Cuando llegó el amanecer, Roran se despertó y se quedó tumbado, mirando el cielo encalado mientras escuchaba el zumbido lento de su propia respiración. Al cabo de un minuto, salió rodando de la cama, se vistió y se dirigió a la cocina, donde consiguió un mendrugo de pan, lo untó de queso blando y salió al porche delantero a comer y admirar la salida del sol.


Su tranquilidad quedó pronto interrumpida cuando un grupo de muchachos traviesos atravesó a la carrera el jardín de una casa cercana, aullando de placer mientras jugaban a perseguirse, seguidos por unos cuantos adultos, concentrados en sus diversas responsabilidades. Roran se quedó mirando hasta que el sonoro desfile desapareció por una esquina, luego se echó a la boca el último trozo de pan y volvió a la cocina, donde estaban ya todos los demás. Klain lo saludó.

-Buenos días, Roran. -Abrió los postigos de las ventanas y contempló el cielo-. Parece que puede volver a llover.

-Cuanto más, mejor -afirmó Horst-. Nos ayudará a permanecer escondidos mientras subamos la montaña Narnmor. ¿Subamos? -preguntó Roran.

Se sentó a la mesa junto a Albriech, que se frotaba los ojos de sueño.

Horst asintió:

Sloan tenía razón en lo de las provisiones. Tenemos que ayudarles a subirlas hasta las cataratas, porque si no, quedarán sin comida. ¿Quedará gente para defender Carvahall?

-Por supuesto, por supuesto.

Cuando hubieron desayunado todos, Roran ayudó a Baldor y Albriech a envolver comida, mantas y provisiones en tres grandes fardos que luego se echaron a las espaldas y cargaron hasta el extremo norte del pueblo. A Roran le dolía la pantorrilla, pero tampoco era insoportable. Por el camino, se encontraron a los tres hermanos, Darmmen, Larne y Hamund, que iban igualmente cargados. Dentro de la trinchera que rodeaba las casas, Roran y sus compañeros encontraron al gran grupo de niños, padres y abuelos, todos ocupados en organizar la expedición. Diversas familias habían ofrecido sus asnos para cargar las provisiones y a los niños más pequeños. Los animales estaban atados en una fila inquieta, y sus rebuznos aumentaban la confusión general.

Roran dejó su fardo en el suelo y estudió el grupo. Vio a Savart -tío de Ivor y, ya cercano a los sesenta, el hombre más anciano de Carvahall- sentado en una pila de ropa, haciendo reír a un niño con su larga barba blanca; a Nolfavrell, vigilado por Birgit; a Felda, Nolla, Calitha y otras madres con gestos de preocupación, y a mucha gente reticente, tanto hombres como mujeres. Roran también vio a Katrina entre la multitud. Ella abandonó un nudo que trataba de atar, alzó la mirada, le sonrió y reemprendió la tarea.

Como nadie parecía dirigir los preparativos, Roran hizo cuanto pudo para evitar el caos, supervisando a quienes disponían y empaquetaban las provisiones. Descubrió que necesitaban más botas de agua, pero cuando pidió que trajeran más, acabaron sobrándole trece.

Con esa clase de retrasos pasaron las primeras horas de la mañana.

En plena discusión con Loring acerca de si faltaban más zapatos o no, Roran se detuvo al ver a Sloan en la entrada de un callejón.

El carnicero estudiaba la actividad que tenía delante. El desprecio se marcaba en las arrugas que rodeaban su caída boca. La mueca se convirtió en rabiosa incredulidad cuando vio a Katrina, que se había echado un fardo al hombro, descartando así la posibilidad de que sólo estuviera ahí para ayudar. Una vena latió en la mitad de la frente de Sloan.

Roran corrió hacia Katrina, pero Sloan llegó antes. El padre agarró la parte superior del fardo y la agitó con violencia mientras gritaba: -¿Quién te ha obligado a hacer esto?

Katrina dijo algo sobre los niños y trató de soltarse, pero Sloan tiró del fardo -retorciendo los brazos de su hija al soltarse las correas que lo sujetaban a los hombros- y lo tiró al suelo de tal manera que su contenido se desparramó. Sin dejar de gritar, Sloan agarró a Katrina de un brazo y empezó a tirar de ella. La hija clavó los talones y peleó, con la melena cobriza cubriéndole la cara como una tormenta de arena.

Furioso, Roran se lanzó sobre Sloan y lo apartó de Katrina con un empujón en el pecho que envió al carnicero varios metros atrás, tambaleándose. -¡Basta! Soy yo quien quiere que se vaya.

