El reloj de Oromis zumbó como un abejorro gigante, causando un gran estruendo en los oídos de Eragon hasta que éste agarró el cacharro y activó el mecanismo.


La rodilla golpeada estaba morada, se sentía magullado por el ataque y por la Danza élfica de la Serpiente y la Grulla, y tenía tan mal la garganta que apenas podía hacer otra cosa que graznar. La peor herida, sin embargo, afectaba a su sensación premonitoria de que aquélla no sería la última vez que la herida de Durzan le causaría problemas. La perspectiva lo enfermaba, pues le consumía la energía y la voluntad.

Pasan tantas semanas entre un ataque y el siguiente -dijo- que empezaba a esperar que tal vez, tal vez, estuviera curado… Supongo que si he aguantado tanto, habrá sido por pura suerte.

Saphira estiró el cuello y le acarició un brazo con el morro.

Ya sabes que no estás solo, pequeñajo. Haré todo lo que pueda por ayudarte.

Eragon respondió con una débil sonrisa. Luego Saphira le lamió la cara y añadió:

Tendrías que prepararte para salir.

Ya lo sé.

Se quedó mirando el suelo, sin ganas de moverse, y luego se arrastró hasta el baño, donde se lavó como los gatos y usó la magia para afeitarse.

Estaba secándose cuando sintió que una presencia entraba en contacto con su mente. Sin detenerse a pensar, Eragon empezó a fortificar la mente, concentrándose en la imagen del dedo gordo del pie para excluir cualquier otra cosa. Entonces oyó que Oromis le decía:

Admirable, pero innecesario. Hoy, tráete a Zar'roc.

La presencia se desvaneció.

Eragon soltó un suspiro tembloroso.

He de estar más atento -dijo a Saphira-. Si llega a ser un enemigo, habría quedado a su merced.

No mientras yo esté a tu lado.

Terminadas las abluciones, Eragon soltó la membrana de la pared y montó en Saphira, sosteniendo a Zar'roc bajo el brazo.

Saphira alzó el vuelo con un remolino de aire y torció hacia los riscos de Tel'naeír. Desde las alturas pudieron ver los daños que había provocado la tormenta en Du Welden-varden.

En Ellesméra no había caído ningún árbol, pero más allá, donde la magia de los elfos resultaba más débil, se habían desplomado numerosos pinos. El viento todavía provocaba que los árboles caídos y las ramas se rozaran, generando un crispado coro de crujidos y gemidos.

Nubes de polen dorado, espesas como el polvo, se derramaban desde los árboles y las flores.

Mientras volaban, Eragon y Saphira intercambiaron recuerdos de lo que habían aprendido por separado el día anterior. Él le contó lo que había aprendido de las hormigas y del idioma antiguo, y ella le habló de corrientes descendentes y otros patrones climáticos peligrosos, y de cómo evitarlos.

Así, cuando llegaron y Oromis interrogó a Eragon acerca de las lecciones de Saphira, mientras Glaedr interrogaba a Saphira acerca de las de Eragon, pudieron contestar a todas las preguntas.

-Muy bien, Eragon-vodhr.

Sí. Bien jugado, Bjartskular -añadió Glaedr, dirigiéndose a Saphira.

Igual que el día anterior, Saphira se retiró con Glaedr mientras Eragon permanecía en los acantilados, aunque esta vez Saphira se preocupó de mantener el vínculo mental para que cada uno pudiera absorber las instrucciones que recibía el otro.

Cuando se fueron los dragones, Oromis observó:

-Hoy tienes la voz áspera, Eragon. ¿Te encuentras mal?

-Esta mañana me ha vuelto a doler la espalda.

-Ah. Cuenta con mi compasión. -Luego le señaló con un dedo-. Espérame aquí.

Eragon se quedó mirando mientras Oromis desaparecía a grandes zancadas en su cabaña y volvía a salir con aspecto fiero y guerrero, con la melena plateada al viento y la espada de bronce en una mano.

-Hoy -le dijo- olvidaremos el Rimgar y cruzaremos nuestras espadas, Naegling y Zar'roc.

Desenfunda la espada y protege su filo tal como te enseñó tu primer maestro.

Eragon deseaba negarse por encima de todo. Sin embargo, no tenía ninguna intención de incumplir su promesa, ni de permitir que su voluntad flaqueara delante de Oromis. Se tragó la inquietud.

