Durante el resto del día, mientras Roran seguía ocupado en su trabajo, sintió en su interior el vacío de Carvahall. Era como si le hubieran arrancado una parte de sí mismo para esconderla en las Vertebradas. Y en ausencia de los niños, la aldea parecía ahora un campamento armado. El cambio parecía volverlos serios y solemnes a todos.


Cuando los ansiosos dientes de las Vertebradas se tragaron por fin el sol, Roran ascendió la cuesta que llevaba a casa de Horst.

Se detuvo ante la puerta y apoyó una mano en el tirador, pero se quedó quieto, incapaz de entrar. «¿Por qué me asusta esto tanto como luchar?»

Al fin, abandonó la puerta delantera y se fue al lateral de la casa, por donde se coló en la cocina y, para su desánimo, vio a Elain tejiendo junto a la mesa y hablando con Katrina, que quedaba frente a ella. Las dos se volvieron a mirarlo, y Roran soltó: -¿Estáis…? ¿Estáis bien?

Katrina se acercó a su lado.

-Estoy bien. -Sonrió amablemente-. Lo que pasa es que que sufrido una terrible impresión cuando mi padre… Cuando… -Agachó la cabeza un momento-. Elain se ha portado maravillosamente bien conmigo. Ha aceptado dejarme la habitación de Baldor para pasar esta noche.

-Me alegro de que estés mejor -dijo Roran.

La abrazó, con la intención de transmitirle todo su amor v adoración con aquel simple contacto.

Elian recogió su costura.

-Venga. Se ha puesto el sol y ya es hora de que te acuestes, Katrina.

Roran la soltó con reticencia, y ella le dio un beso en la mejilla y dijo:

-Te veré por la mañana.

Él empezó a seguirla, pero se detuvo cuando Elain dijo con tono mordaz:

-Roran. -¿Sí?

Elain esperó hasta que sonó el crujido de escalones que indicaba que Katrina ya no podía oírles.

-Espero que todas las promesas que le has hecho a esa chica fueran en serio, porque en caso contrario convocaré una asamblea y haré que te expulsen en una semana.

Roran estaba aturdido.

-Por supuesto que iban en serio. La amo.

-Katrina acaba de renunciar por ti a todo lo que poseía, a todo lo que le importaba. -Elain lo miraba fijamente con ojos firmes-. He visto a algunos hombres dirigir su afecto a las doncellas jóvenes como si echaran grano a los pollos. Las doncellas suspiran y lloran y se creen especiales, pero para el hombre sólo es un divertimento sin importancia. Siempre has sido honrado, Roran, pero el deseo puede convertir incluso a la persona más sensata en un perrito brincador o en un astuto y malvado zorro. ¿Lo eres tú? Porque Katrina no necesita un estúpido ni un tramposo; ni siquiera necesita amor. Lo que más necesita es un hombre que cuide de ella. Si la abandonas, la convertirás en la persona más desgraciada de Carvahall,obligada a vivir de sus amigos, nuestra primera y única pedigüeña. Por la sangre de mis venas, no permitiré que eso ocurra.

-Ni yo -protestó Roran-. Para hacer eso, tendría que ser un desalmado, o algo peor.

Elain alzó la barbilla.

-Exactamente. No olvides que pretendes casarte con una mujer que ha perdido su dote y la herencia de su madre. ¿Entiendes lo que significa para Katrina perder su herencia? No tiene plata, ni sábanas, ni encajes, ninguna de las cosas que hacen falta para que una casa funcione bien. Esos objetos son nuestra única pertenencia, traspasada de madre a hija desde que llegamos a Alagaésia por primera vez. De ellas depende nuestra valía. Una mujer sin herencia es como… Es como…

-Es como un hombre sin granja ni oficio -dijo Roran.

-Exacto. Sloan ha sido cruel al negarle la herencia a Katrina, pero eso ya no lo podemos evitar. Ni tú ni ella tenéis dinero ni recursos. La vida ya es muy difícil sin esas penurias añadidas. Empezarás sin nada y desde la nada. ¿Te asusta la perspectiva, o te parece insoportable? Te lo pregunto una vez más, y no me mientas porque los dos lo lamentaríais durante el resto de vuestras vidas: ¿cuidarás de ella sin queja ni resentimiento alguno?

-Sí.

