Los días que Eragon pasaba en Ellesméra se fundían sin distinción; parecía que el tiempo no afectara a la ciudad de los pinos. La estación no avanzaba, ni siquiera a medida que iban alargándose las tardes, trazando ricas sombras en el bosque. Flores de todas las estaciones crecían al impulso de la magia de los elfos, nutridas por los hechizos que recorrían el aire.


Eragon llegó a amar Ellesméra por su belleza y su calma, por los elegantes edificios que crecían en los árboles, las encantadoras canciones que resonaban en el crepúsculo, las obras de arte escondidas entre las misteriosas viviendas y la introspección de los propios elfos, mezclada con sus estallidos de alegría.

Los animales salvajes de Du Weldenvarden no temían a los cazadores. A menudo Eragon miraba desde sus aposentos y veía a un elfo acariciar a un cervatillo o a un zorro gris, o murmurar a un oso tímido que merodeaba al borde de un claro, reticente a exponerse. Algunos animales no tenían forma reconocible. Aparecían por la noche, moviéndose y gruñendo en la maleza, y huían si Eragon se atrevía a acercarse. Una vez atisbo una criatura parecida a una serpiente peluda, y otra vez vio a una mujer con ropa blanca cuyo cuerpo tembló y desapareció para revelar en su lugar a una sonriente loba.

Eragon y Saphira seguían explorando Ellesméra cuando tenían ocasión. Iban solos o con Orik, porque Arya ya no los acompañaba, ni había conseguido hablar Eragon con ella desde que rompiera su fairth. La veía de vez en cuando, deambulando entre los árboles, pero cada vez que se acercaba con la intención de pedirle perdón, ella se retiraba y lo dejaba solo entre los viejos pinos. Al fin Eragon se dio cuenta de que había de tomar la iniciativa si quería tener una oportunidad de arreglar su relación con ella. Así que una noche recogió un ramo de flores del camino, junto a su árbol, y caminó hasta el salón de Tialdarí, donde preguntó a un elfo de la sala común dónde estaban los aposentos de Arya.

La puerta entelada estaba abierta cuando llegó a su cuarto. Nadie contestó cuando llamó.

Entró, escuchando por si se acercaba algún paso mientras miraba alrededor por la espaciosa sala emparrada, que daba a una pequeña habitación a un lado y un estudio al otro. Dos fairths decoraban las paredes: un retrato de un elfo severo y orgulloso con el pelo plateado, que Eragon supuso sería el rey Evandar, y otro de un elfo joven a quien no reconoció.

Eragon paseó por el apartamento, mirando pero sin tocar nada, saboreando aquel atisbo de la vida de Arya, descubriendo cuanto pudo sobre sus intereses y aficiones. Junto a su lecho vio una esfera de cristal que conservaba en su interior una gloria mañanera negra; en el escritorio, hileras ordenadas de pergaminos con títulos como Osilon: Informe de cosechas y Notas de actividad de la torre vigía de Gil'ead ; en el alféizar de una ventana salediza, tres árboles en miniatura habían crecido con forma de glifos del idioma antiguo que significaban respectivamente «paz», «fuerza» y «sabiduría», y junto a los árboles había un fragmento de papel con un poema inacabado, lleno de palabras tachadas y señales garabateadas. Decía:

Bajo la luna, la blanca luna brillante,

Hay una balsa, una balsa lisa de plata,

Entre heléchos y zarzales Y pinos de corazón negro.

Cae una piedra, una piedra viva;

Quiebra la luna, la blanca luna brillante, Entre heléchos y zarzales Y pinos de corazón negro.

Astillas de luz, espadas de luz,

Rizan la balsa,

El agua en calma, la quieta laguna,

El lago solitario.

En la noche, la noche oscura y pesada,

Se agitan las sombras, las sombras confusas, Donde antaño…

Eragon se acercó a la mesita que había en la entrada, dejó en ella su ramo de flores y se dio la vuelta para salir. Se quedó paralizado al ver a Arya en el umbral. Ella pareció sorprenderse por su presencia, pero luego disimuló sus emociones tras una expresión impasible.

Se miraron en silencio.

Alzó el ramo, medio ofreciéndoselo.

