Eragon recogió sus pertenencias en menos de cinco minutos. Cogió la silla que les había regalado Oromis, la ató a Saphira, le echó a la grupa sus bolsas y las afirmó con correas.


Saphira agitó la cabeza, con las fosas nasales bien abiertas.

Te esperaré en el campo -le dijo y, con un rugido, alzó el vuelo de un salto desde la casa del árbol, abrió sus alas azules ya en el aire y se alejó volando, rozando el techo del bosque.

Veloz como un elfo, Eragon corrió hasta el salón Tialdarí, donde encontró a Orik sentado en su rincón habitual y jugando a las runas. El enano lo saludó con una sentida palmada en un brazo. -¡Eragon! ¿Qué te trae por aquí a estas horas de la mañana? Creía que estabas cruzando tu espada con Vanir.

-Saphira y yo nos vamos -dijo Eragon.

Orik se quedó con la boca abierta, luego frunció los ojos y se puso serio. -¿Has recibido noticias?

-Te lo contaré luego. ¿Quieres venir? -¿A Surda?

-Sí.

Una amplia sonrisa recorrió el rostro barbudo de Orik.

-Para que me quedara aquí, tendrías que atarme con hierros. En Ellesméra no he hecho más que engordar y volverme perezoso. Un poco de emoción me irá bien. ¿Cuándo salimos?

-Lo antes posible. Recoge tus cosas y reúnete con nosotros en el campo de entrenamiento. ¿Puedes pedir prestadas provisiones para una semana? -¿Una semana? Con eso no…

-Iremos volando con Saphira.

La piel que rodeaba la barba de Orik empalideció.

-Los enanos no nos llevamos bien con las alturas, Eragon. Nada bien. Sería mejor si pudiéramos cabalgar, como hicimos para venir.

Eragon negó con la cabeza.

-Nos llevaría demasiado tiempo. Además, montar en Saphira es fácil. Si te caes, te recogerá.

Orik gruñó, intranquilo y convencido al mismo tiempo. Tras abandonar la sala, Eragon corrió por la nemorosa ciudad para reunirse con Saphira, y luego fueron volando a los riscos de Tel'naeír.

Oromis estaba sentado en la pata derecha delantera de Glaedr cuando llegaron al claro.

Las escamas del dragón iluminaban el paisaje con incontables chispas de luz dorada. Ni el elfo ni el dragón se movieron. Desmontando de la grupa de Saphira, Eragon saludó:

-Maestro Glaedr, maestro Oromis…

No os habrá dado por volver con los vardenos, ¿verdad? -dijo Glaedr.

Sí nos ha dado -contestó Saphira.

La sensación de haber sido traicionado pudo más en Eragon que su capacidad de contenerse.

-¿Por qué nos habéis escondido la verdad? ¿Tan decididos estáis a mantenernos aquí que necesitáis recurrir a trucos tan sucios? ¡Los vardenos están a punto de recibir un ataque y ni siquiera lo habéis mencionado!

Tranquilo como siempre, Oromis preguntó: -¿Tenéis ganas de saber por qué?

Muchas, Maestro -dijo Saphira, sin dar tiempo a Eragon a responder. En la intimidad, lo regañó con un gruñido-: ¡Sé educado!

-Hemos callado las noticias por dos razones. La principal era que nosotros mismos no supimos hasta hace nueve días que los vardenos estaban bajo amenaza, y seguimos ignorando el verdadero tamaño de las tropas del Imperio, su ubicación y sus movimientos hasta tres días después de eso, cuando el señor Dáthedr quebró los embrujos que usaba Galbatorix para resistirse a nuestra invocación.

-Eso no explica que no nos hayáis dicho nada -gruñó Eragon-. No sólo eso, sino que después de descubrir que los vardenos corrían peligro, ¿por qué no convocó Islanzadí a los elfos para la lucha? ¿No somos aliados?

-Los ha convocado, Eragon. En el bosque resuenan los martillos, los pasos de las botas de las armaduras y el dolor de los que están a punto de partir. Por primera vez en un siglo, nuestra raza está a punto de abandonar Ellesméra y enfrentarse a nuestro mayor enemigo.

