó estirado, sintiéndose como una flecha que volara entre el agua.