En cuanto Oromis y Glaedr estuvieron fuera de su vista, Saphira dijo: ¡Eragon, otro dragón! ¿Te lo puedes creer?


Eragon le dio una palmada en el hombro.

Es maravilloso.

Desde lo alto de Du Weldenvarden, la única señal de que el bosque estaba habitado era algún penacho fantasmagórico de humo que se alzaba desde la copa de un árbol y pronto se desvanecía en el claro aire.

Nunca esperé encontrarme con otro dragón aparte de Shruikan. Tal vez sí rescatara los huevos de Galbatorix, pero hasta ahí llegaban mis esperanzas. Y ahora… -Se estremeció de alegría bajo el cuerpo de Eragon-. Glaedr es increíble, ¿verdad? Es tan mayor y tan fuerte, y sus escamas brillan tanto… Debe de ser dos, no, tres veces más grande que yo. ¿Has visto sus zarpas? Son…

Siguió así durante varios minutos, deshaciéndose en elogios sobre los atributos de Glaedr.

Pero aún más fuertes que sus palabras eran las emociones que Eragon percibía en su interior: las ganas y el entusiasmo entremezclados de tal manera que podían identificarse como una adoración anhelante.

Eragon trató de contarle a Saphira lo que había aprendido de Oromis, pues sabía que ella no había prestado atención, pero le resultó imposible cambiar el tema de conversación. Se quedó sentado en silencio en su grupa, mientras el mundo se extendía por debajo como un océano esmeralda, y se sintió como el hombre más solo de la existencia.

De regreso a sus aposentos, Eragon decidió no salir a dar una vuelta; estaba demasiado cansado por todos los sucesos del día y por las semanas que habían pasado viajando. Y Saphira estuvo más que contenta de sentarse en su lecho y charlar sobre Glaedr mientras él examinaba los misterios de la bañera de los elfos.

Llegó la mañana, y con ella apareció un paquete envuelto en papel de cebolla que contenía la navaja y el espejo que había prometido Oromis. La factura de la hoja era típica de los elfos, así que no hacía falta afilarla ni engrasarla. Con muecas de dolor, Eragon se dio primero un baño en agua tan caliente que echaba humo y luego sostuvo el espejo y se enfrentó a su rostro.

«Parezco mayor. Mayor y cansado.» No sólo eso, sino que sus rasgos se habían vuelto mucho más angulosos y le daban un aspecto ascético, como de halcón. No era ningún elfo, pero tampoco lo habría tomado nadie por un humano púber tras una inspección cercana. Se echó atrás el pelo para destapar las orejas, que se enrollaban para mostrar una leve punta, una muestra más de cómo estaba cambiando por su lazo con Saphira. Se tocó una oreja y permitió que los dedos se pasearan por aquella forma extraña.

Le costaba aceptar la transformación de su carne. Aunque había sabido de antemano que eso iba a ocurrir -y en algún momento había dado la bienvenida a esa perspectiva, pues confirmaba definitivamente que era un Jinete-, la realidad lo llenaba de confusión. Lamentaba no poder opinar sobre cómo se iba alterando su cuerpo, aunque al mismo tiempo sentía curiosidad por saber adonde lo llevaría ese proceso. Además, se daba cuenta de que, como humano, estaba en plena adolescencia, con su correspondiente carga de misterios y dificultades.

«¿Cuándo sabré por fin quién y qué soy?» Apoyó el filo de la navaja en la mejilla, como había visto hacer a Garrow, y la arrastró sobre la piel. Cortó algunos pelos, pero quedaban largos y desordenados. Alteró el ángulo del filo y lo probó de nuevo con algo más de éxito.

Sin embargo, cuando llegó a la barbilla, se le resbaló la navaja y se hizo un corte desde la comisura de la boca hasta debajo del mentón. Chilló, soltó la navaja y tapó con una mano el corte, cuya sangre corría ya cuello abajo. Mascullando las palabras entre dientes apretados, dijo: Watse hall. El dolor cedió enseguida, en cuanto la magia recosió su carne, aunque el corazón aún latía impresionado. ¡Eragon! -gritó Saphira.