«Esto es lo que significa ser un Jinete», pensó. Sacando fuerzas de flaqueza, localizó el meollo que, en lo más profundo de su mente, lo conectaba con el salvaje fluido de la magia.

Se hundió en él y lo invadió la energía. -Géuloth du knífr -dijo.

De pronto, entre sus dedos pulgar e índice brotó una estrella azul intermitente que iba de un dedo a otro mientras Eragon la pasaba por el peligroso filo de Zar'roc.

En cuanto se cruzaron las espadas, Eragon supo que Oromis podía con él, igual que Durza y Arya. Eragon era un espadachín ejemplar como humano, pero no podía competir con guerreros por cuya sangre corría la magia con abundancia. Su brazo era demasiado débil y sus reflejos, demasiado lentos. Sin embargo, eso no le impedía esforzarse por ganar. Luchaba hasta el límite de sus habilidades aunque, al fin, fuera una perspectiva fútil.

Oromis lo puso a prueba de todos los modos concebibles, obligándolo a usar todo su arsenal de golpes, contragolpes y trucos bajo mano. Todo para nada. No logró tocar al elfo. Como último recurso, intentó alterar su modo de luchar, algo que podía inquietar hasta al más endurecido veterano. Sólo le sirvió para ganarse un rasguño en el muslo.

-Mueve los pies más deprisa -gritó Oromis-. El que se queda parado como una columna muere en la batalla. El que se cimbrea como un junco triunfa.

Era glorioso ver al elfo en plena acción, una mezcla perfecta de control y violencia desatada. Saltaba como un gato, golpeaba como una garza y se agachaba y se ladeaba con la gracia de una comadreja.

Llevaban casi veinte minutos entrenándose cuando Oromis se trastabilló y apretó los finos rasgos en una breve mueca de dolor. Eragon reconoció los síntomas de la misteriosa enfermedad de Oromis y atacó con Zar'roc por delante. Era una reacción fea, pero Eragon estaba frustrado, deseoso de aprovechar cualquier oportunidad, por injusta que fuera, para obtener la satisfacción de acertar a Oromis aunque sólo fuera una vez.

Zar'roc nunca llegó a su objetivo. Al volverse, Eragon se estiró demasiado y forzó la espalda.

El dolor se le echó encima sin avisar.

Lo último que oyó fue un grito de Saphira: ¡Eragon!

Pese a la intensidad del ataque, Eragon permaneció consciente durante todo el sufrimiento. No es que tuviera consciencia de cuanto lo rodeaba, salvo por el fuego que ardíaen su carne y convertía cada segundo en una eternidad. Lo peor era que no podía hacer nada para poner fin al sufrimiento, aparte de esperar… … y esperar…

Eragon estaba tumbado en el frío fango, boqueando. Cuando notó que su visión volvía a enfocarse, pestañeó y vio a Oromis sentado a su lado en un taburete. Apoyó las manos en el suelo para ponerse de rodillas y repasó su túnica nueva con una mezcla de lástima y desagrado. La fina tela rojiza estaba rebozada de polvo tras sus convulsiones en el suelo.

También tenía mugre en el pelo.

También sentía en su mente a Saphira, que irradiaba preocupación mientras esperaba a que él percibiera su presencia. ¿Cómo puedes seguir así? -se lamentó-. Te destruirá. Sus recelos minaron la escasa fortaleza que le quedaba a Eragon. Hasta entonces, Saphira nunca había expresado ninguna duda sobre su capacidad de imponerse: ni en Dras-Leona, ni en Gil'ead, ni en Farthen Dür, ni ante ninguno de los peligros a que se habían enfrentado. Su confianza en él le había dado coraje.

Sin ella, sentía verdadero temor. Tendrías que concentrarte en tu lección -le dijo. Tendría que concentrarme en ti. ¡Déjame en paz! -exclamó con brusquedad, como un animal herido que quisiera lamerse las heridas en silencio, refugiado en la oscuridad.

Ella se calló y dejó abierta apenas la conexión mental necesaria para que él tuviera una vaga noción de las enseñanzas de Glaedr sobre la achicoria silvestre, que podía comerse para mejorar la digestión.

Eragon se quitó el barro del pelo con los dedos y luego echó un escupitajo de sangre. -Me he mordido la lengua. Oromis asintió como si contara con ello. -¿Necesitas que te curen?

-No.

-Muy bien. Guarda tu espada, luego báñate, vete al tocón del claro y escucha los pensamientos del bosque. Escucha bien y, cuando ya no oigas nada, ven a contarme lo que hayas aprendido.

