Cuando la compañía de Roran se abrió camino entre las
propiedades que rodeaban Teirm -algunas eran granjas sueltas;
otras, enormes conglomerados- se esforzaron al máximo por no ser
detectados. Cuando encontraron el camino que conectaba Narda con
Teirm, lo cruzaron a toda prisa y siguieron unos cuantos kilómetros
hacia el este, en dirección a las montañas, antes de dirigirse de
nuevo al sur. Una vez estuvieron seguros de que habían rodeado la
ciudad, torcieron de nuevo hacia el océano hasta que encontraron el
camino que entraba por el sur.
Durante el tiempo transcurrido en el Jabalí Rojo, a Roran se
le había ocurrido que tal vez los oficiales de Narda habrían
deducido que el asesino de los guardias se encontraba entre los
hombres que habían zarpado en las gabarras de Clovis. En ese caso
habría llegado algún mensaje de aviso a los soldados de Teirm para
que vigilaran a cualquiera que concordara con la descripción de los
aldeanos. Y si los ra'zac habían visitado Narda, entonces los
soldados también sabrían que no sólo buscaban a un puñado de
asesinos, sino a Roran Martillazos y a los refugiados de Carvahall.
Teirm podía ser una trampa enorme. Y sin embargo, no podían evitar
la ciudad, pues los aldeanos necesitaban provisiones y un nuevo
medio de transporte.
Roran había decidido que la mejor manera de evitar que los
capturasen era no enviar a Teirm a nadie que hubiera sido visto en
Narda, salvo Gertrude y él mismo; Gertrude porque sólo ella conocía
los ingredientes de sus medicamentos, y Roran porque, aunque era el
que más probabilidades tenía de ser reconocido, no se fiaba de
nadie más para hacer lo que debía hacerse. Sabía que poseía la
voluntad de actuar cuando los demás dudadan, como cuando había
matado a los guardias. El resto del grupo estaba escogido para
minimizar las sospechas. Loring era mayor, pero peleaba bien y
mentía excelentemente. Birgit había demostrado ser astuta y fuerte,
y su hijo Nolfavrell ya había matado a un soldado en combate a
pesar de su tierna edad. Idealmente podrían parecer poco más que
una extensa familia que viajaba junta. «Eso si Mandel no estropea
el plan», pensó Roran.
También había sido idea suya entrar por el sur, de manera que
aún resultara menos probable que vinieran de
Narda.
Se acercaba ya la noche cuando apareció Teirm a la vista,
blanca y fantasmagórica en el crepúsculo. Roran se detuvo a
inspeccionar el camino que tenían por delante. La ciudad amurallada
quedaba aislada al límite de una gran bahía, recogida sobre sí
misma e impenetrable a cualquier ataque que pudiera concebirse. Las
antorchas brillaban entre las almenas de los muros, donde los
soldados armados con arcos patrullaban por sus interminables
circuitos. Sobre los muros se alzaba una ciudadela y luego un faro
con aristas, cuyo haz brumoso barría las oscuras
aguas.
-Qué grande es -dijo Nolfavrell.
Loring agachó la cabeza sin quitar los ojos de
Teirm.
-Sí que lo es, sí.
Un barco atracado en uno de los muelles de piedra que salían
de la ciudad llamó la atención de Roran. El navio de tres mástiles
era más grande que los que habían visto en Narda, tenía un gran
castillo de proa, dos bancadas de toletes y doce potentes
catapultas para lanzar jabalinas, montadas a ambos lados de la
cubierta. La magnífica nave parecía igualmente adecuada para el
comercio y para la guerra. Y aún más importante, Roran pensó que
tal vez, tal vez, pudiera dar cabida a toda la
aldea.
-Eso es lo que nos hace falta -dijo, al tiempo que la
señalaba.
Birgit soltó un amargo gruñido.
-Para permitirnos un pasaje en ese monstruo tendríamos que
vendernos como esclavos.