Asomó la cabeza y los hombros por el vestíbulo, abrió con un golpe de morro la puerta del baño y olisqueó el aroma de sangre.

Sobreviviré -aseguró Eragon.

Saphira echó un vistazo al agua ensangrentada.

Ten más cuidado. Prefiero verte desaliñado como un ciervo en época de muda, que decapitado por intentar un afeitado profundo.

Yo también. Vete, estoy bien.

Saphira gruñó y se retiró con reticencia.

Eragon se quedó sentado, mirando fijamente la navaja. Al final, masculló:

-Al diablo con esto.

Se recompuso, repasó la lista de palabras del idioma antiguo, escogió las que necesitaba y luego permitió que su lengua emitiera el hechizo recién inventado. Un leve rastro de polvo negro cayó de su cara cuando el rastrojo de barba se pulverizó, dejando sus mejillas perfectamente lisas.

Satisfecho, Eragon salió y ensilló a Saphira, que alzó el vuelo de inmediato, en dirección a los riscos de Tel'naeír. Aterrizaron junto a la cabaña, donde los esperaban Oromis y Glaedr.

Oromis examinó la silla de Saphira. Repasó todas las correas con los dedos, deteniéndose en las hebillas y costuras, y luego declaró que la hechura era pasable, teniendo en cuenta cómo y cuándo la habían creado.

-Brom siempre fue listo con las manos. Usa esta silla cuando debas viajar a gran velocidad. Pero cuando te puedas permitir algo de comodidad… -entró un momento en su cabaña y reapareció cargado con una silla gruesa y moldeada, decorada con figuras doradas en la parte del asiento y en el bajante de las piernas-, usa ésta. La hicieron en Vroengard y contienen tantos hechizos que nunca te fallará en un momento de necesidad.

Eragon se tambaleó bajo el peso de la silla cuando se la pasó Oromis. Tenía la misma forma que la de Brom, con una serie de hebillas que colgaban a ambos lados, pensadas para inmovilizar sus piernas. El asiento, hondo, estaba esculpido en la piel de tal modo que podría volar durante horas con comodidad, tanto si iba sentado como si se recostaba junto al cuello de Saphira. Además, las correas que rodeaban el pecho de Saphira tenían una serie de hendiduras y nudos para poderse acomodar al crecimiento del dragón a medida que pasaran los años. Unas cuantas cintas anchas a ambos lados de la cabeza de la silla llamaron la atención de Eragon. Preguntó para qué servían.

Glaedr murmuró:

Para fijarte las muñecas y los brazos de tal modo que no mueras de miedo como una rata cuando Saphira haga una maniobra compleja.

Oromis ayudó a Eragon a quitar la silla antigua a Saphira.

-Saphira, hoy irás con Glaedr y yo trabajaré aquí con Eragon.

Como quieras -contestó ella, y gritó de excitación.

Glaedr alzó su masa dorada y se elevó hacia el norte. Saphira lo siguió de cerca.

Oromis no concedió a Eragon tiempo para pensar en la marcha de Saphira: el elfo lo llevó a un recuadro de tierra bien prensada que quedaba bajo un sauce, al otro lado del claro. Plantado frente a él en el recuadro, Oromis dijo:

-Lo que voy a mostrarte ahora se llama Rimgar, o Danza de la Serpiente y la Grulla. Es una serie de posturas que hemos desarrollado con el objetivo de preparar a los guerreros para el combate, aunque todos los elfos la usan para mantener la salud y la forma física. El Rimgar tiene cuatro niveles, cada uno más difícil que el anterior. Empezaremos por el primero.

La prevención ante el sufrimiento que se avecinaba mareó a Eragon hasta tal punto que apenas podía moverse. Apretó los puños y bajó los hombros, sintiendo el tirón de la cicatriz en la piel de la espalda mientras miraba fijamente el espacio entre sus pies.

-Relájate -le aconsejó Oromis. Eragon abrió las manos de un tirón y las dejó muertas al límite de sus brazos rígidos-. Te he pedido que te relajes, Eragon. No puedes hacer el Rimgar si estás rígido como una tira de cuero.