-No sé hacer un ramo para ti como el que hizo Fáolin, pero son flores de verdad, las mejores que he sabido encontrar.

-No puedo aceptarlas, Eragon.

-No es… No es esa clase de regalo. -Hizo una pausa-. No es una excusa, pero no me di cuenta de que mi fairth te pondría en una situación tan difícil. Lo lamento y te ruego que me perdones… Sólo pretendía hacer un fairth, no causar problemas. Entiendo la importancia de mis estudios, Arya, y no has de temer que los abandone para pensar en ti. -Se desequilibró y se apoyó en la pared, demasiado mareado para permanecer de pie sin apoyo-. Eso es todo.

Ella lo miró un largo rato y luego alargó un brazo para coger el ramo y se lo acercó a la nariz. Sus ojos nunca abandonaron los de Eragon.

-Son flores de verdad -concedió. Desvió la mirada a sus pies y la subió de nuevo-. ¿Has estado enfermo?

-No. La espalda.

-Lo había oído, pero no creía…

Eragon se separó de la pared con un empujón.

-Debo irme.

-Espera.

Arya dudó y luego lo acompañó hacia la ventana salediza, donde Eragon tomó asiento en el banco forrado que se curvaba junto a la pared. Arya sacó dos copas de un armario, desmigó en ellas hojas secas de ortiga, llenó de agua las copas y calentó el agua para hacer una infusión diciendo: «¡Cuécete!».

Pasó una copa a Eragon, que la sostuvo con las dos manos para absorber el calor. Miró por la ventana hacia el suelo, a unos seis metros, donde los elfos paseaban entre los jardines reales, hablando y cantando, y las luciérnagas flotaban en la oscuridad.

-Ojalá… -dijo Eragon-. Ojalá esto fuera siempre así. Es tan perfecto y tranquilo…

Arya removió su infusión.

-¿Qué tal va Saphira?

-Como siempre. ¿Y tú?

-Me estoy preparando para volver con los vardenos.

La alarma recorrió a Eragon. -¿Cuándo?

-Después de la Celebración del Juramento de Sangre. Ya llevo demasiado tiempo aquí, pero odiaba irme e Islanzadí deseaba que me quedara. Además… Nunca he asistido a una Celebración del Juramento de Sangre, y es nuestro rito más importante. -Lo contempló por encima del borde de la copa-. ¿No hay nada que Oromis pueda hacer por ti?

Eragon forzó un débil encogimiento de hombros.

-Ha probado con todo lo que sabe.

Se tomaron la infusión y miraron a los grupos y parejas que deambulaban por los senderos del jardín.

-Pero ¿tus estudios van bien?

-Sí. -En el silencio que prosiguió, Eragon cogió el trozo de papel que había entre los arbolitos y examinó las estrofas como si las leyera por primera vez-. ¿Sueles escribir poesía?

Arya extendió la mano hacia el papel y, cuando Eragon se lo dio, lo enrolló hacia dentro de tal modo que no se vieran las palabras.

-Es costumbre que todos los que asisten a la Celebración del Juramento de Sangre lleven un poema, una canción o alguna obra de arte que hayan hecho ellos mismos y la compartan con los reunidos. Acabo de empezar a trabajar en la mía.

-Me parece bastante buena.

-Si hubieras leído mucha poesía…

-La he leído.

Arya se detuvo, luego agachó la cabeza y dijo:

-Perdóname. No eres la misma persona a quien conocí en Gil'ead.

-No. Yo… -Eragon se calló y retorció la copa entre las manos mientras buscaba las palabras exactas-. Arya, pronto te vas a ir. Para mí sería una pena que no volviéramos a vernos hasta entonces. ¿No podemos vernos de vez en cuando como antes, para que nos enseñes algo más de Ellesméra a Saphira y a mí?

-No sería inteligente -dijo ella, con voz amable pero firme.

Él la miró. -¿Es necesario que el precio de mi indiscreción sea nuestra amistad? No puedo evitar mis sentimientos hacia ti, pero preferiría sufrir otra herida de Durza antes que permitir que mi estupidez destruyera el compañerismo entre nosotros. Lo valoro demasiado.