Clovis les había advertido que la entrada de Teirm se cerraba
al ponerse el sol, así que aceleraron el paso para no tener que
pasar la noche en el campo. A medida que se iban acercando a las
claras murallas, el camino se llenó de un doble arroyo de gente que
entraba y salía a toda prisa de Teirm.
Roran no había contado con tanto tráfico, pero pronto se dio
cuenta de que podía contribuir a evitar la atención indeseada a su
grupo. Roran llamó a Mandel y dijo:
-Atrásate un poco y pasa por la puerta con otros para que los
guardias no crean que vas con nosotros. Te esperaremos al otro
lado. Si te preguntan, has venido a buscar trabajo como
marinero.
-Sí, señor.
Mientras Mandel se rezagaba, Roran alzó un hombro, adoptó una
cojera y empezó a ensayar la historia que había compuesto Loring
para explicar su presencia en Teirm. Se apartó del sendero, agachó
la cabeza para dejar pasar a un hombre con un par de bueyes de
andares torpes y agradeció la sombra que ocultaba sus
rasgos.
La puerta se alzaba ante ellos, bañada de un naranja incierto
por las antorchas apostadas en los apliques, a ambos lados de la
entrada. Debajo de ellas había un par de soldados con la llama
temblorosa de Galbatorix bordada en la parte delantera de sus
túnicas moradas. Ninguno de los hombres armados dedicó siquiera una
mirada a Roran y sus compañeros cuando pasaron bajo la entrada y se
metieron en el breve túnel.
Roran relajó los hombros y sintió que se aliviaba la tensión.
El y los demás se apiñaron a la esquina de una casa, donde Loring
murmuró:
-De momento, vamos bien.
Cuando Mandel se unió a ellos, se dispusieron a buscar un
hotel barato en el que pudieran tomar una habitación. Mientras
caminaban, Roran estudiaba la disposición de la ciudad, con sus
casas fortificadas -cada vez más altas a medida que se acercaban a
la ciudadela- y la cuadrícula en que se extendían las calles. Las
que iban de norte a sur irradiaban desde la ciudadela como una
estrella, mientras que las que iban de este a oeste se curvaban
suavemente y formaban una red de telaraña, creando numerosos
lugares en los que podía erigirse una barrera y apostar
soldados.
«Si Carvahall tuviera esta forma -pensó-, no habría podido
vencernos más que el mismísimo rey.»
Al caer la noche ya habían contratado alojamiento en el Green
Chestnut, una taberna exageradamente ruin, con una cerveza atroz y
camas infestadas de piojos. Su única ventaja era que no costaba
prácticamente nada. Se fueron a dormir sin cenar para conservar sus
precio326 sos ahorros y se acurrucaron todos juntos para evitar que
cualquiera de los demás clientes de la taberna les robara los
bolsos.
Al día siguiente, Roran y sus compañeros salieron del Green
Chestnut antes del amanecer para buscar provisiones y
transporte.
Gertrude dijo:
-He oído hablar de una herbolaria notoria que se llama
Angela, que vive aquí y que se supone que prepara unas curas
asombrosas, tal vez incluso con algo de magia. Quisiera irla a ver,
pues si alguien tiene lo que busco, ha de ser
ella.
-No deberías ir sola -dijo Roran. Miró a Mandel-. Acompaña a
Gertrude, ayúdala a comprar y haz cuanto puedas por protegerla si
os atacan. Puede que en algún momento se ponga a prueba tu
serenidad, pero no hagas nada que cause alarma, pues de lo
contrario traicionarías a tus amigos y a tu
familia.
Mandel hizo una reverencia y asintió en señal de obediencia.
Él y Gertrude torcieron a la derecha en un cruce, mientras que
Roran y los demás prosiguieron su búsqueda.
