Contempló el amanecer, y los pensamientos sobre Arya
invadieron su mente, igual que en todas las horas transcurridas
desde el Agaetí Blódhren, dos días antes. A la mañana siguiente de
la celebración había ido a buscarla al salón Tialdarí -con la
intención de excusarse por su comportamiento-, sólo para descubrir
que ya había partido hacia Surda. «¿Cuándo volveré a verla?», se
preguntaba. Bajo la clara luz del día se había dado cuenta de la
medida en que la magia de los elfos y los dragones le había
perturbado el conocimiento durante el Agaetí Blódhren. «Tal vez
haya actuado como un tonto, pero no fue del todo por culpa
mía.
Tenía la misma responsabilidad por mi conducta que si hubiera
estado borracho.»
Aun así, todas las palabras que le había dicho a Arya eran
verdaderas, pese a que en condiciones normales no se habría
sincerado tanto. Su rechazo le había llegado a lo más
hondo.
Libre de los hechizos que le habían nublado la mente, se veía
obligado a admitir que probablemente ella tenía razón, que la
diferencia de edad era demasiado grande. Le costaba aceptarlo, y
cuando al fin lo consiguió, aquella noción no hacía más que
aumentar su angustia.
Eragon había oído antes la expresión «corazón partido». Hasta
entonces siempre la había considerado como una descripción
fantasiosa, no un verdadero síntoma físico. Sin embargo, ahora
sentía un profundo dolor en el pecho -como si tuviera un músculo
dañado- y le dolía cada latido del corazón.
Su único consuelo era Saphira. Durante esos días no había
criticado ninguno de sus actos ni lo había dejado solo más que unos
pocos minutos, y le había prestado todo el apoyo de su compañía.
También hablaba mucho con él y hacía todo lo posible por sacarlo
del caparazón de su silencio.
Para evitar pasarse el tiempo pensando en Arya, Eragon sacó
el anillo rompecabezas de Orik de su mesita de noche y lo rodó
entre los dedos, maravillado por lo mucho que se habían afinado sus
sentidos. Podía notar hasta la menor ranura en el metal retorcido.
Mientras estudiaba el anillo, percibió un cierto patrón en la
disposición de las cintas de oro, un patrón que hasta entonces se
le había escapado. Confiando en su instinto, manipuló las cintas
según la secuencia que le sugería su observación. Obtuvo gran
placer al ver que las ocho piezas encajaban a la perfección y
formaban un conjunto sólido. Se puso el anillo en el dedo anular de
la mano derecha y admiró el modo en que las cintas entrelazadas
captaban la luz.
Antes no podías hacerlo -observó Saphira desde el hueco del
suelo en que dormía.
Veo muchas cosas que antes se me escondían.
Eragon fue al baño y se dedicó a sus abluciones matinales,
que incluían el afeitado de la escasa barba que cubría sus mejillas
por medio de un hechizo. Pese a que ahora se parecía mucho a los
elfos, seguía creciéndole la barba.
Cuando Eragon y Saphira llegaron al campo de entrenamiento,
Orik los estaba esperando.
Se le iluminaron los ojos cuando Eragon alzó la mano y le
mostró el anillo reconstruido. -¿Así que lo has
solucionado?
-Me ha costado más de lo que esperaba -contestó Eragon-, pero
sí. ¿También has venido a entrenar?
-En… Ya he practicado un poco el hacha con un elfo que el
otro día se regodeó golpeándome la cabeza. No, he venido a verte
pelear.
-Ya me has visto otras veces -señaló Eragon.
-No, hace tiempo que no te veo.
-Quieres decir que sientes curiosidad por ver cómo he
cambiado.
Por toda respuesta, Orik se encogió de
hombros.
Vanir se acercó desde el lado contrario del campo. -¿Estás
listo, Asesino de Sombras? -exclamó.
El comportamiento condescendiente del elfo se había reducido
algo desde su último duelo, anterior al Agaetí Blódhren, pero no
mucho.
-Estoy listo.
Eragon y Vanir se situaron cara a cara en una zona abierta
del campo. Eragon vació su mente y desenfundó a Zar'roc tan rápido
como pudo. Para su sorpresa, la espada parecía pesar menos que una
vara de sauce. Al no recibir la esperada resistencia, el brazo de
Eragon quedó recto de golpe y la espada salió volando de su mano y
recorrió unos veinte metros hacia la derecha, donde se clavó en el
tronco de un pino. -¿Ni siquiera eres capaz de sujetar la espada,
Jinete? -preguntó Vanir.
