-¿Señora?… Alguien te necesita, señora. -¿Qué?


Sin ganas de moverse, Nasuada abrió los ojos y vio que Jórmundur entraba en la habitación. El enjuto veterano se quitó el yelmo, lo sostuvo bajo el brazo derecho y se acercó a ella con la mano izquierda plantada en el pomo de la espada.

Los eslabones de su malla tintinearon cuando hizo una reverencia.

-Mi señora.

-Bienvenido, Jórmundur. ¿Cómo está tu hijo?

Estaba encantada de que hubiera acudido. De todos los miembros del Consejo de Ancianos, era el que había aceptado su liderazgo con mayor facilidad y se había puesto a su servicio con la misma obstinada lealtad y determinación que había ofrecido a Ajihad. «Si todos mis guerreros fueran como él, nadie podría detenernos.»

-Se le ha pasado la tos.

-Me alegro de oírlo. Bueno, ¿qué te trae por aquí?

La frente de Jórmundur se llenó de arrugas. Se pasó la mano libre por el cabello, que llevaba recogido en una cola, y luego se repuso y dejó la mano suelta en un costado.

-Magia, de la más fuerte.

-Ah. -¿Recuerdas la niña que bendijo Eragon?

-Sí.

Nasuada sólo la había visto una vez, pero era muy consciente de los exagerados cuentos que circulaban acerca de ella entre los vardenos, así como de las esperanzas que éstos tenían depositadas en sus posibles logros cuando se hiciera mayor. Nasuada era más pragmática al respecto. Cualquiera que fuera el futuro de la niña, tardaría muchos años en llegar y para entonces la batalla con Galbatorix ya estaría ganada o perdida.

-Me han pedido que te lleve con ella. -¿Pedido? ¿Quién? ¿Y por qué?

-Un chico del campo de prácticas me dijo que deberías visitar a la niña. Dijo que te parecería interesante. Se negó a darme su nombre, pero su aspecto se parecía al que se supone que adopta el hombre gato de esa bruja, así que me pareció… Bueno, me pareció que debías saberlo. -Jórmundur parecía avergonzado-. He preguntado a mis hombres acerca de esa niña y he oído algunas cosas… Parece que es distinta. -¿En qué sentido? Jórmundur se encogió de hombros. -Lo suficiente como para creer que deberías hacer lo que dice el hombre gato.

Nasuada frunció el ceño. Sabía por las viejas historias que ignorar a un hombre gato era el colmo de la estupidez y, a menudo, una condena al desastre. Sin embargo, su compañera, la herbolaria Angela, era otra conocedora de la magia de quien Nasuada no terminaba de fiarse; era demasiado independiente e impredecible.

-Magia -dijo, haciendo que sonara como una maldición. -Magia -contestó Jórmundur, aunque él usaba la palabra en tono de asombro y miedo.

-Muy bien, vamos a ver a esa niña. ¿Está en el castillo? -Orrin les concedió, a ella y a su cuidadora, habitaciones en el ala oeste.

-Llévame hasta ella.

Recogiéndose la falda, Nasuada ordenó a Farica que pospusiera las demás citas del día y abandonó sus aposentos. A sus espaldas, oyó que Jórmundur chasqueaba los dedos para ordenar a cuatro guardias que tomaran posiciones en torno a ella. Al cabo de un momento caminaba a su lado, señalando el camino.

Dentro del castillo, el calor había aumentado hasta tal punto que se sentían como si estuvieran atrapados en un gigantesco horno de pan. El aire brillaba como cristal líquido en los alféizares de las ventanas.

Aunque estaba incómoda, Nasuada sabía que lo soportaba mejor que los demás por su piel morena. Los que peor lo pasaban para soportar aquellas temperaturas tan altas eran los hombres como Jórmundur y sus guardias, que tenían que llevar sus armaduras todo el día, incluso cuando se quedaban plantados bajo la mirada fija del sol.

Nasuada miró con atención a los cinco hombres mientras el sudor se acumulaba en la parte visible de su piel y sus respiraciones se volvían aún más pesadas. Desde que llegaran a Aberon, algunos vardenos se habían desmayado por la insolación -dos de ellos habían muerto una o dos horas después-, y no tenía ninguna intención de perder más súbditos por obligarlos a sobrepasar sus límites físicos.

Cuando le pareció que necesitaban descansar, los obligó a parar, sin prestar atención a sus quejas, y conseguir agua o algún refresco por medio de un sirviente.

-No puedo permitir que caigáis como moscas.

Tuvieron que parar dos veces más antes de llegar a su destino, una anodina puerta encajada en la pared interior del pasillo. En torno a ella había un montón de regalos amontonados.

Jórmundur llamó, y una voz temblorosa contestó desde dentro: -¿Quién es?

-La señora Nasuada, que viene a ver a la niña -dijo él. -¿Tiene el corazón sincero y la voluntad resuelta?

Esta vez contestó Nasuada:

-Mi corazón es puro y mi voluntad es de hierro.

-Cruza el umbral, entonces, y serás bienvenida.