Arya alzó la copa y se terminó su infusión antes de contestar:

-Nuestra amistad sobrevivirá, Eragon. En cuanto a que pasemos juntos más tiempo… - Curvó los labios en un atisbo de sonrisa-. Tal vez. De todos modos, hemos de esperar y ver qué nos trae el futuro, porque estoy ocupada y no puedo prometerte nada.

Eragon sabía que sus palabras eran lo más cercano a una reconciliación que podía recibir, y las agradeció.

-Por supuesto, Arya Svit-kona -dijo, agachando la cabeza.

Intercambiaron un par de amabilidades más, pero ya estaba claro que Arya había llegado hasta donde estaba dispuesta a llegar aquel día, de modo que Eragon volvió con Saphira, con algo de esperanza recobrada por lo que había logrado. «Ahora está en manos del destino decidir cómo acaba esto», pensó mientras se instalaba ante el último pergamino de Oromis.

Eragon cogió una bolsita que llevaba en el cinto, sacó de ella un contenedor de esteatita lleno de nalgask -una mezcla de cera de abeja y aceite de avellana- y se untó con ella los labios para protegerlos del frío viento que le azotaba la cara. Cerró la bolsita y luego rodeó con sus brazos el cuello de Saphira y hundió la cara en el hueco de su codo para reducir el brillo de nubes del color del melocotón que tenían por debajo. El incansable aleteo de Saphira dominaba sus oídos, más agudo y rápido que el de Glaedr, a quien seguían.

Volaron hacia el suroeste desde el amanecer hasta primera hora de la tarde, deteniéndose a menudo para practicar entusiastas combates entre Glaedr y Saphira, durante los cuales Eragon tenía que atarse los brazos a la silla para no caerse con las mareantes acrobacias.

Luego se soltaba tirando de los lazos corredizos con los dientes.

El viaje terminó en un grupo de cuatro montañas que se alzaban sobre el bosque, las primeras que veía Eragon en Du Weldenvarden. Coronadas de blanco y barridas por el viento, rasgaban el velo de las nubes y mostraban sus agrietadas frentes al sol, que a esa altura apenas proporcionaba calor.

Qué pequeñas parecen, comparadas con las Beor-dijo Saphira.

Tal como había adoptado por costumbre tras semanas de meditación, Eragon extendió su mente en todas direcciones, entrando en contacto con todas las conciencias del entorno en busca de alguien que pretendiera hacerle algún daño. Percibió a una marmota caliente en su madriguera, cuervos, algunos trepadores, halcones, numerosas ardillas que corrían entre los árboles y, más abajo, serpientes que vivían entre las rocas y se arrastraban entre la maleza en busca de los ratones que conformaban su presa natural, así como hordas de insectos ubicuos.

Cuando Glaedr descendió al pico pelado de la primera montaña, Saphira tuvo que esperar a que plegara sus gigantescas alas para tener suficiente espacio para aterrizar. El talud de rocas en que habían aterrizado era de un amarillo brillante porque lo cubría una capa de liquen duro y rugoso. Por encima de ellos se alzaba un escarpado acantilado negro.

Servía de contrafuerte y de embalse para una cornisa de hielo azul que gemía y se quebraba bajo la fuerza del viento, soltando fragmentos recortados que se hacían añicos en el granito del suelo.

Este pico es conocido como Fionula -dijo Glaedr-. Y sus hermanos son Ethrundr, Merogoven y Griminsmal. Cada uno tiene su historia, que os contaré en el vuelo de regreso. Pero de momento me centraré en el propósito de este viaje, o sea, en la naturaleza del vínculo forjado entre dragones y elfos y, más adelante, humanos. Los dos conocéis algo de eso, y yo he insinuado sus implicaciones a Saphira, pero ha llegado el momento de que aprendáis el significado solemne y profundo de vuestra asociación, para que podáis mantenerla cuando Oromis y yo ya no estemos con vosotros.

Maestro… -preguntó Eragon, envolviéndose en la capa para permanecer caliente.

Sí, Eragon. ¿Por qué no está Oromis con nosotros?

Porque -atronó Glaedr- es mi deber, como lo fue para el dragón de más edad durante los siglos pasados, asegurarme de que las nuevas generaciones de Jinetes entienden la verdadera importancia del estado al que han accedido. Y porque Oromis no está tan bien como aparenta.