Sloan fulminó a Roran con la mirada y gruñó: -¡No tienes ningún derecho!

-Los tengo todos. -Roran miró al corro de espectadores que se habían reunido en torno a ellos y declaró en voz alta para que lo oyeran todos-: Katrina y yo estamos comprometidos en matrimonio, y no voy a permitir que se trate así a mi futura esposa.

Por primera vez en todo el día, los aldeanos guardaron silencio por completo; hasta los asnos se callaron.

La sorpresa y un dolor profundo e incontrolable brotaron en el rostro de Sloan, junto al brillo de las lágrimas. Por un instante, Roran sintió compasión por él, y luego una serie de contorsiones, cada una más fuerte que la anterior, distorsionaron el rostro de Sloan hasta que se puso rojo como una remolacha. Maldijo y gritó: -¡Cobarde de dos caras! ¿Cómo podías mirarme a los ojos y hablarme como un hombre honesto mientras, al mismo tiempo, cortejabas a mi hija sin mi permiso? Te he tratado de buena fe y ahora descubro que saqueabas mi casa cuando me daba la vuelta.

-Hubiera querido hacer esto de buenas maneras -dijo Roran-, pero las circunstancias han conspirado contra mí. Nunca tuve la intención de causarte el menor dolor. Aunque esto no ha salido como ninguno de los dos quería, aún deseo tu bendición, si estás dispuesto a darla.

-Antes de aceptarte a ti como hijo, me quedaría con un cerdo lleno de gusanos. No tienes granja. No tienes familia. ¡Y no tendrás nada que ver con mi hija! -El carnicero maldijo de nuevo-. ¡Y ella no tendrá nada que ver con las Vertebradas!

Sloan se dirigió a Katrina, pero Roran le obstaculizó el camino, con la misma dureza en el rostro que en los puños cerrados. Separados apenas un palmo, se miraron a los ojos, temblando por la fuerza de sus emociones. Los ojos enrojecidos de Sloan brillaban con intensidad maníaca.

-Katrina, ven aquí -ordenó.

Roran se apartó -de tal modo que los tres quedaron formando un triángulo- y miró a Katrina. Las lágrimas le corrían por la cara mientras su mirada iba de Roran a su padre. Dio un paso adelante, dudó y luego, con un largo y ansioso grito, se tiró de los cabellos en un ataque de indecisión.

-¡Katrina! -exclamó Sloan, en un arrebato de miedo.

-Katrina -murmuró Roran.

Al oír su voz, las lágrimas de Katrina cesaron y se puso tiesa con una expresión calmada.

Dijo:

-Lo siento, padre, pero he decidido casarme con Roran.

Y dio un paso hacia él.

Sloan se puso blanco como un hueso. Se mordió un labio con tanta fuerza que apareció una gota de sangre de rubí. -¡No puedes abandonarme! ¡Eres mi hija!

Se lanzó hacia ella con las manos retorcidas. En ese instante, Roran soltó un rugido, golpeó con todas sus fuerzas al carnicero y lo dejó despatarrado entre el polvo delante de toda la aldea.

Sloan se levantó despacio con la cara y el cuello rojos de humillación. Cuando volvió a ver a Katrina, el carnicero pareció arrugarse por dentro, como si perdiera altura y envergadura, hasta tal punto que a Roran le parecía ver a un espectro del hombre original. Con un susurro, dijo:

-Siempre es así; son los más cercanos quienes causan mayor dolor. No obtendrás ninguna dote de mí, serpiente, ni siquiera la herencia de tu madre.

Llorando amargamente, Sloan se dio la vuelta y se fue a su tienda.

Katrina se apoyó en Roran, y él la rodeó con un brazo. Permanecieron abrazados mientras la gente los rodeaba y les ofrecía condolencias, consejos, felicitaciones y muestras de reprobación. A pesar de la conmoción, Roran sólo pensaba en la mujer que tenía entre sus brazos y que le devolvía el abrazo.

Justo entonces, Elain se acercó tan deprisa como permitía su embarazo. -¡Ay, pobrecita! -exclamó mientras abrazaba a Katrina, soltándola de los brazos de Roran-. ¿Es verdad que te has comprometido? -Katrina asintió y sonrió, pero luego apoyó la cabeza, en el hombro de Elain y se abandonó a un llanto histérico-. Ya está, ya está… -le iba diciendo suavemente Elain, mientras la acariciaba y trataba de calmarla, aunque no lo lograba. Cada vez que Roran creía que Katrina estaba a punto de recuperarse, ella rompía a llorar con renovada intensidad. Al fin, Elain miró por encima del tembloroso hombro de Katrina y dijo: Me la llevo a su casa.