Elain suspiró y llenó de sidra dos tazas de barro con una Jarra que pendía de las vigas.

Pasó una a Roran y se sentó de nuevo a la mesa.

-Entonces, te sugiero que te dediques a sustituir la casa y la herencia de Katrina para que ella y cualquier hija que tengáis pueda hablar sin vergüenza con las viudas de Carvahall.

Roran bebió la fría sidra.

-Eso si vivimos tanto.

-Sí. -Elain retiró un mechón de su melena rubia y meneo la cabeza-. Has escogido un camino duro, Roran.

-Tenía que asegurarme de que Katrina abandonara Carvahall.

Elain enarcó una ceja.

-De modo que fue por eso. Bueno, no lo voy a discutir, pero ¿por qué diablos no le habías dicho nada de vuestro compromiso a Sloan hasta esta mañana? Cuando Horst se lo pidió a mi padre, regaló a mi familia doce ovejas, un arado y ocho pares de candelabros de hierro forjado, antes incluso de que mis padres aceptaran su petición. Así es como debe hacerse. Sin duda podrías haber pensado en una estrategia mejor que pegar a tu futuro suegro.

A Roran se le escapó una risa de dolor.

-Podría, pero con estos ataques nunca me pareció el momento adecuado.

-Los ra'zac llevan seis días sin atacar.

Roran frunció el ceño.

-No, pero… Es que era… ¡Ah, yo qué sé!

Frustrado, dio un puñetazo en la mesa.

Elain soltó su taza y le envolvió el puño con sus manitas.

-Si consigues arreglar tu pelea con Sloan ahora mismo, antes de que se acumulen años de resentimiento, tu vida con Katrina será mucho, mucho más fácil. Mañana por la mañana deberías ir a su casa y suplicar su perdón. -¡No pienso suplicar! Y menos a él.

-Roran, escúchame. Obtener la paz para tu familia bien vale un mes entero de súplicas. Lo sé por experiencia; pelear sólo sirve para que te sientas más desgraciado.

-Sloan siente un profundo odio por las Vertebradas. No querrá saber nada de mí.

-Pero tienes que intentarlo -dijo Elain con seriedad-. Incluso si rechaza tus súplicas, al menos no podrán culparte de no haber hecho el esfuerzo. Si amas a Katrina, trágate el orgullo y haz lo que debes por ella. No dejes que sufra por tu error.

Se terminó la sidra, apagó las velas con un dedal de latón y dejó a Roran sentado en la oscuridad.

Pasaron varios minutos antes de que Roran consiguiera moverse. Estiró un brazo y recorrió con él el borde de la barra de la cocina hasta que encontró la puerta, luego subió las escaleras sin dejar de tocar con las yemas de los dedos las paredes talladas para no perder el equilibrio. Ya en la habitación, se desvistió y se tumbó a lo largo de la cama.

Roran rodeó con sus brazos la almohada rellena de lana y escuchó los débiles sonidos que flotaban de noche en la casa: el correteo de un ratón en el desván y sus chillidos intermitentes; el crujido de las vigas de madera al enfriarse en la noche, el susurro y la caricia del viento en el dintel de su ventana; y… y el arrastrar de unas zapatillas en el vestíbulo que daba a su cuarto.

Vio que el pasador se desencajaba, y luego la puerta se abrió lentamente con un quejido de protesta. Se paró. Una figura oscura se deslizó hacia el interior de la habitación, la puerta se cerró, y Roran sintió que una cortina de cabello rozaba su cara, junto con unos labios como pétalos de rosa. Suspiró.

Katrina.

Un trueno arrancó a Roran del sueño.

La luz llameó en su rostro mientras se esforzaba por recuperar la conciencia, como un buzo desesperado por alcanzar la superficie. Abrió los ojos y vio un agujero recortado por una explosión en la puerta. Entraron a toda prisa seis soldados por la hendidura, seguidos por los dos ra'zac, que parecían llenar la habitación con su horrenda presencia. Alguien le apoyó la punta de una espada en el cuello. A su lado, Katrina gritó y tiró de las mantas para taparse.

-Arriba -ordenaron los ra'zac. Roran se levantó con cautela. Sentía el corazón a punto de explotar en el pecho-. Atadle las manos y traedlo.