-Sí, Maestro.

Eragon hizo una mueca y, con cierta reticencia, soltó los músculos y las articulaciones, aunque en su vientre conservaba un nudo de tensión enroscada.

-Junta los pies y deja los brazos paralelos al costado. Mira recto hacia delante. Ahora, respira hondo y alza los brazos por encima de la cabeza para juntar las palmas… Sí, eso es.

Espira y dóblate hasta donde puedas, apoya las palmas en el suelo, respira de nuevo… y salta hacia atrás. Bien. Respira y dóblate hacia atrás, mirando al cielo…, y espira, alzando las caderas hasta que formes un triángulo. Respira desde el fondo de la garganta… y suelta el aire. Dentro… y fuera. Dentro…

Para alivio de Eragon, las posturas eran suaves y podía mantenerlas sin que se despertara el dolor de espalda, aunque le exigían esfuerzo: el sudor le perlaba la frente y boqueaba para respirar. Sonrió de pura alegría, como si le hubieran concedido un indulto. Sus recelos se eva-poraron y pasó con fluidez de una postura a otra -pese a que la mayoría exigían más flexi-bilidad de la que tenía-, con una energía y confianza que no había vuelto a tener desde antes de la batalla de Farthen Dür. «¡A lo mejor me he curado!»

Oromis practicó el Rimgar con él y demostró un nivel de fuerza y flexibilidad que asombró a Eragon, sobre todo en alguien de su edad. El elfo podía tocarse los dedos de los pies con la frente. Durante todo el ejercicio, mantuvo una compostura impecable, como si estuviera paseando por un jardín. Sus instrucciones eran más tranquilas y pacientes que las de Brom, pero absolutamente implacables. No se permitía el menor desvío del camino correcto.

-Vamos a lavarnos el sudor de brazos y piernas -dijo Oromis cuando terminaron.

Fueron al arroyo contiguo a la casa y se desvistieron deprisa. Eragon miraba disimuladamente al elfo, curioso de ver qué aspecto tenía sin ropa. Oromis era muy delgado, pero sus músculos estaban perfectamente definidos, grabados bajo la piel con las duras aristas de una talla de madera. No tenía vello en el pecho ni en las piernas, ni siquiera en el pubis. A Eragon le pareció un cuerpo casi estrafalario, comparado con los de los hombres que estaba acostumbrado a ver en Carvahall, aunque tenía algo de refinada elegancia, como el de un gato montes.

Después de lavarse, Oromis llevó a Eragon al interior de Du Weldenvarden, hasta un corro en que los árboles oscuros se inclinaban hacia delante y oscurecían el cielo que quedabatras las ramas y los velos de liquen enmarañado. Los pies se hundían hasta los tobillos en el musgo. En torno a ellos todo estaba silencioso.

Oromis señaló un tocón blanco con la superficie lisa y pulida, a unos tres metros, en el centro del corro, y dijo:

-Siéntate ahí. -Eragon hizo lo que se le pedía-. Cruza las piernas y cierra los ojos. -El mundo se oscureció. Desde la derecha, le llegó un susurro de Oromis-. Abre tu mente, Eragon. Abre tu mente y escucha el mundo que te rodea, los pensamientos de todos los seres de este claro, desde las hormigas de los árboles hasta los gusanos del suelo. Escucha hasta que puedas oírlos a todos y entender su propósito y su naturaleza. Escucha y, cuando ya no oigas nada, ven a contarme lo que hayas aprendido.

Y luego el bosque quedó en silencio.

Como no estaba seguro de si Oromis se había ido, Eragon retiró tentativamente las barreras de su mente y predispuso su conciencia, como solía hacer cuando intentaba entrar en contacto con Saphira a grandes distancias. Al principio sólo lo rodeó el vacío, pero luego empezaron a aparecer aguijones de luz y calor en la oscuridad y fueron cobrando fuerza hasta que se encontró sentado en medio de una galaxia de constelaciones giratorias en la que cada punto brillante representaba una vida. Siempre que había contactado con otros seres por medio de su mente, ya fuera Cadoc, Nieve de Fuego o Solembum, el foco se había concentrado en aquel con quien se quería comunicar. Pero esto… Esto era como si hubiera estado sordo en medio de una muchedumbre y ahora pudiera oír riadas de conversación revoloteando en torno a él.