Las piedras crujieron con apagados sonidos cuando Glaedr se acuclilló, acurrucándose en el pedregal y apoyando su majestuosa cabeza en el suelo, paralela a Eragon y Saphira. Los examinó con un ojo dorado, grande y bruñido como un escudo redondo y el doble de brillante. Una vaharada de humo gris asomó por sus narices y se deshizo en el viento.

Algunas partes de lo que os voy a contar eran de dominio público entre elfos, Jinetes y humanos cultos, pero otras sólo las conocían el líder de los Jinetes, un puñado de elfos, los más potentados entre los hombres y, por supuesto, los dragones. »Ahora, escuchadme, criaturas. Cuando se hizo la paz entre dragones y elfos, al terminar nuestra guerra, se crearon los Jinetes para garantizar que nunca más se diera un conflicto semejante entre nuestras razas. Tarmunora, la reina de los elfos, y el dragón escogido para representarnos, cuyo nombre -aquí hizo una pausa y transmitió a Eragon una serie de impresiones: dientes grandes, dientes blancos, dientes mellados; batallas vencidas, batallas perdidas; incontables Shrrg y Nagra devorados; veintisiete huevos engendrados y diecinueve criaturas crecidas hasta la madurez- no puede expresarse en ningún lenguaje, decidieron que no bastaría con un tratado normal.

Firmar papeles no significa nada para un dragón. Somos de sangre abundante y caliente, y a medida que pasara el tiempo era inevitable que volviéramos a enfrentarnos a los elfos, igual que habíamos hecho con los enanos durante milenios. Sin embargo, al contrario que los enanos, ni nosotros ni los elfos podíamos permitirnos otra guerra. Ambas razas éramos demasiado peligrosas y nos hubiéramos destruido mutuamente. La única manera de evitarlo y de forjar un acuerdo significativo era vincular a las dos razas por medio de la magia.

Eragon se estremeció y, con un toque de diversión, Glaedr dijo:

Saphira, sé lista y calienta una de estas piedras con fuego de tu vientre para que tu Jinete no se congele.

Entonces Saphira arqueó el cuello, y entre sus fauces serradas emergió una lengua de llamas azules que se lanzó contra el pedregal y ennegreció el liquen, que soltó un olor amargo al quemarse. El aire se calentó tanto que Eragon tuvo que darse la vuelta. Percibió que los insectos que había debajo de las piedras se chamuscaban en el infierno.

Gracias -dijo Eragon a Saphira. Se acurrucó junto a las piedras calcinadas y se calentó en ellas las manos.

Saphira, recuerda que has de usar la lengua para dirigir el torrente la regañó Glaedr-. Bueno…

Crear el hechizo necesario llevó nueve años a los magos élficos más sabios. Cuando lo tuvieron listo, se reunieron con los dragones en Ilirea. Los elfos aportaron la estructura del encantamiento; los dragones, la fuerza; y juntos fundieron las almas de elfos y dragones. »La unión nos cambió. Los dragones ganamos el uso del lenguaje y otras herramientas de la civilización, mientras que los elfos obtuvieron nuestra longevidad, pues hasta entonces su vida era tan corta como la de los humanos. Al fin, los elfos se vieron más afectados. Nuestra magia, la magia de los dragones, que impregna cada fibra de nuestro ser, se transmitió a los elfos y, con el tiempo, les otorgó su tan famosa fuerza y elegancia. Los humanos nunca han recibido una influencia tan fuerte, pues fuisteis añadidos al hechizo cuando ya estaba completado y no ha operado en vosotros tanto tiempo como en los elfos. Aun así-y aquí los ojos de Glaedr refulgieron- vuestra raza ya es más delicada que los brutos bárbaros que aterrizaron por primera vez en Alagaésia, aunque desde la Caída empezasteis a retroceder. -¿Los enanos formaron parte del hechizo? -preguntó Eragon.

No, y por eso nunca ha habido un Jinete enano. No les gustan los dragones, ni ellos a nosotros, y les repelió la idea de unirse a nosotros. Tal vez sea una fortuna que no entraran en el pacto, porque han evitado el declive de los humanos y los elfos. ¿Declive, Maestro? -quiso saber Saphira, en un tono que Eragon hubiera jurado que parecía coqueto.