-Sí, Maestro.

Al sentarse en el tocón, Eragon encontró que la turbulencia de sus ideas y sentimientos le impedía reunir la concentración suficiente para abrir la mente y sentir a las criaturas del claro. Tampoco le interesaba hacerlo.

Aun así, la paz del entorno suavizó paulatinamente su resentimiento, su confusión y su terca rabia. No le dio felicidad, pero sí una cierta aceptación fatalista. «Es lo que me ha tocado en la vida y será mejor que me acostumbre, porque no va a mejorar en el futuro previsible.»

Al cabo de un cuarto de hora, sus facultades habían recuperado la agudeza habitual, de modo que volvió a estudiar la colonia de hormigas rojas que había descubierto el día anterior. También intentó tomar conciencia de todo lo demás que ocurría en el claro, tal como le había instruido Oromis.

Eragon obtuvo un éxito limitado. Si se relajaba y se permitía absorber información de todas las conciencias cercanas, miles de imágenes y sentimientos se apresuraban en su mente, acumulándose en rápidos fogonazos de sonido y color, tacto y olor, dolor y placer. La cantidad de información era abrumadora. Por pura costumbre, su mente atrapaba un objeto u otro de aquella corriente y excluía a todos los demás hasta que se daba cuenta del error y se forzaba a arrancar la mente para recuperar el estado de receptividad pasiva. El ciclo se repetía cada pocos segundos.

A pesar de eso, logró mejorar su comprensión del mundo de las hormigas. Tuvo un primer atisbo de sus sexos cuando dedujo que la gigantesca hormiga que había dentro del hormiguero subterráneo estaba poniendo huevos, más o menos uno cada minuto, lo cual la convertía en una hembra. Y cuando acompañó a un grupo de hormigas rojas tallo arriba por el rosal, obtuvo una vivida representación de la clase de enemigos a que se enfrentaban: algo saltó desde la cara inferior de una hoja y mató a una de las hormigas con las que Eragon estaba conectado. Le costó adivinar de qué clase de criatura se trataba exactamente, pues las propias hormigas apenas veían fragmentos del atacante y, en cualquier caso, ponían más énfasis en el olor que en la visión. Si hubieran sido personas, habría dicho que las atacaba un monstruo aterrador del tamaño de un dragón, con mandíbulas tan poderosas como las del rastrillo de Teirm y capaz de moverse con la velocidad de un látigo.

Las hormigas rodearon al monstruo como mozos de cuadra listos para capturar a un caballo en estampida. Se lanzaron contra él sin miedo alguno. Atacaban sus piernas nudosas y se retiraban un instante antes de que las pinzas del monstruo pudieran atraparlas. Cada vez más hormigas se unían al tropel. Trabajaban juntas para superar al intruso, sin ceder jamás, incluso cuando dos de ellas fueron atrapadas y asesinadas, o cuando unas cuantas hermanas cayeron al suelo desde lo alto del tallo.

Era una batalla desesperada, en la que ningún lado parecía dispuesto a dar cuartel. Sólo la huida o la victoria podía salvar a las combatientes de una muerte horrible. Eragon seguía la refriega con ansiedad, sin respirar, asombrado por la valentía de las hormigas y por su capacidad para seguir peleando pese a sufrir heridas que hubieran incapacitado a cualquier humano. Sus gestas eran tan heroicas que merecían ser cantadas por los bardos en toda la tierra.

Eragon estaba tan enfrascado en la batalla que cuando al fin vencieron las hormigas, soltó un grito de júbilo tan fuerte que asustó a los pájaros que descansaban en sus nidos entre los árboles.

Por pura curiosidad, concentró la atención en su propio cuerpo y caminó hasta el rosal para ver al monstruo derrotado. Lo que vio era una araña marrón ordinaria, con las piernas retorcidas, transportada por las hormigas hacia el nido para convertirse en alimento. Era asombroso.

Estaba a punto de irse, pero se dio cuenta de que una vez más había olvidado contemplar la miríada de otros insectos y animales que habitaban el claro. Cerró los ojos y revoloteó entre las mentes de varias docenas de seres, esforzándose al máximo por memorizar tantos detalles interesantes como fuera posible. Era un triste sucedáneo de la observación prolongada, pero tenía hambre y ya había superado la hora que le habían asignado.

Cuando se reencontró con Oromis en su cabaña, el elfo preguntó: -¿Cómo ha ido?