Cuando se acercó un soldado con una cuerda, Katrina volvió a gritar, saltó hacia los asaltantes, les mordió y les lanzó lujosos zarpazos. Sus afiladas uñas les rasgaban la cara y, cegados por la sangre, los soldados no dejaban de maldecir.

Roran apoyó una rodilla en el suelo, agarró su martillo, se puso en pie de nuevo y lo blandió por encima de la cabeza, rugiendo como un oso. Los soldados se lanzaron hacia él, con la intención de abatirlo por mera superioridad numérica, pero no lo lograron: Katrina corría peligro, y él era invencible. Los escudos se desmoronaban bajo sus golpes, las mallas y bandoleras se partían bajo su despiadada arma, y los yelmos se hundían. Dos hombres quedaron heridos, y otros tres cayeron para no levantarse más.

Los golpes y el clamor habían despertado a toda la casa; Roran oyó vagamente que Horst y sus hijos gritaban en el vestíbulo. Los ra'zac intercambiaron unos siseos, luego se escabulleron hacia delante y agarraron a Katrina con una fuerza inhumana, alzándola en volandas mientras abandonaban la habitación. -¡Roran! -aulló.

Roran invocó las energías que le quedaban y sobrepasó a toda velocidad a los dos hombres que quedaban. Llegó a trompicones hasta el vestíbulo y vio que los ra'zac salían por una ventana. Roran se lanzó tras ellos y golpeó al que iba detrás, justo cuando estaba a puntode descender desde el alféizar. El ra'zac se estiró, agarró la muñeca de Roran en el aire y chilló de puro placer, echándole un fétido aliento a la cara: -¡Sí! ¡A ti te queremos!

Roran trató de zafarse, pero el ra'zac no cedió. Con la mano libre, Roran golpeó la cabeza y los hombros de la criatura, duros como el hierro. Desesperado y rabioso, cogió la punta de la capucha del ra'zac y tiró de ella para desenmascarar sus rasgos.

El rostro horrible y torturado le gritó. La piel era negra y brillante, como el caparazón de un escarabajo. La cabeza, calva. Los ojos, sin párpados, eran del tamaño de su puño y brillaban como una bola de hematita pulida; no había iris, ni pupila. En vez de nariz, boca y barbilla, un pico curvado y puntiagudo chasqueaba sobre la lengua morada y espinosa.

Roran gritó y apretó los talones contra los laterales del marco de la ventana, esforzándose por librarse de aquella monstruosidad, pero el ra'zac lo sacó de la casa inexorablemente. Vio a Katrina en el suelo, todavía luchando y peleando.

Justo cuando cedían sus rodillas, apareció Horst a su lado y le rodeó el pecho con un nudoso brazo para mantenerlo en pie. -¡Que alguien traiga una lanza! -gritó el herrero. Se le hinchaban las venas del cuello y gruñía por el esfuerzo de sostener a Roran-. Para superarnos, hará falta algo más que este huevo endemoniado.

El ra'zac dio un último tirón y, al ver que no conseguía arrastrar a Roran, alzó la cabeza y dijo:

-Eres nuestro.

Se lanzó hacia delante con una velocidad cegadora, y Roran aulló al notar que el pico del ra'zac se cerraba en su hombro derecho y asomaba por la parte delantera, atravesando la musculatura. Al mismo tiempo, la muñeca se partió. Con un cacareo malicioso, el ra'zac lo soltó y desapareció en la noche.

Horst y Roran quedaron despatarrados en el recibidor.

-Tienen a Katrina -gruñó Roran.

Cuando se apoyó en el brazo izquierdo para levantarse -pues el derecho pendía inerte-, le tembló la visión y se le tiñó de negro por los laterales. Albriech y Baldor salieron de su habitación, salpicados de sangre. Detrás de ellos sólo quedaban cadáveres. «Ya he matado a ocho.» Roran recuperó su martillo y salió a trompicones por el vestíbulo; pero Elain, con su camisón blanco, le tapó la salida.

Lo miró con los ojos bien abiertos y luego lo tomó del brazo y le obligó a sentarse en un baúl de madera que había contra la pared.

-Tienes que ver a Gertrude.

-Pero…

-Si no detenemos la hemorragia, te desmayarás.

Roran se miró el costado derecho; estaba empapado de escarlata.

-Tenemos que rescatar a Katrina antes… -apretó los dientes al sentir una oleada de dolorantes de que puedan hacerle daño.