Sí, declive. Si una de nuestras tres razas sufre, también lo hacen las otras dos. Al matar a los dragones, Galbatorix dañó a su propia raza, además de a los elfos. Vosotros no lo habéis visto porquesois nuevos en Ellesméra, pero los elfos están en pleno declive; su poder ya no es el que era. Y los humanos han perdido gran parte de su cultura y los han consumido el caos y la corrupción. Sólo si se repara el desequilibrio entre nuestras tres razas el mundo recobrará el orden.

El viejo dragón rascó el pedregal con los talones, convirtiendo en grava las piedras para estar más cómodo.

Escondido entre el hechizo que supervisó la reina Tarmunora estaba el mecanismo que permite que un dragón se prenda a su Jinete. Cuando un dragón decide entregar un huevo a los Jinetes, se pronuncian ciertas palabras encima del huevo, palabras que os enseñaré más adelante y que impiden que la cría de dragón crezca hasta que entre en contacto con la persona escogida para establecer el vínculo.

Como los dragones pueden seguir indefinidamente en el huevo, el tiempo no importa y la criatura no sufre ningún daño. Tú misma eres un ejemplo de eso, Saphira. »El vínculo que se establece entre Jinete y dragón sólo es una versión reforzada del mismo vínculo existente entre nuestras razas. El humano, o el elfo, se vuelve más fuerte y hermoso, mientras que algu-nos de los rasgos más fieros del dragón quedan atemperados por un comportamiento más razonable… Veo que te estás mordiendo la lengua, Eragon… ¿Qué pasa?

-Sólo que… -Eragon dudó-. Me cuesta un poco imaginar que Saphira o tú pudierais ser más fieros. Tampoco -añadió, ansioso- es que me parezca mal.

La tierra se agitó como si se produjera una avalancha cuando Glaedr soltó una carcajada y escondió su gran ojo observador bajo el párpado para mostrarlo luego de nuevo.

Si hubieras conocido a algún dragón no afectado por el vínculo, no dirías eso. Un dragón solitario no responde ante nada ni nadie, toma lo que le apetece y no tiene un solo pensamiento bondadoso para nada que no sea su familia y su raza. Los dragones salvajes eran fieros y orgullosos, incluso arrogantes… Las hembras eran tan formidables que entre los dragones de los Jinetes se consideraba una gran gesta aparearse con ellas. »Si la unión de Galbatorix con Shruikan, su segundo dragón, es tan perversa, es precisamente por la carencia de vínculo. Shruikan no escogió a Galbatorix como compañero; lo pusieron al servicio de la locura de Galbatorix con ciertas magias negras. Galbatorix ha creado una imitación depravada de la relación que tenéis vosotros, Eragon y Saphira, algo que perdió cuando los úrgalos mataron a su dragón original.

Glaedr hizo una pausa y los miró a los dos. Sólo se le movía el ojo.

Lo que os une supera la simple conexión entre vuestras mentes. Vuestras propias almas, vuestras identidades, o como queráis llamarlo, se han fundido en un nivel primario. -El ojo se centró en Ergon. ¿Crees que el alma de una persona está separada del cuerpo?

-No lo sé -dijo Eragon-. Saphira me sacó una vez de mi cuerpo y me dejó ver el mundo con sus ojos… Parecía que ya no estuviera conectado con mi cuerpo. Y si pueden existir los espectros que conjuran las brujas, tal vez nuestra conciencia también sea independiente de la carne.

Glaedr avanzó la zarpa delantera, puntiaguda como una aguja, y apartó una piedra para exponer a una rata asustada en su nido. Se la tragó con un estallido de su lengua roja; Eragon hizo una mueca de dolor al notar que la vida del animal se extinguía.

Cuando se destruye la carne, también se destruye el alma -dijo Glaedr.

-Pero un animal no es una persona -objetó Eragon.

Después de tus meditaciones, ¿de verdad crees que cualquiera de nosotros es muy distinto de una rata? ¿Crees que se nos concede una cualidad milagrosa de la que no disfrutan las demás criaturas y que de algún modo conserva nuestro ser después de la muerte?