Roran tenía la paciencia de un animal de presa, pero incluso
él empezó a removerse de inquietud cuando la mañana y la tarde
pasaron sin que hubieran encontrado un barco que los llevara a
Surda. Se enteró de que el navío de tres mástiles, el Ala de
Dragón, estaba recién construido y a punto de zarpar en su primer
viaje; que no tenían ni la menor opción de contratárselo a la
compañía de navegación Blackmoor, salvo que pagaran el equivalente
a una habitación llena del oro rojo de los enanos, y que, por
supuesto, el dinero de los aldeanos no llegaba ni para contratar la
peor nave. Tampoco arreglaban sus problemas quedándose con las
barcazas de Clovis, porque seguía sin respuesta la pregunta de qué
iban a comer durante el trayecto.
-Sería difícil -dijo Birgit-, muy difícil, robar bienes en
este lugar, con tantos soldados, con las casas tan juntas y los
vigilantes en la entrada. Si intentamos sacar todo eso de Teirm,
querrán saber qué estamos haciendo.
Roran asintió. «Y encima eso.»
Roran había sugerido a Horst que si los aldeanos se veían
obligados a huir de Teirm sin más provisiones que las que les
quedaban, podían conseguir comida en alguna
expedición.
Sin embargo, Roran sabía que una actuación así los
convertiría en alguien tan monstruoso como aquellos a quienes
odiaban. Le provocaba repulsión. Una cosa era luchar y matar a
quienes servían a Galbatorix -o incluso robar las barcazas de
Clovis, pues éste tenía otros medios de ganarse la vida-, y otra
muy distinta, robar provisiones a los granjeros inocentes que
luchaban por sobrevivir, igual que lo habían hecho los aldeanos en
el valle de Palancar.
Eso era cometer asesinato.
Esos hechos le pesaban a Roran como piedras. Su proyecto
había resultado siempre endeble, cuanto menos, sostenido a partes
iguales por el miedo, la desesperación, el optimismo y la
improvisación de última hora. Ahora temía haber llevado a los
aldeanos a la guarida de sus enemigos y mantenerlos allí,
encadenados por su propia pobreza. «Podría escapar solo y seguir
buscando a Katrina, pero ¿qué clase de victoria sería ésa si dejara
a mi pueblo esclavizado por el Imperio? Sea cual sea nuestro
destino en Teirm, me mantendré firme junto a quienes confiaron
tanto en mí que abandonaron sus hogares por mi
palabra.»
Para aliviar el hambre, se detuvieron en una panadería y
compraron una hogaza de pan fresco de centeno, así como un botecito
de miel para untarla en ella. Mientras él pagaba la compra, Loring
mencionó al ayudante del panadero que andaban en busca de un barco,
equipamiento y alimentos.
Roran se volvió al notar que le golpeaban el hombro. Un
hombre de burdo cabello negro, con un buen pedazo de barriga, le
dijo:
-Perdón por haber escuchado su charla con el aprendiz, pero
si estáis buscando barcos y otras cosas a buen precio, supongo que
querréis presentaros a la subasta. -¿Qué subasta es ésa? -preguntó
Roran.
-Ah, es una triste historia, desde luego, pero hoy en día es
muy común. Uno de nuestros mercaderes, Jeod, Jeod Piernaslargas,
como lo llamamos cuando no nos oye, ha tenido un golpe de mala
suerte abominable. En menos de un año ha perdido sus cuatro barcos
y, cuando intentó enviar sus bienes a otro lado, la caravana sufrió
una emboscada de unos ladrones forajidos y quedó destruida. Sus
acreedores lo obligaron a declararse en bancarrota y ahora van a
vender sus propiedades para recuperar las pérdidas. No sé nada de
comida, pero seguro que en la subasta encontraréis cualquier otra
cosa que queráis comprar.
Una pequeña ascua de esperanza se encendió en el pecho de
Roran. -¿Y cuándo se celebra la subasta?
-Vaya, está anunciada en todos los tablones de la ciudad.
Pasado mañana, sin falta.