Ha llegado la hora de que los elfos caminen abiertamente de nuevo por Alagaésia. -Con amabilidad, Oromis añadió-: Has estado distraído últimamente, Eragon, y lo entiendo. Ahora debes mirar más allá de ti mismo. El mundo exige tu atención.

Avergonzado, Eragon sólo pudo decir:

-Lo siento, Maestro. -Recordó las palabras de Blagden y se permitió mostrar una sonrisa amarga-: Estoy ciego como un murciélago.

-De eso nada, Eragon. Lo has hecho bien, si tenemos en cuenta las enormes responsabilidades con las que te hemos pedido que cargues. -Oromis lo miró con gravedad-. Esperamos recibir una misiva de Nasuada en los próximos días, pidiendo ayuda a Islanzadí y solicitando que vuelvas con los vardenos. Pensaba informarte entonces de la situación de los vardenos, y todavía habrías estado a tiempo de llegar a Surda antes de que se desenfundaran las espadas. Si te lo hubiera dicho antes, el honor te habría impulsado a abandonar tu formación y apresurarte a defender a tu señora. Por eso Islanzadí y yo guardamos silencio.

-Mi formación no tiene ninguna importancia si los vardenos son destruidos.

-No. Pero tal vez seas tú la única persona que pueda impedir su destrucción, pues existe la posibilidad, lejana pero terrible, de que Galbatorix esté presente en la batalla. Es demasiado tarde para que nuestros guerreros ayuden a los vardenos, lo cual significa que si Galbatorix está efectivamente presente, te enfrentarás con él a solas, sin la protección de nuestros hechiceros. En esas circunstancias, parecía vital que tu formación continuara durante el mayor tiempo posible.

En un instante, la rabia de Eragon se desvaneció y fue sustituida por un estado de ánimo frío, duro y brutalmente pragmático al entender que el silencio de Oromis había sido necesario. Los sentimientos personales eran irrelevantes en una situación tan nefasta como la suya.

-Tenías razón. Mi juramento de lealtad me impulsa a prevenir la seguridad de Nasuada y los vardenos. Sin embargo, no estoy preparado para enfrentarme a Galbatorix. Al menos, no todavía.

-Mi sugerencia -dijo Oromis- es que si Galbatorix se muestra, hagas cuanto puedas por distraerlo de los vardenos hasta que se decida la batalla para bien o para mal y que evites lu372 char directamente con él. Antes de que te vayas, te pido una última cosa: que Saphira y tú prometáis que, cuando lo permita el desarrollo de los sucesos, volveréis aquí para completar vuestra formación, pues aún tenéis mucho que aprender.

Volveremos -prometió Saphira, comprometiéndose en el idioma antiguo.

-Volveremos -repitió Eragon, sellando así su destino.

Aparentemente satisfecho, Oromis echó una mano atrás, sacó una bolsa roja bordada y la abrió.

-Anticipando tu partida, he reunido tres regalos para ti, Eragon. -Sacó de la bolsa una botella verde-. Primero, un poco de faelnirv cuyo poder he aumentado con mis hechizos. Esta poción puede mantenerte cuando falle todo lo demás, y tal vez encuentres útiles sus propiedades también en otras circunstancias. Bébela con moderación, pues sólo he tenido tiempo de preparar unos pocos sorbos.

Pasó la botella a Eragon y luego sacó de la bolsa un largo cinto negro y azul para una espada. Cuando Eragon lo recorrió con las manos, lo encontró inusualmente grueso y pesado. Estaba hecho de retales de tela entretejidos con un patrón que representaba una Lianí Vine enroscada. Siguiendo las instrucciones de Oromis, Eragon tiró de una borla que había en un extremo del cinto y soltó un grito ahogado al ver que una tira del centro se estiraba hacia atrás y mostraba doce diamantes de más de dos centímetros y medio cada uno. Había cuatro diamantes blancos y cuatro negros; los demás eran rojo, azul, amarillo y marrón.

Emitían un fulgor frío y brillante, como el hielo al amanecer, y un arco iris de manchas multicolores brotó hacia las manos de Eragon.

-Maestro… -Eragon meneó la cabeza y tomó aliento varias veces, incapaz de encontrar palabras-. ¿No es peligroso darme esto?