-No -murmuró Eragon.

Ya me parecía. Como estamos tan unidos, cuando un dragón o su Jinete reciben una herida, han de endurecer sus corazones y cortar la conexión que los vincula para protegerse mutuamente de un sufrimiento innecesario, o incluso de la locura. Y como el alma no puede arrancarse de la carne, debéis resistir la tentación de intentar acoger el alma de vuestro compañero en vuestro cuerpo y darle allí refugio, pues eso provocaría la muerte de ambos. Incluso si fuera posible, sería una aberración tener más de una conciencia en un mismo cuerpo.

-Qué terrible -dijo Eragon- morir solo, separado incluso de quien te resulta más cercano.

Todo el mundo muere solo, Eragon. Ya seas un rey en su campo de batalla o un humilde campesino rodeado por su familia en la cama, nadie te acompaña al vacío… Ahora practicaréis cómo separar vuestras conciencias. Empezad por…

Eragon se quedó mirando la bandeja de la cena que le habían dejado en la antesala de la casa del árbol. Repasó su contenido: pan con manteca de avellanas, moras, alubias, un cuenco de verduras frondosas, dos huevos duros -que, de acuerdo con las creencias de los elfos, habían sido in-fertilizados- y una jarra de agua fresca de manantial tapada. Sabía que habían preparado cada plato con la máxima atención, que los elfos aplicaban a sus comidas todo su saber culinario y que ni siquiera la reina Islanzadí comía mejor que él.

No soportaba la visión de aquella bandeja.

Quiero carne -gruñó, entrando a grandes zancadas en la habitación. Saphira lo miró desde su tarima-. Estaría dispuesto a aceptar un pescado, o un ave, cualquier cosa aparte de ese río interminable de verduras. No me llenan el estómago. No soy un caballo; ¿por qué he de alimentarme como si lo fuera?

Saphira estiró las piernas, caminó hasta el borde del agujero con forma de lágrima desde el que se veía Ellesméra Y dijo:

-Yo también hace días que necesito comer. ¿Quieres acompañarme? Puedes cocinar tanta carne como quieras sin que se enteren los elfos.

Me encantaría -dijo Eragon, animándose-. ¿Preparo la silla?

No vamos tan lejos.

Eragon fue a buscar su provisión de sal, hierbas y otros condimentos y luego, con cuidado de no cansarse, ascendió por el hueco que quedaba entre las púas de la espalda de Saphira.

La dragona despegó de un salto, dejó que una corriente de aire los elevara sobre la ciudad y luego se deslizó fuera de la corriente trazando un vuelo lateral y hacia abajo para seguir un riachuelo que serpenteaba por Du Weldenvarden hasta una laguna que quedaba unos pocos kilómetros más allá. Aterrizó y se agachó mucho para que Eragon pudiera desmontar con más facilidad.

Hay conejos entre la hierba, cerca del agua -le dijo-. Mira si puedes atraparlos. Mientras tanto, yo me voy a cazar un ciervo. ¿Qué? ¿No quieres compartir tu presa?

No, no quiero -contestó ella, malhumorada-. Pero lo haré si esos ratoncillos agrandados se te escapan.

Eragon sonrió al verla despegar y luego se encaró a los enmarañados parches de hierba y chirivías que rodeaban la laguna y se dispuso a buscarse la cena.

En menos de un minuto, Eragon consiguió una brazada de conejos muertos de una madriguera. Apenas le había costado un instante localizar a los conejos con la mente y matarlos luego con una de las doce palabras destinadas a la muerte. Lo que había aprendido de Oromis restaba a la caza todo el estímulo y el desafío. «Ni siquiera he tenido queacecharlos», pensó, recordando los años que había pasado afinando sus habilidades para seguir una pista. Hizo una mueca de amarga sorpresa. «Al fin puedo echarme al morral cualquier pieza que quiera, y para mí no tiene sentido. Al menos cuando cazaba con Brown usando un guijarro, era un reto; pero esto… Esto es una matanza.»

Entonces acudió a él la advertencia de Rhunón, la hacedora de espadas: «Cuando te basta con pronunciar unas pocas palabras para obtener lo que quieres, no importa el objetivo, sino el camino que te lleva a él».