De pronto se sintió vulnerable: estaba totalmente expuesto al mundo. Cualquiera, o cualquier cosa, que deseara colarse en su mente y controlarlo podría hacerlo. Se tensó inconscientemente, se encogió en su interior y su consciencia del claro se desvaneció. Recordando una de las lecciones de Oromis, Eragon respiró más lento y visualizó el movimiento de sus pulmones hasta que se encontró suficientemente relajado como para abrir de nuevo la mente.

De todas las vidas que notaba, la mayoría, con mucho, eran insectos. Le aturdió la cantidad. Decenas de miles habitaban en un palmo cuadrado de musgo; millones, en el resto del pequeño claro, y una masa incontable, más allá. De hecho, aquella abundancia asustó a Eragon. Siempre había sabido que los humanos eran pocos y atribulados en Alagaésia, pero nunca había imaginado que incluso los escarabajos los superaran numéricamente de aquel modo.

Como eran uno de los pocos insectos que Eragon conocía, y Oromis las había mencionado, concentró su atención en las columnas de hormigas rojas que desfilaban por el suelo y ascendían por los tallos de un rosal silvestre. Lo que pudo sonsacarles no fueron pensamientos -pues su cerebro era demasiado primitivo-, sino urgencias: la de encontrar comida y evitar daños, la de defender el territorio propio, la de aparearse. Examinando los instintos de las hormigas, pudo empezar a comprender su comportamiento.

Le fascinó descubrir que -salvo por unos pocos individuos que exploraban las fronteras exteriores de su provincia- las hormigas sabían perfectamente adonde iban. No fue capaz de determinar qué mecanismo las guiaba, pero seguían caminos claramente definidos desde su hormiguero hasta la comida, para luego regresar. La fuente de su alimento representó otra sorpresa. Tal como había esperado, las hormigas mataban y se llevaban a cuestas a otros insectos, pero casi todos sus esfuerzos se concentraban en el cultivo de… de algo que salpicaba el rosal. Fuera cual fuese, aquella forma de vida era demasiado débil para que él pudiera sentirla. Concentró todas sus fuerzas en el intento de identificarla para satisfacer su curiosidad.

La respuesta era tan sencilla que, cuando la comprendió, se echó a reír en voz alta: pulgones. Las hormigas actuaban como pastoras de pulgones, los dirigían y protegían, al tiempo que obtenían sustento de ellos masajeando sus vientres con la punta de las antenas. A Eragon le costó creerlo, pero cuanto más miraba, más se convencía de estar en lo cierto.

Siguió el rastro de las hormigas bajo tierra en su compleja matriz de laberintos y estudió cómo cuidaban a ciertos miembros de la especie que eran varias veces mayores que una hormiga normal. Sin embargo, fue incapaz de determinar el propósito de aquellos insectos; sólo veía a los sirvientes que los rodeaban, les daban vueltas y retiraban unas manchas de materia que producían a intervalos regulares.

Al cabo de un rato, Eragon decidió que ya había obtenido toda la información posible de las hormigas -salvo que estuviera dispuesto a permanecer todo el día allí sentado- y ya se disponía a regresar a su cuerpo cuando una ardilla entró de un salto en el claro. Se le apareció como un estallido de luz, porque estaba adaptado a los insectos. Aturdido, sintió que lo abrumaba un fluir de sensaciones y sentimientos del animal. Olió el bosque con la nariz de la ardilla, sintió cómo cedía la corteza bajo sus zarpas puntiagudas y notó cómo circulaba el aire en torno al penacho de la cola levantada. Comparada con una hormiga, la ardilla ardía de energía y poseía una indudable inteligencia.

Luego saltó a otra rama y se desvaneció de su conciencia. El bosque parecía mucho más oscuro y silencioso que antes cuando Eragon abrió los ojos. Respiró hondo y miró alrededor, apreciando por primera vez cuánta vida existía en el mundo. Estiró las piernas acalambradas y echó a andar hacia el rosal.