-Maestro, podría pasar los días y las noches escuchando durante los próximos veinte años y aun así no llegaría a saber todo lo que ocurre en el bosque.

Oromis alzó una ceja.

-Has progresado. -Cuando Eragon describió lo que había presenciado, el elfo añadió-: Pero me temo que aún no es suficiente. Has de trabajar más, Eragon. Sé que puedes hacerlo. Eres inteligente y persistente, y tienes potencial para ser un gran Jinete. Por difícil que resulte, debes aprender a apartar los problemas y concentrarte en la tarea que tengas delante.

Encuentra la paz en tu interior y deja que tus acciones fluyan desde allí.

-Lo hago lo mejor que puedo.

-No, no es lo mejor. Cuando aparezca lo mejor, nos daremos cuenta. -Hizo una pausa, pensativo-: Tal vez ayudaría que tuvieras otro alumno con quien competir. Entonces sí veríamos lo mejor… Pensaré en ello.

Oromis sacó de sus cajoncillos una barra de pan recién horneado, una jarra de madera llena de manteca de avellana -con la que los elfos sustituían la mantequilla- y un par de cuencos que, con un cazo, llenó de un guiso de verduras que hervía a fuego lento en una olla, sobre un lecho de ascuas en la chimenea del rincón.

Eragon miró con desagrado el guiso: estaba harto de la comida de los elfos. Añoraba la carne, el pescado y las aves, algo sólido a lo que hincar los dientes en vez de aquel desfile interminable de plantas.

-Maestro -preguntó para distraerse-. ¿Por qué me haces meditar? ¿Es para que entienda lo que hacen los animales y los insectos, o hay algo más? -¿No se te ocurre ningún otro motivo? -Al ver que Eragon negaba con la cabeza, Oromis suspiró-. Siempre me pasa lo mismo con los alumnos nuevos, sobre todo cuando son humanos; la mente es el último músculo que aprenden a usar, y el que tienen menos en cuenta. Pregúntales sobre el arte de la espada y te recitarán hasta el último golpe de un duelo que se celebró hace un mes, pero si les pides que resuelvan un problema o que hagan una afirmación coherente… Bueno, mucho será si te contestan con algo más que una mirada inexpresiva. Eres nuevo en el mundo de la gramaticia, que es el auténtico nombre de la magia, pero has de empezar a plantearte todas sus implicaciones. -¿Y eso?

-Imagínate por un momento que eres Galbatorix, con todos sus enormes recursos a tu disposición. Los vardenos han destrozado a tu ejército de úrgalos con la ayuda de un Jinete rival, y tú sabes que le enseñó, al menos en parte, Brom, uno de tus enemigos más peligrosos e implacables. También eres consciente de que tus enemigos se están reuniendo en Surda para una posible invasión. Teniendo eso en cuenta, ¿cuál sería la manera más fácil de enfrentarte a esas amenazas sin llegar a entrar tú mismo en batalla?

Eragon removió el guiso para enfriarlo, mientras consideraba el asunto.

-A mí me parece -dijo lentamente- que la manera más fácil sería preparar a un cuerpo de magos. Ni siquiera haría falta que fueran muy poderosos. Los obligaría a jurarme lealtad en el idioma antiguo y luego los infiltraría en Surda para que sabotearan los esfuerzos de los vardenos, emponzoñaran los pozos y asesinaran a Nasuada, al rey Orrin y a los demás miembros principales de la resistencia. -¿Y por qué no ha hecho eso Galbatorix todavía?

-Porque hasta ahora su interés por Surda era insignificante y porque los vardenos llevan decenios viviendo en Farthen Dür, donde tenían la capacidad de examinar la mente de cualquier recién llegado en busca de alguna doblez, cosa que no pueden hacer en Surda por la extensión de sus fronteras y su población.

-A esas mismas conclusiones he llegado yo -dijo Oromis-. Mientras Galbatorix no abandone su madriguera de Urü'baen, el mayor peligro al que te puedes enfrentar en tanto dure la campaña de los vardenos vendrá de los magos que te rodeen. Sabes tan bien como yo lo difícil que es protegerte de la magia, sobre todo si tu oponente ha jurado matarte en el idioma antiguo, cueste lo que cueste. En vez de intentar conquistar tu mente de entrada, ese enemigo se limitará a lanzar un hechizo para destrozarte, aunque en el instante anterior a la derrota tendrás la libertad de contraatacar. Sin embargo, no puedes oponerte al enemigo si no sabes quién es ni dónde está.