-Tiene razón; no podemos esperar -dijo Horst, inclinándose sobre ellos-. Véndalo lo mejor que puedas, y nos vamos.

Elain apretó los labios y se fue corriendo al armario de las sábanas. Volvió con varios trapos y los apretó con firmeza en torno al hombro de Roran y su muñeca fracturada.

Mientras tanto, Albriech y Baldor se apropiaron de las armaduras y las espadas de dos soldados. Horst se contentó con una lanza.

Elain apoyó las manos en el pecho de Horst y le dijo:

-Ten cuidado. -Luego miró a sus hijos-. Todos.

-Todo irá bien, madre -prometió Albriech.

Ella forzó una sonrisa y le dio un beso en la mejilla.

Abandonaron la casa y corrieron hasta el límite de Carvahall, donde descubrieron que el muro de árboles estaba forzado y el guardia, Byrd, apuñalado. Baldor se arrodilló, examinó el cuerpo y luego, con voz ahogada, dijo:

-Lo han apuñalado por la espalda.

Roran apenas lo oyó, porque la sangre se agolpaba en sus oídos. Mareado, se apoyó en una casa y boqueó para respirar. -¡Eh! ¿Quién va?

Desde sus puestos a lo largo del perímetro de Carvahall, los demás guardias se congregaron en torno a su compañero asesinado, formando un corrillo de antorchas a media luz. En un tono apagado, Horst explicó el ataque y la situación de Katrina. -¿Quién nos ayuda? -preguntó.

Tras una rápida discusión, cinco hombres aceptaron acompañarlos; el resto se quedaba de guardia para volver a cerrar el muro y despertar a todos los aldeanos.

Roran se apartó de la casa con un empujón y trotó hasta la cabeza del grupo, que ya recorría los campos y enfilaba el valle hacia el campamento de los ra'zac. Cada paso era una agonía, pero no importaba: nada importaba, salvo Katrina. Una vez tropezó, y Horst lo sostuvo sin decir palabra.

A poco menos de un kilómetro de Carvahall, Ivor detectó a un centinela en un montículo, lo cual les obligó a dar un amplio rodeo. Unos cientos de metros más allá, el rojizo brillo de las antorchas se hizo visible. Roran alzó el brazo bueno para frenar la marcha y luego, al avanzar por la enmarañada hierba a gachas y a rastras, asustó a una liebre. Los demás hombres lo siguieron mientras se acercaba al límite de un pradillo de anea, donde se detuvo y apartó una cortina de tallos para observar a los trece soldados que quedaban.

«¿Dónde está ella?»

En contraste con su primera aparición, los soldados parecían ahora amargados y demacrados, con sus armas melladas y sus armaduras picadas. La mayoría llevaba vendajes con manchas de sangre seca. Estaban todos juntos, encarados a los dos ra'zac, que ahora, al otro lado del fuego, llevaban las capuchas caladas.

Uno de los hombres gritaba: -… más de la mitad, muertos por una banda de pueblerinos con menos cerebro que un berberecho, ratas de bosque que no distinguen una pica de un hacha de guerra, incapaces de encontrar la punta de una espada aunque la tengan clavada en las tripas. Y todo porque vosotros tenéis menos sentido común que mi hijo pequeño. Me da lo mismo que Galbatorix en persona os limpie las botas a lametazos; no pensamos hacer nada hasta que tengamos un nuevo comandante. -Los demás hombres asintieron-. Y que sea humano. -¿De verdad? -preguntaron los ra'zac con suavidad.

-Estamos hartos de recibir órdenes de jorobados como vosotros, con ese cacareo y esos silbidos, que parecéis una tetera. ¡Nos da asco! Y no sé qué le habéis hecho a Sardson, pero si os quedáis una noche más, os llenaremos de hierro y descubriremos si sangráis como nosotros.

De todos modos, podéis dejar a la chica. Nos…

El hombre no tuvo ocasión de continuar, pues el más alto de los ra'zac saltó por encima del fuego y aterrizó en sus hombros, como un cuervo gigante. Gritando, el soldado sederrumbó por el peso. Intentó desenfundar la espada, pero el ra'zac hundió dos veces en su cuello el pico oculto por la capucha y lo dejó tieso. -¿Contra eso hemos de pelear? -murmuró Ivor detrás de Roran.