Se agachó y examinó los tallos y las ramitas. Efectivamente, prendidos de ellas estaban los pulgones y sus guardianas encarnadas. Y cerca de la base de la planta había un montón de pinaza que señalaba la entrada del hormiguero. Era extraño verlo con sus propios ojos; nada de lo que veía contradecía las numerosas y sutiles interacciones que ahora conocía bien.

Enfrascado en sus pensamientos, regresó al claro, preguntándose qué podrían aplastar sus pies a cada paso. Cuando abandonó el refugio de los árboles, le sorprendió ver que el sol había descendido mucho. «Debo de haber pasado al menos tres horas ahí sentado.»

Encontró a Oromis en su cabaña, escribiendo con una pluma de ganso. El elfo terminó una frase, limpió la punta de la pluma, tapó la tinta y preguntó: -¿Qué has oído, Eragon?

Eragon tenía ganas de compartir. Mientras describía su experiencia, notó que su voz se alzaba con entusiasmo por los detalles de la sociedad de las hormigas. Contó todo lo que era capaz de recordar, hasta la más mínima e inconsecuente observación, orgulloso de toda la información que había obtenido.

Cuando ya había terminado, Oromis enarcó una ceja. -¿Eso es todo?

-Yo… -El desánimo se apoderó de Eragon al entender que, por alguna razón, se le había escapado el sentido del ejercicio-. Sí, Ebrithil. -¿Y qué pasa con los demás organismos del aire y de la tierra? ¿Puedes contarme qué hacían mientras tus hormigas cuidaban a sus rebaños?

-No, Ebrithil.

-Ahí está tu error. Has de tomar consciencia de todas las cosas por igual y no ponerte anteojeras que te lleven a concentrarte en un sujeto particular. Es una lección esencial y, hasta que la domines, pasarás cada día una hora meditando en el tocón. -¿Cómo lo sabré cuando la haya dominado?

-Podrás mirar una sola cosa y verlas todas.

Oromis lo invitó por gestos a unirse a él ante la mesa y le puso delante una hoja de papel en blanco, junto a una pluma y un tintero.

-Hasta ahora has funcionado con un conocimiento incompleto del idioma antiguo. No hay nadie entre nosotros que conozca todas las palabras del lenguaje, pero te has de familiarizar con su gramática y su estructura para que no te mates por poner un verbo en un lugar inadecuado, o por algún error parecido. No espero que lo hables como los elfos, pues eso te llevaría una vida entera, pero sí que consigas una fluidez inconsciente. O sea, has de ser capaz de hablarlo sin pensar. »Además, has de aprender a leer y escribir en el idioma antiguo. No sólo te servirá para memorizar las palabras, sino que es una habilidad esencial si necesitas componer un hechizo especialmente largo y no te fías de tu memoria, o si el hechizo está registrado por escrito y quieres usarlo. »Cada raza ha desarrollado su propio sistema para escribir el idioma antiguo. Los enanos usan el alfabeto de runas, igual que los humanos. Sin embargo, son poco más que técnicas improvisadas, incapaces de expresar las auténticas sutilezas del lenguaje como nuestra Liduen Kvaedhí, la Escritura Poética. La Liduen Kvaedhí se creó para obtener la mayor elegancia, belleza y precisión posibles. Se compone de cuarenta y dos formas distintas que representan diversos sonidos.

Esas formas se pueden combinar en una serie de glifos casi infinita que representan a la vez palabras individuales y frases completas. El símbolo de tu anillo es uno de esos glifos. El de Zar'roc es otro… Vamos a empezar: ¿cuáles son las vocales básicas del idioma antiguo? -¿Qué?

Su ignorancia de los entresijos del idioma antiguo se hizo evidente enseguida. Mientras viajaba con Brom, el viejo cuentacuentos se había concentrado en hacerle memorizar listas de palabras que pudiera necesitar para sobrevivir, así como en perfeccionar su pronunciación.

En esas dos áreas sobresalía, pero ni siquiera podía explicar la diferencia entre un artículo definido o indefinido. Si las lagunas de su educación frustraban a Oromis, ninguna palabra o acción del elfo traicionó esa sensación, y en cambio se dedicó a corregirlos con persistencia.