-Entonces, ¿a veces no hay que preocuparse de controlar la mente del enemigo?

-A veces, pero vale la pena evitar el riesgo. -Oromis guardó silencio mientras tomaba unas cucharadas de guiso-. Bueno, para llegar al fondo de este asunto, ¿cómo te defiendes contra enemigos anónimos que pueden contravenir cualquier precaución física y matar con una palabra murmurada?

-No sé cómo… Salvo… -Eragon dudó y luego sonrió-. Salvo que esté en contacto con las conciencias de todos los que me rodeen. Entonces podría ser capaz de notar si me desean algún mal.

Oromis parecía complacido por la respuesta.

-Eso es, Eragon-finiarel. Y eso responde a tu pregunta. Tus meditaciones preparan a tu mente para descubrir y aprovechar los fallos en la armadura mental de tus enemigos, por pequeños que sean,

-Pero si entro en contacto con sus mentes, los otros magos se darán cuenta.

-Sí, tal vez, pero no la mayoría de la gente. En cuanto a los magos, al saberlo tendrán miedo y protegerán su mente de ti, y así podrás reconocerlos. -¿No es peligroso dejar la conciencia sin defensas? Si alguien te ataca mentalmente, puede superarte con facilidad.

-Es menos peligroso que permanecer ciego al mundo.

Eragon asintió. Golpeó la cuchara contra el cuenco como si midiera el tiempo rítmicamente, concentrado en sus pensamientos, y luego dijo:

-Me parece que eso no está bien. -¿Oh? Explícate. -¿Y la intimidad de la gente? Brom me enseñó a no colarme nunca en la mente de nadie si no era absolutamente necesario… Supongo que me incomoda la idea de meterme en los secretos de los demás. Secretos que tienen todo el derecho a conservar. -Alzó la cabeza-. Si es tan importante, ¿por qué no me lo dijo Brom? ¿Por qué no me lo enseñó él mismo?

-Brom te dijo -contestó Oromis- lo que era oportuno decirte en aquellas circunstancias.

Colarse en las mentes ajenas puede ser adictivo para quien tenga una personalidad maliciosa o ansias de poder. No se enseñaba a los futuros Jinetes, aunque durante el entrenamiento les hacíamos meditar como a ti, hasta que estábamos convencidos de que habían madurado lo suficiente para resistirse a la tentación. »Es una invasión de la intimidad y, por medio de ella, te enterarás de muchas cosas que no quisieras saber. Sin embargo, es por tu propio bien, y por el de los vardenos. Puedo decirte por mi propia experiencia, y por haber visto cómo otros Jinetes lo experimentaban también, que eso, por encima de todo, te ayudará a comprender qué impulsa a la gente. Y la com-prensión provoca empatía y compasión, incluso por el mendigo más malvado de la más mal-vada ciudad de Alagaésia.

Guardaron silencio un rato mientras comían, hasta que Oromis preguntó:

-Dime una cosa: ¿cuál es la herramienta mental más importante que se puede poseer?

Era una pregunta seria, y Eragon le dio vueltas durante un tiempo razonable antes de atreverse a contestar:

-La determinación.

Oromis partió la barra de pan por la mitad con sus largos dedos blancos.

-Entiendo por qué has llegado a esa conclusión: la determinación te ha ayudado mucho en tus aventuras. Pero no es así. Me refería a la herramienta más necesaria para elegir la mejor acción ante cualquier situación. La determinación es tan común entre hombres estúpidosy anodinos como entre quienes poseen brillantes intelectos. De modo que no, la determinación no puede ser lo que estamos buscando.

Esta vez Eragon se planteó la cuestión como si fuera una adivinanza, contó la cantidad de palabras, las susurró para establecer si contenían alguna rima y buscó algún significado oculto que pudieran tener. El problema era que Eragon era muy mediocre para las adivinanzas y nunca había obtenido buenos resultados en el concurso anual de Carvahall. Su pensamiento era demasiado literal para encontrar respuesta a adivinanzas que no conociera de antemano; una consecuencia del pragmatismo de la educación brindada por Garrow.

-La sabiduría -dijo al fin-. La sabiduría es la herramienta más importante que se puede poseer.

-Buen intento, pero otra vez no. La respuesta es la lógica. O, por decirlo de otra manera, la capacidad de razonar de modo analítico. Si se aplica como debe ser, puede superar cualquier carencia de sabiduría, que es algo que sólo se obtiene con la edad y la experiencia.