-Voy contigo.

-No, tú no -respondió Elain-. Necesita tiempo para calmarse, y tú tienes cosas que hacer. ¿Quieres un consejo? -Roran asintió-. Mantente alejado hasta el anochecer. Te garantizo que para entonces estará como una rosa. Puede unirse mañana a los demás.

Sin esperar su respuesta, Elain escoltó a la sollozante Katrina y la alejó del muro de troncos afilados.

Roran se quedó con los brazos colgando a ambos lados, aturdido y desesperado. «¿Qué hemos hecho?» Lamentaba no haber revelado antes su compromiso a Sloan. Lamentaba no poder trabajar con el carnicero para proteger a Katrina del Imperio. Y lamentaba que Katrina se viera obligada a renunciar a su familia por él. Ahora era doblemente responsable de su bienestar. No tenían más elección que casarse. «Menudo lío he armado con esto.» Suspiró, apretó los puños e hizo una mueca de dolor al estirarse sus magullados nudillos. -¿Cómo estás? -le preguntó Baldor, que se había colocado a su lado.

Roran forzó una sonrisa.

-No ha salido exactamente como esperaba. Cuando se trata de las Vertebradas, Sloan pierde la razón. -Y Katrina. -También.

Roran guardó silencio al ver que Loring se detenía delante de ellos. -¡Maldita tontería acabas de hacer! -gruñó el zapatero, arrugando la nariz. Luego adelantó la barbilla, sonrió y mostró su boca desdentada-. De todas formas, espero que esa chica y tú tengáis mucha suerte. -Meneó la cabeza-. ¡Eh, Martillazos, la vas a necesitar!

-La necesitaremos todos -dijo bruscamente Thane mientras pasaba a su lado. Loring gesticuló:

-Bah, es un amargado. Oye, Roran: llevo muchos, muchos años viviendo en Carvahall, y según mi experiencia, lo mejor es que esto haya pasado ahora, y no cuando estábamos todos a gusto y calentitos.

Baldor asintió, pero Roran preguntó: -¿Por qué? -¿No es evidente? Normalmente, Katrina y tú hubierais sido carne de cotilleo durante los próximos nueve meses. -Loring se llevó un dedo al costado de la nariz-. Ah, pero así, pronto se olvidarán de vosotros, así como de todo lo que ha pasado, y hasta podría ser que tuvierais cierta paz.

Roran frunció el ceño:

-Prefiero que hablen de mí, que tener a esos profanadores acampados en el camino.

-Y nosotros también. Sin embargo, es algo que agradecer. Y todos necesitamos algo que agradecer… ¡Sobre todo los casados! -Loring soltó una carcajada y señaló a Roran-. ¡Se te ha puesto la cara morada, muchacho!

Roran gruñó y se puso a recoger del suelo las cosas de Katrina. Mientras lo hacía, lo interrumpían los comentarios de todos los que estaban cerca, ninguno de los cuales contribuyó a calmar sus nervios.

-Sapo podrido -masculló en voz baja tras oír un comentario particularmente odioso.

Aunque la expedición a las Vertebradas se retrasó por la escena inusual que acababan de presenciar los aldeanos, la caravana de gente y asnos empezó poco después del mediodía el ascenso por el sendero excavado en la montaña Narnmor que llevaba a las cataratas de Igualda. Era una cuesta pronunciada y había que subirla despacio, sobre todo por los niños y por el tamaño de las cargas que todos llevaban.

Roran se pasó casi todo el tiempo atrapado detrás de Caía -la mujer de Thane- y sus cinco hijos. No le importó, pues eso le concedía la oportunidad de cuidar su pantorrilla herida y aprovechó para reconsiderar con calma los sucesos recientes. Le inquietaba su enfrentamiento con Sloan. «Al menos -se consoló- Katrina no seguirá mucho tiempo en Carvahall.» Y es que, en lo más profundo de su corazón, Roran estaba convencido de que el pueblo no tardaría en ser derrotado. Tomar conciencia de ello era aleccionador, pero inevitable.