En un cierto punto de la lección, Eragon comentó:

-Nunca he necesitado muchas palabras para mis hechizos; Brom decía que saberlo hacer usando sólo «brisingr» era un don. Creo que lo más largo que dije en el idioma antiguo fue cuando hablé con la mente de Arya y cuando bendije a una huérfana en Farthen Dür. -¿Bendeciste a una niña en el idioma antiguo? -preguntó Oromis, alarmado de pronto-. ¿Recuerdas con qué palabras formulaste la bendición?

-Sí.

-Recítamelas. -Eragon lo hizo, y una expresión de puro horror se tragó a Oromis.

Exclamó-: ¡Usaste skóliri! ¿Estás seguro? ¿No era skóliró?

Eragon frunció el ceño.

-No, skólir. ¿Por qué no podía usarla? Significa «protegido». «… y que te veas protegido ante la desgracia.» Era una buena protección.

-No era una protección, sino una maldición. -Eragon nunca había visto a Oromis tan agitado-. El sufijo «o» forma el tiempo pasado en los verbos que termina con «r» y con «i».

Skóliro significa «protegido», pero skólir significa «protector». Lo que dijiste fue: «Que la suerte y la felicidad te sigan y que te conviertas en protector de la desgracia». En vez de proteger a la niña de los caprichos del destino, la condenaste a sacrificarse por los demás, a absorber sus miserias y sufrimientos para que puedan vivir en paz.

«No, ¡no! ¡No puede ser!» Eragon se encogió al pensar en esa posibilidad.

-El efecto que tiene un hechizo no se determina sólo por las palabras, sino también por la intención, y mi intención no era…

-No se puede contradecir la naturaleza inherente a una palabra. Se puede forzar, sí. Guiar, también. Pero no contravenir su definición para que signifique exactamente lo contrario. - Oromis juntó los dedos y se quedó mirando la mesa, con los labios tan apretados que formaban una fina línea blanca-. Confío en que no tenías mala intención, pues de lo contrario me negaría a seguir enseñándote. Si eras sincero y tu corazón era puro, esa bendición hará menos daño de lo que me temo, aunque no dejará de ser el núcleo de más dolor del que tú y yo deseamos.

Un violento temblor sobrecogió a Eragon cuando se dio cuenta de lo que había hecho con la vida de aquella niña.

-Tal vez no pueda deshacer mi error -dijo-, pero quizá sí puedo aliviarlo. Saphira marcó la frente de la niña, igual que había marcado mi palma con el gedwéy ignasia.

Por primera vez en su vida, Eragon vio a un elfo aturdido. Oromis abrió mucho los ojos, se quedó boquiabierto y se agarró a los brazos del asiento hasta que la madera emitió un quejido.

-Alguien que carga con la señal de los Jinetes y, sin embargo, no lo es -murmuró-. En todos mis años de vida, aún no había conocido a nadie como vostros dos. Parece que todas vuestras decisiones tienen mayor impacto de lo que nadie se atrevería a pronosticar.

Cambiáis el mundo a vuestro antojo. -¿Eso es bueno, o malo?

-Ni una cosa ni otra. Simplemente, es. ¿Dónde está ahora esa niña?

A Eragon le costó un momento recomponer sus pensamientos.

-Con los vardenos, ya sea en Fathen Dür o en Surda. ¿Crees que la marca de Saphira le ayudará?

-No lo sé -contestó Oromis-. No existe ningún precedente del que podamos obtener lección alguna.

-Tiene que haber maneras de retirar la maldición y negar el hechizo.

Era casi una súplica.

-Las hay. Pero para que sean efectivas, has de aplicarlas tú, y no podemos permitirnos que te ausentes de aquí. Incluso en las mejores circunstancias, algún resto de tu magia perseguirá a esta chica para siempre. Ése es el poder del antiguo lenguaje. -Hizo una pausa-.