Con diestros movimientos sacó su viejo cuchillo de caza, despellejó a los conejos y les limpió las tripas y luego -tras apartar los corazones, pulmones, ríñones e hígados- enterró las visceras para que su olor no atrajera a los carroñeros. Después cavó un hoyo, lo llenó de leña y encendió una pequeña fogata por medio de la magia, pues no había pensado en llevarse su pedernal. Se ocupó del fuego hasta que consiguió un buen lecho de ascuas. Cortó una vara de cornejo, arrancó la corteza y esparció la madera sobre las brasas para quemar la savia amarga, luego tendió las carcasas en la vara y las suspendió entre dos ramas bifurcadas que había clavado en el suelo. Para los órganos puso una piedra lisa sobre una parte de las ascuas y la engrasó para convertirla en una improvisada sartén.

Saphira se lo encontró agachado junto al fuego, girando lentamente la vara para que la carne se asara regularmente por todos los lados. Aterrizó con un ciervo cojo colgando entre sus mandíbulas y los restos de un segundo ciervo atrapados entre los talones. Tumbada cuan larga era en la olorosa hierba, se dedicó a devorar a sus presas y se comió el ciervo entero, piel incluida. Los huesos crujían entre sus dientes afilados, como ramas que se partieran en un temporal.

Cuando estuvieron listos los conejos, Eragon los agitó en el aire para enfriarlos y luego se quedó mirando la carne brillante y dorada, cuyo olor le parecía casi insoportablemente atractivo.

Al abrir la boca para dar el primer bocado, sus pensamientos revertieron espontáneamente a la meditación. Recordó sus excursiones por el interior de las mentes de los pájaros, las ardillas y los ratones, cuánta energía había sentido en ellos y con cuánto vigor los había visto luchar por el derecho a existir ante el peligro. «Y si esta vida es todo lo que tienen…»

Saphira abandonó el banquete para contemplarlo con preocupación.

Tras respirar hondo, Eragon apretó los puños contra las rodillas con la intención de controlarse y entender por qué se sentía tan afectado. Había comido carne, pescado y aves toda la vida. Le encantaba. Y sin embargo, ahora le resultaba físicamente desagradable la mera idea de comerse aquellos conejos. Miró a Saphira.

No puedo hacerlo- -le dijo.

Todos los animales se comen entre sí, es una ley natural. ¿Por qué te resistes al orden de las cosas?

Caviló la pregunta. No condenaba a quienes sí disfrutaban de la carne; sabía que era el único medio de subsistencia para muchos granjeros pobres. Pero él ya no podía hacerlo, salvo que se viera sometido al hambre. Tras haber estado en la mente de un conejo y haber sentido lo mismo que el animal sentía…, comérselo sería como comerse a sí mismo.

Porque podemos ser mejores -contestó a Saphira-. ¿Hemos de ceder a nuestros impulsos de herir o matar a cualquiera que nos moleste, de tomar cuanto queremos de quienes son más débiles y, en general, de despreciar los sentimientos de los demás? Somos imperfectos por nacimiento y debemos vigilar nuestros defectos para que no nos destruyan. -Señaló a los conejos-. Como dijo Oromis, ¿por qué hemos de causar un sufrimiento innecesario?

Entonces, ¿negarías todos tus deseos?

Negaría los que fueran destructivos. ¿Te mantienes firme en eso?

Sí.

En ese caso -dijo Saphira avanzando hacia él-, esto será un buen postre. -En un abrir y cerrar de ojos, se tragó los conejos y luego limpió de un lametazo la piedra que contenía los órganos, erosionando la pizarra con las púas de su lengua-. Yo, por lo menos, no puedo vivir sólo de las plantas; eso es comida para mis presas, no para un dragón. Me niego a avergonzarme de cómo me mantengo. Cada uno tiene su lugar en el mundo. Eso lo saben hasta los conejos.

No pretendo que te sientas culpable -dijo él, al tiempo que le daba una palmada en una pierna-. Es una decisión personal. No voy a forzar a nadie a que escoja lo mismo que yo.

Muy sabio de tu parte - dijo ella, con un punto de sarcasmo.