-Te pido perdón, Vanir-vodhr -dijo Eragon, con el habla
entrecortada. Se agarró el codo y se frotó la articulación
lesionada para reducir el dolor-. He medido mal mis
fuerzas.
-Asegúrate de que no vuelva a ocurrir.
Vanir se acercó al árbol, cogió la empuñadura de Zar'roc y
trató de liberar la espada. El arma permaneció inmóvil. Vanir
arqueó tanto las cejas que se le juntaron en la frente mientras
miraba la rígida hoja roja, como si sospechara que se trataba de
algún truco. El elfo apoyó los pies con firmeza, dio un tirón hacia
atrás y, con un crujido de la madera, arrancó a Zar'roc del
pino.
Eragon aceptó la espada que le entregaba Vanir y la blandió,
preocupado porque le parecía muy ligera. «Aquí pasa algo», pensó.
-¡Ponte en guardia!
Esta vez fue Vanir quien inició la batalla. De un solo salto
cruzó la distancia que los separaba y lanzó la espada hacia el
hombro derecho de Eragon. A éste le parecía que el elfo se movía
más despacio de lo habitual, como si los reflejos de Vanir se
hubieran reducido hasta el nivel de los humanos. Le costó poco
desviar la espada de Vanir, y el metal emitió chispas azules cuando
los dos filos se rozaron.
Vanir aterrizó con expresión de asombro. Volvió a golpear, y
Eragon esquivó la espada echándose hacia atrás, como un árbol que
se meciera al viento. En rápida sucesión, Vanir soltó una lluvia de
duros golpes contra Eragon, pero éste los esquivó o desvió todos,
usando en la misma medida la espada y la funda para frustrar la
arremetida del elfo.
Eragon no tardó en darse cuenta de que el dragón espectral
del Agaetí Blódhren había hecho algo más que alterar su apariencia;
también le había concedido las habilidades físicas de los elfos. En
fuerza y velocidad, Eragon igualaba ahora incluso al elfo más
atlético.
Espoleado por esa noción y por el deseo de comprobar sus
límites, Eragon saltó tan alto como pudo. Zar'roc emitió un brillo
encarnado bajo la luz del sol mientras él volaba hacia el cielo
alcanzando una altura superior a los tres metros antes de
revolotear como un acróbata y aterrizar detrás de Vanir, que seguía
mirando hacia donde estaba al principio.
A Eragon se le escapó una risa salvaje. Ya no se encontraba
impotente ante los elfos, las Sombras o cualquier otra criatura
mágica. Ya no sufriría el escarnio de los elfos. Ya no tendría que
depender de Saphira ni de Arya para que lo rescataran de enemigos
como Durza.
Atacó a Vanir, y resonó en el campo un estruendo furioso
mientras se enfrentaban, echando carreras a un lado y otro sobre la
hierba pisoteada. La fuerza de sus golpes provocaba ráfagas de aire
que les agitaban el pelo y se lo enmarañaban. En lo alto, los
árboles se echaron a temblar y soltaron la pinaza. El duelo duró
hasta bien entrada la mañana, pues pese a la habilidad recién
adquirida por Eragon, Vanir seguía siendo un formidable oponente.
Sin embargo, al final, Eragon no podía perder. Trazó en su ataque
un círculo en torno a Vanir, superó su guardia y le golpeó en el
antebrazo, partiéndole el hueso.
Vanir soltó el arma y su rostro empalideció de
sorpresa.
-Qué rápida es tu espada -dijo.
Eragon reconoció el famoso verso de La balada de Um-hodan.
-¡Por todos los dioses! -exclamó Orik-. Ha sido el mejor combate de
espadachines que he visto en mi vida, y eso que estuve presente
cuando peleaste con Arya en Farthen Dür.
Entonces Vanir hizo lo que Eragon nunca hubiera esperado: el
elfo dobló la muñeca de la mano ilesa para componer el gesto de
lealtad, la apoyó en su esternón e hizo una
reverencia.
-Te pido perdón por mi comportamiento anterior. Creía que
habías condenado a mi raza al vacío y por puro miedo me comporté de
una manera vergonzosa. Sin embargo, parece que tu raza ya no pondrá
en peligro nuestra causa. -A regañadientes, añadió-: Ahora ya eres
merecedor del título de Jinete.