-Guárdalo bien para que nadie intente robártelo. Es el cinturón de Beloth el Sabio, de quien leíste en tu historia del Año de la Oscuridad, y es uno de los grandes tesoros de los Jinetes. Son las gemas más perfectas que pudieron encontrar los Jinetes. Algunas se las compramos a los enanos. Otras las ganamos en la batalla o las encontramos nosotros mismos en alguna mina. Las piedras no tienen magia por sí mismas, pero las puedes usar para reponer tus fuerzas y para usarlas de reserva cuando te haga falta. Esto, además del rubí instalado en la empuñadura de Zar'roc, te permitirá amasar una reserva de energía para que no quedes indebidamente exhausto al preparar hechizos para una batalla, o incluso cuando te enfrentes a los magos enemigos.

Por último, Oromis sacó un fino pergamino protegido dentro de un tubo de tela decorado con una escultura en bajorrelieve del árbol Menoa. Eragon desenrolló el pergamino y vio el poema que había recitado en el Agaetí Blódhren. Estaba escrito con la mejor caligrafía de Oromis e ilustrado con los detallados dibujos del elfo. Las plantas y los animales se entrelazaban con el primer glifo de cada cuarteto, mientras que unas delicadas cenefas reseguían las columnas de palabras y flanqueaban las imágenes.

-He pensado -dijo Oromis- que te gustaría tener una copia para ti.

Eragon se quedó con los doce diamantes impagables en una mano y el pergamino en la otra, y supo que éste le parecía más valioso. Hizo una reverencia y, reducido al lenguaje más simple por la profundidad de su gratitud, dijo:

-Gracias, Maestro.

Entonces Oromis sorprendió a Eragon al iniciar el saludo tradicional de los elfos, indicando así lo mucho que respetaba a Eragon.

-Que la fortuna gobierne tus días.

-Y que las estrellas cuiden de ti.

-Y que la paz viva en tu corazón -terminó el elfo de cabello plateado. Luego repitió el intercambio con Saphira-. Ahora, id y volad tan rápido como el viento del norte, sabiendo que vosotros, Saphira Escamas Brillantes y Eragon Asesino de Sombras, contáis con la bendición de Oromis, el último descendiente de la casa de Thrándurin, que es al mismo tiempo el Sabio Doliente y el Lisiado que está Ileso.

Y también con la mía -añadió Glaedr. Estiró el cuello para rozar la punta de su nariz con la de Saphira mientras sus ojos dorados brillaban como ascuas giratorias-. Acuérdate de mantener tu corazón a salvo, Saphira.

Ella ronroneó por toda respuesta.

Partieron con solemnes despedidas. Saphira se alzó sobre el denso bosque y Oromis y Glaedr fueron menguando tras ellos, a solas en los riscos. Pese a las dificultades de su estancia en Ellesméra, Eragon echaría de menos su presencia entre los elfos, pues con ellos había encontrado lo más parecido a un hogar desde que abandonara el valle de Palancar.

«Soy un hombre distinto del que llegó», pensó y, cerrando los ojos, se aferró a Saphira.

Antes de ir al encuentro de Orik, hicieron una última parada: el salón Tialdarí. Saphira aterrizó en sus recogidos jardines, con cuidado de no dañar ninguna planta con la cola o con las garras. Sin esperar a que la dragona se agachara, Eragon saltó directamente al suelo, en una cabriola que en otros tiempos le hubiera hecho daño.

Salió un elfo, se tocó los labios con dos dedos y preguntó en qué podía ayudarles. Cuando Eragon respondió que quería una audiencia con Islanzadí, el elfo dijo:

-Espera aquí, por favor, Mano de Plata.

No habían pasado cinco minutos cuando la reina en persona salió de las profundidades boscosas del salón Tialdarí, con su túnica encarnada como una gota de sangre entre los elfos de ropas blancas y las damas que la acompañaban. Tras unos cuantos saludos formularios, dijo:

-Oromis me ha informado de tu intención de dejarnos. Me desagrada, pero no puedo ofrecer resistencia al destino.

-No, Majestad… Majestad, hemos venido a ofrecer nuestros respetos antes de partir. Has sido muy considerada con nosotros, y te agradecemos, a ti y a tu Casa, la ropa, los aposentos y los alimentos. Estamos en deuda contigo.