Ya veo que entiendes la gravedad de la situación, así que sólo te diré esto una vez: cargas con toda la responsabilidad de la condena de esa niña y, por el mal que le causaste, te corresponde ayudarla si alguna vez se presenta la ocasión. Según la ley de los Jinetes, cargas con esa vergüenza como si fuera tu hija ilegítima, una desgracia entre los humanos, si lo recuerdo bien.

-Sí -murmuró Eragon-. Lo entiendo.

«Entiendo que obligué a una niña indefensa a seguir cierto destino sin darle siquiera la opción de escoger. ¿Se puede ser verdaderamente bueno si no tienes la oportunidad de actuar mal? La convertí en esclava.» También sabía que si él mismo se hubiera visto atado de ese modo sin consentimiento, odiaría a su carcelero con todos los poros de su ser.

-Entonces, no se hable más de esto.

-Sí, Ebrithil.

Eragon seguía desanimado, e incluso deprimido, al terminar el día. Apenas alzó la vista cuando salieron al encuentro de Saphira y Glaedr. Los árboles se agitaron por la furia de la galerna que los dos dragones provocaban con sus alas. Saphira parecía orgullosa; arqueó el cuello y se acercó a Eragon dando brincos, con las fauces abiertas en una sonrisa lobuna.

Una piedra crujió bajo el peso de Glaedr cuando el viejo dragón clavó en Eragon su ojo gigantesco -grande como un plato llano- y preguntó: ¿Cuál es la tercera regla para detectar una corriente descendente y la quinta para evitarla?

Eragon salió de su duermevela y apenas pudo pestañear con cara de tonto.

-No lo sé.

Entonces, Oromis se encaró a Saphira y preguntó: -¿Qué criaturas pastorean las hormigas y cómo obtienen alimento de ellas?

No tengo ni idea -confesó Saphira. Parecía ofendida.

Un brillo de rabia asomó en la mirada de Oromis mientras se cruzaba de brazos, aunque su expresión permaneció tranquila.

-Después de todo lo que habéis hecho juntos, creía que habíais aprendido la lección básica del Shurt'ugal: compartirlo todo con el socio. ¿Te cortarías el brazo derecho? ¿Y tú volarías sólo con un ala? Nunca. Entonces, ¿por qué ignoráis el vínculo que os une? De ese modo, despreciáis el mayor don y la gran ventaja que tenéis sobre cualquier oponente individual.

No deberíais limitaros a hablar entre vosotros por medio de la mente, sino que deberíais mezclar vuestras conciencias hasta que penséis y actuéis como un solo cuerpo. Espero que los dos sepáis lo que cada uno aprende. -¿Y nuestra intimidad? -preguntó Eragon. ¿Intimidad? -dijo Glaedr-. Cuando os vayáis de aquí, proteged vuestros pensamientos si queréis, pero mientras os estemos enseñando, no hay intimidad que valga.

Eragon miró a Saphira y se sintió aún peor que antes. Ella esquivó la mirada, pero luego dio un pisotón y lo miró directamente.

Tienen razón. Hemos sido descuidados.

No es culpa mía.

No he dicho que lo fuera. Sin embargo, Saphira había adivinado su intención. Eragon lamentaba la atención que había prestado a Glaedr y que eso los hubiera apartado-.

Mejoraremos, ¿no? ¡Por supuesto! -contestó ella bruscamente.

Sin embargo, Saphira se negó a ofrecer sus disculpas a Oromis y Glaedr, dejando esa tarea para Eragon.

-No volveremos a decepcionaros.

-Asegúrate de que así sea. Mañana os examinaremos para comprobar si cada uno sabe lo que ha aprendido el otro. -Oromis mostró un cacharro de madera en la palma de su mano-.

Mientras os ocupéis de darle cuerda con regularidad, este aparato os despertará cada mañana a la hora adecuada. Volved aquí en cuanto estéis lavados y desayunados.

Cuando Eragon cogió el cacharro, le sorprendió que pesara tanto. Tenía el tamaño de una avellana y profundas espirales talladas en torno a un nudo trabajado para representar un capullo de rosa de musgo. Probó a girar el nudo y oyó tres clics y el avance de un mecanismo oculto.

-Gracias -dijo.