Se detuvo para descansar cuando llevaban tres cuartas partes del camino recorrido y se apoyó en un árbol mientras admiraba la vista elevada del valle de Palancar. Intentó descubrir el campamento de los ra'zac -pues sabía que quedaba justo a la izquierda del río Añora y del camino que llevaba al sur-, pero no logró distinguir ni una sola voluta de humo.

Roran oyó el rugido de las cataratas de Igualda mucho antes de que aparecieran a la vista.

La caída de agua parecía como una gran melena nivea que se inflaba y caía de la escarpada cabeza del Narnmor hacia el fondo del valle, casi un kilómetro más abajo.

Pasaron junto a la repisa de pizarra donde el Añora iniciaba su salto al aire, bajaron una cañada llena de moras y finalmente llegaron a un claro grande, resguardado por un lado gracias a un montón de rocas. Roran vio que los que encabezaban la expedición ya habíanempezado a instalar el campamento. Los gritos y las exclamaciones de los niños resonaban en el bosque.

Roran soltó su fardo, desató el hacha que llevaba en la parte superior y, acompañado por otros hombres, empezó a despejar la maleza. Cuando terminaron, se pusieron a talar suficientes árboles como para rodear el campamento. El aroma de los pimpollos de pino invadió el aire. Roran trabajaba deprisa, y las astillas de madera iban saltando al son de sus golpes rítmicos.

Cuando se terminó la fortificación, el campamento ya estaba instalado: diecisiete tiendas de lana, cuatro fogatas pequeñas para cocinar y expresión sombría por igual en todos los rostros, tanto de humanos como de asnos. Nadie quería irse y nadie quería quedarse.

Roran supervisó el grupo de muchachos y ancianos agarrados a sus lanzas y pensó:

«Demasiada experiencia por un lado y demasiado poca por otro. Los abuelos saben cómo enfrentarse a un oso y cosas por el estilo, pero ¿tendrán los nietos la fuerza suficiente para hacerlo?». Entonces notó la dureza en la mirada de las mujeres y se dio cuenta de que, por mucho que estuvieran sosteniendo a un bebé u ocupadas en la curación de un rasguño en un brazo, siempre tenían al alcance de la mano sus escudos y lanzas. Roran sonrió. «Quizá…

Quizá haya que conservar la esperanza.»

Vio a Nolfavrell, sentado a solas en un tronco y mirando hacia el valle de Palancar. Se unió al muchacho, y éste lo miró con seriedad. -¿Te vas a ir pronto? -preguntó Nolfavrell. Roran asintió, impresionado por su aplomo y determinación-. Harás lo que puedas por matar a los ra'zac y vengar a mi padre, ¿verdad? Lo haría yo mismo, pero mi madre dice que he de cuidar de mis hermanos y hermanas.

-Si puedo, te traeré sus cabezas -prometió Roran.

Un temblor sacudió la barbilla del muchacho. -¡Qué bien!

-Nolfavrell… -Roran se detuvo mientras buscaba las palabras idóneas-. Aparte de mí, eres el único de los presentes que ha matado a un hombre. Eso no significa que seas mejor ni peor que cualquier otro, pero sí significa que puedo confiar en que lucharás bien si os atacan.

Cuando venga Katrina mañana, ¿te asegurarás de que esté bien protegida?

El pecho de Nolfavrell se hinchó de orgullo.

-La protegeré dondequiera que vaya. -Luego pareció arrepentirse-. O sea, si no tengo que cuidar a…

Roran lo entendió.

-Bueno, tu familia es lo primero. Pero a lo mejor Katrina se puede quedar en la misma tienda que tus hermanos y hermanas.

-Sí -contestó lentamente Nolfavrell-. Sí, creo que eso puede funcionar. Puedes confiar en mí.

-Gracias.

Roran le dio una palmada en el hombro. Podía habérselo pedido a hombres mayores y más capaces, pero los adultos estaban demasiado ocupados con sus propias responsabilidades para defender a Katrina tal como él esperaba. Nolfavrell, en cambio, tendría la oportunidad y el deseo de asegurarse de que permanecía a salvo. «Puede ocupar mi lugar mientras estemos separados.» Roran se levantó al ver que se acercaba Birgit.

Ésta lo miró con expresión grave y dijo:

-Vamos, ya es la hora.

Luego abrazó a su hijo y echó a caminar hacia las cataratas con Roran y los demás aldeanos que regresaban a Carvahall. A sus espaldas, todos los que se quedaban en el pequeño campamento se apiñaron entre los árboles talados y los siguieron con miradas lúgubres entre sus barrotes de madera.