Eso explicó a Roran por qué no habían oído hablar antes de la
subasta; habían hecho todo lo posible para evitar los tablones de
anuncios, por si acaso alguien reconocía a Roran por el retrato del
cartel de recompensa.
-Muchas gracias -dijo al hombre-. Puede que nos haya evitado
muchos problemas.
-Es un placer para mí.
Al salir de la panadería, Roran y sus compañeros se apiñaron
en un extremo de la calle. -¿Creéis que debemos intentarlo? -les
dijo.
-No tenemos otra cosa que intentar -gruñó Loring.
-¿Birgit?
-No hace falta que me preguntes; es obvio. Pero no podemos
esperar hasta pasado mañana.
-No. Propongo que nos reunamos con ese Jeod e intentemos
cerrar un trato antes de que empiece la subasta. ¿Estamos de
acuerdo?
Como sí lo estaban, partieron hacia casa de Jeod, con las
direcciones que les dio uno que pasaba por ahí. La casa -o, más
bien, la mansión- quedaba en el lado oeste de Teirm, cerca de la
ciudadela, entre grupos de otros edificios opulentos embellecidos
con finas volutas, puertas de hierro forjado, estatuas y fuentes de
las que emanaba agua en abundancia. Roran apenas alcanzaba a
entender tanta riqueza; le asombraba que la vida de aquella gente
fuera tan distinta de la suya.
Roran llamó a la puerta delantera de la mansión de Jeod, que
quedaba junto a una tienda abandonada. Al cabo de un rato, la abrió
un mayordomo rollizo, con una dentadura exageradamente brillante.
Dirigió una mirada de desaprobación a los cuatro extraños que había
en el umbral, luego les dedicó una sonrisa gélida y preguntó: -¿En
qué puedo servirles, señores, señora?
-Queremos hablar con Jeod, si está disponible. -¿Tienen
cita?
Roran pensó que el mayordomo sabía perfectamente que no la
tenían.
-Nuestra estancia en Teirm es demasiado breve para haber
preparado una cita como es debido.
-Ah, vaya, entonces lamento decirles que harían mejor en
perder el tiempo en otro sitio.
Mi señor tiene muchos asuntos que atender. No puede dedicarse
a cualquier grupo de vagabundos andrajosos que llame a la puerta
para pedir las sobras -dijo el mayordomo.
Mostró aún más sus dientes cristalinos y empezó a retirarse.
-¡Espere! -exclamó Roran-. No queremos ningunas sobras; tenemos una
propuesta de negocio para Jeod.
El mayordomo alzó una ceja:
-Ah, ¿sí?
-Sí, así es. Por favor, pregúntele si puede atendernos. Hemos
viajado tantas leguas que no puedo ni contarlas, y es
imprescindible que lo veamos hoy mismo. -¿Puedo preguntarles por la
naturaleza de su propuesta?
-Es confidencial.
-Muy bien, señor -dijo el mayordomo-. Comunicaré su oferta,
pero le advierto que Jeod está ocupado en este momento, y dudo que
esté dispuesto a molestarse. ¿Con qué nombre he de anunciarlo,
señor?
-Puede llamarme Martillazos.
El mayordomo retorció la boca como si le hiciera gracia el
nombre, luego desapareció tras la puerta y la
cerró.
-Si llega a tener la cabeza un poco más grande, no cabría en
el baño -murmuró Loring por una esquina de la
boca.
Nolfavrell soltó una carcajada al oír la
burla.
-Esperemos que el sirviente no se parezca al amo -dijo
Birgit.
Al cabo de un minuto se volvió a abrir la puerta y el
mayordomo, en tono más bien crispado, anunció:
-Jeod está de acuerdo en recibirlos en su estudio. -Se apartó
a un lado y gesticuló con un brazo para indicarles que entraran-.
Por aquí.
Entraron en tropel al recibidor; el mayordomo pasó delante de
ellos y entró por un pasillo de madera pulida hasta llegar a una de
las muchas puertas, que abrió para hacerles entrar.