La puerta se abría a un recibidor iluminado por una sola antorcha de los enanos. No había nadie junto a la puerta. Al avanzar, Nasuada vio que las paredes y el techo estaban tapados con capas de telas oscuras, lo cual concedía al lugar la apariencia de una cueva o una guarida. Para su sorpresa, el aire era bastante frío, casi gélido, como en una fresca noche de otoño. Un temor clavó sus zarpas envenenadas en el vientre de Nasuada. Magia.

Una cortina negra de malla metálica les cortaba el camino. Nasuada la apartó y se encontró en lo que en otro tiempo era una sala de estar. Habían quitado los muebles, salvo una hilera de sillas pegadas a las paredes forradas de tela. Había un racimo de veladas antorchas de enanos, colgadas en un hueco de la tela combada del techo, que proyectaban extrañas sombras multicolores en todas direcciones.

Una bruja encorvada la miraba desde un rincón del fondo, flanqueada por Angela, la herbolaria, y el hombre gato, que permanecía con el pelo erizado. En el centro de la habitación había una pálida niña arrodillada, a quien Nasuada echó apenas tres o cuatro años. La niña toqueteaba un plato de comida que tenía en el regazo. Nadie habló.

Confundida, Nasuada preguntó: -¿Dónde está la niña?

La niña la miró.

Nasuada se quedó boquiabierta al ver brillar la marca del dragón en su frente y al clavar su mirada en aquellos ojos de color violeta. La niña retorció los labios en una terrible sonrisa de sabiduría.

-Soy Elva.

Nasuada dio un respingo hacia atrás sin pensar y agarró la daga que llevaba sujeta con una cinta en el antebrazo izquierdo. La voz era propia de un adulto y contenía toda la experiencia y el cinismo de un adulto. Sonaba profana en boca de una niña.

-No corras -dijo Elva-. Soy tu amiga. -Dejó a un lado el plato, ya vacío. Se dirigió a la vieja bruja-: Más comida. -La anciana salió corriendo de la habitación. Entonces Elva dio una palmada en el suelo, a su lado-. Siéntate, por favor. Llevo esperándote desde que aprendí a hablar.

Sin soltar la daga, Nasuada se agachó hasta el suelo de piedra. -¿Y cuándo fue eso?

-La semana pasada.

Elva entrelazó las manos en el regazo. Concentró sus ojos fantasmagóricos en Nasuada como si la traspasara con la fuerza sobrenatural de su mirada. Nasuada se sintió como si una lanza violeta hubiera hendido su cráneo y se retorciera dentro de su mente, destrozando sus pensamientos y sus recuerdos. Luchó contra las ganas de gritar.

Elva se inclinó hacia delante, alargó un brazo y acarició la mejilla de Nasuada con una mano suave. -¿Sabes una cosa? Ajihad no hubiera liderado a los vardenos mejor que tú. Has escogido el camino correcto. Tu nombre será alabado durante siglos por haber tenido la previsión y el coraje de trasladar a los vardenos a Surda y atacar al Imperio cuando todo el mundo creía que era una locura. Nasuada la miró boquiabierta, aturdida. Igual que una llave se adapta a una cerradura, las palabras de Elva conectaban a la perfección con los miedos primarios de Nasuada, con las dudas que la mantenían despierta cada noche, sudando en la oscuridad.

Una involuntaria oleada de emociones la recorrió y le otorgó una sensación de confianza y paz que no había poseído desde antes de la muerte de Ajihad. Sus ojos derramaron lágrimas de alivio que rodaron por su rostro. Era como si Elva hubiera sabido exactamente qué decir para consolarla.

Nasuada la odió por eso.

Su euforia luchaba contra la sensación de desagrado por el modo y la persona que habían inducido aquel momento de debilidad. Tampoco se fiaba de los motivos de la niña. -¿Qué eres? -le preguntó.

-Soy lo que Eragon hizo de mí.

-Te bendijo.

Los terribles y ancianos ojos se oscurecieron un momento cuando Elva pestañeó.

-Él no entendía sus acciones. Desde que Eragon me hechizó, cada vez que veo a una persona percibo todas las heridas que la afectan y que pueden afectarla en el futuro. Cuando era más pequeña, no podía hacer nada al respecto. Por eso crecí. -¿Por qué…?

-La magia que llevo en la sangre me empuja a proteger a la gente del dolor… por mucho que sufra yo al hacerlo y más allá de mi mayor o menor voluntad de ayudar. -Un punto de amargura se asomó a su sonrisa-. Si me resisto, lo pago caro.

Mientras Nasuada digería las implicaciones de aquello, se dio cuenta de que el aspecto inquietante de Elva era una consecuencia de todo el sufrimiento a que se había visto expuesta. Nasuada se estremeció al pensar en lo que había soportado la niña. «Tener esa compulsión y ser incapaz de actuar deber de haberla destrozado.» Aun sintiendo que era un error, Nasuada empezó a experimentar una cierta compasión por Elva. -¿Por qué me has contado esto?