Eragon frunció el ceño.

-Sí, pero… ¿Acaso tener un buen corazón no es más importante que la lógica? La pura lógica puede llevarte a conclusiones erradas en el plano ético, mientras que si tienes un sentido de la moral y de lo correcto, puedes estar seguro de no cometer ningún acto vergonzoso.

Una sonrisa fina como el filo de una navaja curvó los labios de Oromis.

-Te confundes de asunto. Sólo quería saber cuál era la herramienta más útil que puede tener una persona, más allá de que ésta sea buena o mala. Estoy de acuerdo en que es importante tener un carácter virtuoso, pero también opino que si hubiera que escoger entre darle a un hombre una voluntad noble o enseñarle a pensar con claridad, sería mejor que hicieras lo segundo. Son demasiados los problemas de este mundo creados por hombres con voluntad noble y un pensamiento nublado. »La historia nos ofrece numerosos ejemplos de gente que, convencida de hacer lo que debía, cometió por ello crímenes terribles. No olvides, Eragon, que nadie se ve a sí mismo como un villano y son pocos los que toman decisiones sabiendo que se equivocan. A una persona puede no gustarle su elección, pero la mantendrá porque, incluso en las peores circunstancias, está convencido de que es la mejor que puede tomar en ese momento. »Por sí mismo, ser una persona decente no garantiza que actúes bien, lo cual nos lleva de nuevo a la única protección que tenemos contra los demagogos, los tramposos y la locura de las multitudes, así como nuestra guía fiable en las incertidumbres de la vida: pensamiento claro y razonado. La lógica no te fallará nunca, salvo que no seas consciente de las consecuencias de tus obras, o las ignores deliberadamente.

-Si tan lógicos son los elfos -dijo Eragon-, siempre estarán de acuerdo en lo que se debe hacer.

-Raramente -afirmó Oromis-. Como todas las razas, nos apegamos a un amplio abanico de principios y, en consecuencia, a menudo llegamos a conclusiones distintas, incluso en situaciones idénticas. Conclusiones, déjame añadir, que tienen un sentido lógico según el punto de vista de cada cual. Y aunque me gustaría que fuera de otro modo, no todos los elfos han tenido la adecuada preparación mental. -¿Cómo piensas enseñarme esa lógica?

La sonrisa de Oromis se amplió.

-Con el método más antiguo y efectivo: debatiendo. Te haré una pregunta, y tú contestarás y defenderás tu posición.

-Esperó a que Eragon rellenara su cuenco de guiso-. Por ejemplo, ¿por qué luchas contra el Imperio?

El brusco cambio de tema pilló a Eragon con la guardia baja. Tuvo la sensación de que Oromis acababa de llegar al asunto que perseguía desde el principio.

-Como he dicho antes, para ayudar a quienes sufren bajo el mandato de Galbatorix y, en menor medida, por una venganza personal.

-Entonces, ¿luchas por razones humanitarias? -¿Qué quieres decir?

-Que luchas para ayudar a los que han sido perjudicados por Galbatorix y para evitar que perjudique a nadie más.

-Exacto -contestó Eragon.

-Ah, pero dime una cosa, joven Jinete: ¿acaso tu guerra con Galbatorix no provocará más dolor del que puede evitar? La mayoría de los habitantes del Imperio tienen vidas normales, productivas, ajenas a la locura de su rey. ¿Cómo puedes justificar la invasión de sus tierras, la destrucción de sus casas, la muerte de sus hijos e hijas?

Eragon se quedó boquiabierto, asombrado de que Oromis pudiera preguntarle algo así - no en vano, Galbatorix era el mal- y de que no se le ocurriera ninguna respuesta fácil. Sabía que estaba en lo cierto, pero ¿cómo podía demostrarlo? -¿Tú no crees que hay que derrocar a Galbatorix?

-Esa no es la pregunta.

-Pero has de creerlo -insistió Eragon-. Mira lo que le hizo a los Jinetes.

Oromis agachó la cabeza sobre el guiso y se pudo a comer, dejando a Eragon rumiar en silencio. Al terminar, el elfo entrelazó las manos sobre el regazo y preguntó: -¿Te he molestado?

-Sí, me has molestado.

-Ya veo. Bueno, entonces sigue dándole vueltas al asunto hasta que encuentres una respuesta. Espero que sea convincente.