Eragon devolvió la reverencia.
-Es un honor. Lamento haberte herido tan gravemente. ¿Me
permites que cure tu brazo?
-No, dejaré que se ocupe de él la naturaleza a su propio
ritmo, como recuerdo de que en una ocasión crucé mi espada con la
de Eragon Asesino de Sombras. No temas que eso interrumpa nuestro
entrenamiento mañana. Soy igual de bueno con la mano
izquierda.
Hicieron de nuevo sendas reverencias, y luego Vanir
partió.
Orik se dio una palmada en el muslo y dijo:
-Ahora sí tenemos la posibilidad de alcanzar la victoria.
¡Una posibilidad verdadera! Lo siento en los huesos. Huesos como
piedras, dicen. Ah, esto dará a Hrothgar y Nasuada una satisfacción
sin fin.
Eragon mantuvo la calma y se concentró en desbloquear los
filos de Zar'roc, pero dijo a Saphira:
Si bastara el puro músculo para derrocar a Galbatorix, los
elfos lo habrían logrado hace mucho tiempo.
Sin embargo, no podía dejar de sentirse complacido por el
aumento de su destreza, así como por el alivio del dolor de
espalda, que tanto tiempo había esperado. Sin aquellos estallidos
constantes de dolor, era como si la bruma se hubiera retirado de su
mente y pudiera pensar de nuevo con lucidez.
Quedaban unos pocos minutos hasta la hora en que tenían que
encontrarse con Oromis y Glaedr, así que Eragon sacó el arco y la
aljaba, que estaban colgados en el lomo de Saphira, y caminó hasta
la hilera de árboles que usaban los elfos para practicar su
puntería. Como losarcos de los elfos eran mucho más potentes que el
suyo, sus dianas acolchadas eran demasiado pequeñas y estaban
demasiado lejos para él. Tenía que adelantarse hasta media
distancia para disparar.
Tras ocupar su lugar, Eragon colocó una flecha y tiró
lentamente de la cuerda, encantado de comprobar lo fácil que le
resultaba. Apuntó, soltó la flecha y mantuvo la posición hasta
comprobar si iba a acertar en la diana. Como una abeja enloquecida,
el dardo zumbó hacia la diana y se hundió en el centro. Eragon
sonrió. Disparó una y otra vez a la diana, aumentando la velocidad
al mismo tiempo que su confianza, hasta que llegó a soltar treinta
flechas en un minuto.
Con la siguiente diana, tiró de la cuerda con algo más de
fuerza de la que jamás había aplicado -o podido aplicar- hasta
entonces. Con un estallido explosivo, el arco de tejo se partió por
la mitad, por debajo de su mano izquierda, rasgándole los dedos, y
brotaron las astillas de la parte trasera del arco. Del tirón, se
le quedó la mano entumecida.
Eragon se quedó mirando los restos del arma, desanimado por
la pérdida. Se lo había hecho Garrow como regalo de cumpleaños tres
años antes. Desde entonces, apenas había pasado una semana sin
usarlo. Le había servido para conseguir comida para su familia en
múltiples ocasiones, en las que de otro modo habrían pasado hambre.
Con él había matado su primer ciervo. Y se había servido de él para
usar la magia por primera vez. Perder aquel arco era como perder a
un viejo amigo en quien se podía confiar incluso en la peor
situación.
Saphira olisqueó las dos piezas de madera que colgaban de sus
manos.
Parece que necesitas un nuevo lanzador de palitos
-dijo.
Sin ganas de hablar, Eragon gruñó y se fue a grandes zancadas
a recuperar sus flechas.
Desde el campo, él y Saphira volaron hasta los blancos riscos
de Tel'naeír y se presentaron ante Oromis, que los esperaba sentado
en un taburete frente a su cabaña, mirando más allá del acantilado
con sus ojos clarividentes. -¿Te has recuperado del todo de la
poderosa magia de la Celebración del Juramento de Sangre,
Eragon?
-Sí, Maestro.
Se produjo un largo silencio a continuación, mientras Oromis
bebía su taza de té de moras y seguía contemplando el viejo bosque.
Eragon esperó sin quejarse; estaba acostumbrado a aquellas pausas
cuando se hallaba ante el viejo Jinete. Al rato, Oromis
dijo:
-Glaedr me ha contado tan bien como ha podido lo que se te
hizo durante la celebración.