-Creí que debías saber quién soy y qué soy. -Elva hizo una pausa y el fuego de su mirada se redobló-. Y que lucharé por ti como pueda. Úsame como usarías a un asesino: escondido en la oscuridad y sin piedad. -Se rió con voz aguda y aterradora-. Te preguntas por qué, ya lo veo. Porque si esta guerra no termina cuanto antes, me volverá loca. Bastante me cuesta enfrentarme a las agonías de la vida diaria sin tener que sobrellevar también las atrocidades de la batalla. Úsame para ponerle fin y me aseguraré de que tu vida sea tan feliz como la que haya podido experimentar cualquier humano.

En ese momento, la vieja bruja volvió a entrar corriendo en la habitación, hizo una reverencia a Elva y le pasó una bandeja llena de comida. Para Nasuada supuso un alivio que Elva bajara la mirada y atacara la pierna de cordero, metiéndose la comida en la boca con las dos manos. Comía con la voracidad de un lobo famélico, sin la menor muestra de decoro.

Con los ojos violeta escondidos y la marca del dragón cubierta por unos mechones negros, de nuevo parecía ser poco más que una niña inocente.

Nasuada esperó hasta que pareció evidente que Elva había dicho todo lo que quería decir.

Entonces, tras un gesto de Angela, siguió a la herbolaria por una puerta lateral y dejó a la pálida niña sentada a solas en el centro de la habitación oscura y envuelta en telas, como un espantoso feto alojado en el vientre, esperando el momento adecuado para emerger.

Angela se aseguró de que la puerta estuviera cerrada y murmuró:

-No hace más que comer y comer. No podemos saciar su apetito con estas raciones. ¿Puedes…?

-Tendrá comida. No te preocupes por eso.

Nasuada se frotó los brazos mientras trataba de erradicar el recuerdo de aquellos ojos horribles, atroces.

-Gracias. -¿Esto le había pasado alguna vez a alguien?

Angela negó con la cabeza hasta que los rizos de su melena golpearon sus hombros.

-Ni una sola vez en toda la historia de la magia. He intentado predecir su futuro, pero es un atolladero imposible. Qué adorable palabra, atolladero. Es que su vida se relaciona con la de tanta gente… -¿Es peligrosa?

-Todos lo somos.

-Ya sabes a qué me refiero.

Angela se encogió de hombros.

-Es más peligrosa que algunos, y menos que otros. De todos modos, si ha de matar a alguien, lo más probable es que sea a sí misma. Si conoce a alguien a punto de ser herido y el hechizo de Eragon la coge por sorpresa, ocupará el lugar del condenado. Por eso pasa casi todo el rato aquí dentro.

-¿Con cuánta anticipación puede predecir los sucesos?

-Dos o tres horas como mucho.

Apoyada en la pared, Nasuada caviló sobre aquella nueva complicación en su vida. Elva podía ser un arma potente si se usaba del modo correcto. «Por medio de ella puedo averiguar los problemas de mis enemigos y sus debilidades, así como saber qué les complace y volverlos dóciles a mis deseos.» En una situación de urgencia, la niña también podía actuar como guardia infalible si uno de los vardenos, como Eragon y Saphira, requería protección.

«No se la puede dejar a su aire. Necesito alguien que la vigile. Alguien que sepa de magia y se sienta a gusto con su propia identidad para resistirse a la influencia de Elva… Alguien que me parezca fiable y sincero.» Enseguida descartó a Trianna.

Nasuada miró a Angela. Aunque desconfiaba de la herbolaria, sabía que Angela había ayudado a los vardenos en asuntos de la mayor delicadeza e importancia -como curar a Eragon- sin pedir nada a cambio. A Nasuada no se le ocurría nadie más que tuviera el tiempo, las ganas y la experiencia suficientes para cuidar a Elva.

-Soy consciente -dijo Nasuada- de que es ridículo por mi parte, pues no estás bajo mis órdenes y sé poco de tu vida y tus obligaciones, pero tengo que pedirte un favor.

-Adelante.

Angela la invitó con un ademán.

Nasuada titubeó, desconcertada, y luego avanzó: -¿Estarías dispuesta a echarle un ojo a Elva? Necesito… -¡Por supuesto! Y si puedo prescindir de ellos, le echaré los dos. Me entusiasma la oportunidad de estudiarla.

-Tendrás que informarme -advirtió Nasuada.

-Ahí está el veneno escondido en la tarta. Bueno, supongo que me las arreglaré.

-Entonces, ¿tengo tu palabra?

-La tienes.

Aliviada, Nasuada gimió y se dejó caer en una silla.

-Ah, qué lío. Menudo atolladero. Como señora feudal de Eragon, soy responsable de sus obras, pero nunca imaginé que pudiera hacer algo tan terrible como esto. Es una mancha en mi honor, en la misma medida que en el suyo.

Una cadencia de chasquidos agudos llenó la habitación cuando Angela hizo crujir sus nudillos.

-Sí, pienso hablar con él de esto en cuanto vuelva de Ellesméra.

Su expresión era tan furibunda que alarmó a Nasuada. -Bueno, no le hagas daño. Lo necesitamos. -No… No será un daño permanente.