Los soldados se quedaron inmóviles de la impresión, mientras los dos ra'zac lamían el cuello del cadáver. Cuando las negras criaturas se alzaron de nuevo, se frotaron las nudosas manos como si se estuvieran lavando y dijeron.

-Sí, nos vamos. Quedaos, si queréis. En pocos días llegarán los refuerzos.

Los ra'zac echaron las cabezas hacia atrás y se pusieron a aullar al cielo; el aullido se fue volviendo cada vez más agudo, hasta que se hizo inaudible.

Roran alzó también la vista. Al principio no vio nada, pero luego lo invadió un terror innombrable al ver que dos sombras recortadas aparecían en lo alto de las Vertebradas, eclipsando las estrellas. Avanzaban deprisa y parecían cada vez más grandes, hasta que su horrible presencia oscureció la mitad del cielo. Un viento fétido recorrió la tierra, trayendo consigo una miasma sulfurosa que provocó toses y náuseas a Roran.

Los soldados también se vieron afectados; sus maldiciones resonaban mientras se tapaban la nariz con mangas y pañuelos.

En lo alto, las sombras se detuvieron y empezaron a descender, encerrando el campamento en una cúpula de oscuridad amenazante. Las temblorosas antorchas oscilaron y parecieron a punto de apagarse, pero daban aún la suficiente luz para dejar ver a las dos bestias que descendían entre las tiendas.

Sus cuerpos, desnudos y pelados como ratones recién nacidos, tenían la piel gris y encurtida, muy tirante en la zona de sus musculosos pechos y vientres. Por su forma parecían perros hambrientos, pero las piernas traseras tenían una musculatura tan poderosa que parecían capaces de destrozar una roca. Una pequeña cresta se extendía por la parte trasera de sus cabezas pequeñas, en dirección opuesta al pico largo y recto, del color del ébano, adecuado para atravesar a sus presas, y unos ojos fríos que parecían bulbos, idénticos a los de los ra'zac. En la espalda brotaban unas alas cuyo peso hacía gemir al aire.

Los soldados se echaron al suelo, acobardados, y escondieron los rostros ante la presencia de los monstruos. De aquellas criaturas emanaba una inteligencia terrible y extraña que hablaba de una raza más antigua y mucho más poderosa que los humanos. Roran temió de pronto que su misión pudiera fracasar. Tras él, Horst susurró a los hombres y les urgió a permanecer quietos y escondidos si no querían perecer.

Los ra'zac saludaron a las bestias con una reverencia. Luego, se metieron en una de las tiendas y volvieron a salir con Katrina -atada con unas cuerdas- y con Sloan detrás. El carnicero caminaba suelto.

Roran lo miró fijamente, incapaz de comprender cómo habían capturado a Sloan. «Su casa queda muy lejos de la de Horst.» Entonces lo entendió. «Nos ha traicionado», pensó Roran, asombrado. Cerró el puño lentamente sobre el martillo al tiempo que el verdadero horror de la situación le estallaba por dentro. «¡Ha matado a Byrd y nos ha traicionado a todos!»

-Roran -murmuró Horst, agachado junto a él-. No podemos atacar ahora; nos masacrarían. Roran…, ¿me oyes?

Sólo oía un murmullo lejano mientras veía cómo el ra'zac más pequeño montaba en los hombros de una de las bestias y luego agarraba a Katrina, sostenida en brazos del otro ra'zac.

Sloan ahora parecía enfadado y asustado. Empezó a discutir con los ra'zac, meneando la cabeza y señalando el suelo. Al final, un ra'zac le golpeó en la boca y lo dejó inconsciente.

Mientras montaba en la segunda bestia, con el carnicero desmayado sobre su espalda, el ra'zac más alto declaró:

-Volveremos cuando sea más seguro. Matad al chico, y os perdonaremos la vida.

Luego los corceles flexionaron sus abultados muslos y alzaron el vuelo de un salto, convirtiéndose de nuevo en sombras contra el campo de estrellas.

A Roran no le quedaban palabras ni emociones. Estaba totalmente destrozado. Sólo le quedaba matar a los soldados. Se levantó y alzó el martillo, listo para cargar; pero al dar un paso adelante, su cabeza palpitó al mismo tiempo que el hombro herido, la tierra se desvaneció en un estallido de luz, y se sumió en el olvido.