Nunca había ocurrido una cosa semejante en toda la historia
de los Jinetes. Una vez más, los dragones han demostrado ser
capaces de mucho más de lo que imaginábamos. -Bebió un trago de
té-. Glaedr no estaba seguro de qué cambios experimentarías
exactamente, de modo que me gustaría que describieras el alcance de
tu transformación, incluido tu aspecto físico.
Eragon resumió con rapidez las alteraciones que había
experimentado, detallando el aumento de sensibilidad de su visión,
olfato, oído y tacto, y terminó con el relato de su confrontación
con Vanir. -¿Y cómo te sientes al respecto? -preguntó Oromis-.
¿Lamentas que tu cuerpo haya sido manipulado sin tu permiso? -¡No,
no! En absoluto. Tal vez lo hubiera lamentado antes de la batalla
de Farthen Dür, pero ahora sólo estoy agradecido porque ya no me
duele la espalda. Me hubiera sometido de buen grado a cambios mucho
mayores con tal de librarme de la maldición de Durza. No, mi única
respuesta es la gratitud.
Oromis asintió.
-Me encanta que tengas la inteligencia suficiente para
adoptar esa postura, pues tu regalo vale más que todo el oro del
mundo. Con él, creo que al fin nuestros pies se encuentran en el
sendero adecuado. -De nuevo, bebió un sorbo-. Procedamos. Saphira,
Glaedr te espera en la Piedra de los Huevos Rotos. Eragon, tú
empezarás hoy el tercer nivel del Rimgar, si
puedes.
Quiero saber de qué eres capaz.
Eragon echó a andar hacia el recuadro de tierra apisonada
donde solían ejecutar la Danza de la Serpiente y la Grulla, pero
luego dudó al ver que el elfo de cabello plateado seguía
quieto.
-Maestro, ¿no vienes conmigo?
Una triste sonrisa cruzó el rostro de
Oromis.
-Hoy no, Eragon. Los hechizos requeridos para la Celebración
del Juramento de Sangre han tenido un duro efecto sobre mí. Por
eso, y por mi… condición. He necesitado de mis últimas fuerzas para
venir a sentarme fuera.
-Lo siento, Maestro.
«¿Lamentará que los dragones no decidieran curarlo también a
él?», se preguntó Eragon.
Descartó la idea de inmediato: Oromis no podía ser tan
mezquino.
-No lo sientas. No es culpa tuya que esté
mutilado.
Mientras Eragon se esforzaba por completar el tercer nivel
del Rimgar, se hizo evidente que aún carecía de la flexibilidad y
el equilibrio de los elfos, dos atributos que incluso a ellos les
requerían esfuerzo. En cierto modo agradeció esas limitaciones,
pues si ya hubiera sido perfecto, ¿qué retos le habrían quedado por
cumplir?
Las semanas siguientes fueron difíciles para Eragon. Por un
lado, hizo enormes progresos en su formación y dominó, uno tras
otro, los asuntos que antes lo confundían. Seguía encontrando
difíciles las lecciones de Oromis, pero ya no se sentía como si se
estuviera ahogando en el mar de su propia ineptitud. Le resultaba
más fácil leer y escribir, y el incremento de su fuerza implicaba
que ahora podía crear hechizos élficos que hubieran matado a
cualquier humano por la energía que requerían. Su fuerza también le
hacía tomar conciencia de lo débil que era Oromis, comparado con
otros elfos.
Y sin embargo, a pesar de esos logros, Eragon experimentaba
una creciente insatisfacción.
Por mucho que tratara de olvidar a Arya, cada día que pasaba
aumentaba su anhelo, una agonía que empeoraba al saber que ella no
quería verlo, ni hablar con él. Y aún más, le parecía que en el
horizonte se estaba preparando una tormenta de mal presagio, una
tormenta que amenazaba con desatarse en cualquier momento y barrer
la tierra entera, destruyendo cuanto encontrara en su
camino.
Saphira compartía su inquietud.
El mundo está muy tenso, Eragon. Pronto estallará y se
desatará la locura. Lo que sientes es lo mismo que los dragones y
los elfos: la inexorable marcha del amargo destino a medida que se
acerca el fin de nuestra era. Llora por aquellos que morirán en el
caos que ha de sumir a Alagaésia. Y mantén viva la esperanza de que
ganemos un futuro más luminoso con la fuerza de nuestras espadas y
escudos, así como con mis colmillos y mis garras.