-Nada de deudas, Jinete. No hemos hecho más que pagar una pequeña parte de lo que os debemos a ti y a los dragones por nuestro desgraciado fracaso en la Caída. Me satisface, en cualquier caso, que aprecies nuestra hospitalidad. -Hizo una pausa-. Cuando llegues a Surda, traslada mis saludos reales a la señora Nasuada y al rey Orrin, e infórmales de que nuestros guerreros atacarán pronto la mitad norte del Imperio. Si nos sonríe la fortuna, podremos pillar a Galbatorix con la guardia baja y, con el tiempo, dividir sus defensas.

-Como desees.

-Además, quiero que sepas que he enviado a Surda a doce de nuestros mejores hechiceros. Si sigues vivo cuando lleguen, se pondrán bajo tu mando y harán cuanto puedan por protegerte del peligro, día y noche.

-Gracias, Majestad.

Islanzadí extendió una mano, y uno de los señores èlficos le pasó una caja de madera, plana y sin adornos.

-Oromis tenía regalos para ti, y yo tengo otro. Que te sirvan para recordar el tiempo que has pasado con nosotros bajo la oscuridad de los pinos. -Abrió la caja y mostró un arco largoy oscuro con los extremos vueltos hacia dentro y las puntas curvas, encajado en un lecho de terciopelo. Unos encastres de plata adornados con hojas de tejo decoraban la parte central y la zona de agarre. A su lado había una aljaba llena de flechas nuevas rematadas por plumas de cisnes blancos.

-Ahora que compartes nuestra fuerza, parece apropiado que tengas un arco de los nuestros. Lo he hecho yo misma cantándole a un tejo. La cuerda no se romperá nunca. Y mientras uses estas flechas, será muy difícil que no atines al objetivo, por mucho que sople el viento cuando dispares.

Una vez más, Eragon quedó abrumado por la generosidad de los elfos. Hizo una reverencia. -¿Qué puedo decir, señora mía? Me honra que te haya parecido apropiado regalarme el fruto del trabajo de tus manos.

Islanzadí asintió, como si estuviera de acuerdo con él, y luego pasó ante él y dijo:

-Saphira, a ti no te he traído ningún regalo porque no se me ha ocurrido nada que te hiciera falta o que pudieras desear, pero si hay algo nuestro que deseas, dilo y será tuyo.

Los dragones -dijo Saphira- no requieren poseer nada para ser felices.¿De qué nos sirven las riquezas cuando nuestra piel es más gloriosa que cualquier tesoro escondido que pueda existir? No, tengo bastante con la amabilidad que habéis mostrado a Eragon.

Luego Islanzadí les deseó un buen viaje. Se dio la vuelta, con un revoloteo de la capa que llevaba atada a los hombros, e hizo ademán de partir, sólo para detenerse al final del gesto y decir: -¿Eragon…?

-Sí, Majestad.

-Cuando veas a Arya, comunícale por favor mi afecto y dile que la añoramos amargamente en Ellesméra.

Sus palabras sonaron rígidas y formales. Sin esperar respuesta, se alejó a grandes zancadas y desapareció entre los sombríos troncos que protegían el interior de la sala Tialdarí, seguida por los señores y las damas élficos.

A Saphira le costó menos de un minuto volar hasta el campo de entrenamiento, donde encontraron a Orik sentado en su abultado saco, pasándose el hacha de guerra de una mano a otra y con rostro feroz.

-Ya era hora de que llegarais -masculló. Se levantó y se echó el hacha al cinto. Eragon se excusó por el retraso y ató el saco de Orik a la silla de Saphira. El enano miró la espalda del dragón, que se alzaba a gran altura-. ¿Y cómo se supone que voy a montar ahí? Hasta un acantilado tiene más lugares donde agarrarse que tú, Saphira.

Aquí -dijo ella. Se tumbó sobre el vientre y abrió tanto como pudo la pierna derecha de atrás, creando así una rampa nudosa. Orik montó en su espinilla con un sonoro resoplido y trepó por la pierna a cuatro patas. Saphira resopló y soltó una pequeña llamarada-. ¡Date prisa! Me haces cosquillas.

Orik se detuvo en el rellano de las ancas, luego puso un pie a cada lado de la columna vertebral de Saphira y caminó con cuidado por la espalda hacia la silla. Toqueteó una de las púas de marfil, que le quedaba entre las piernas, y dijo:

-Nunca he visto una mejor manera de perder la virilidad.

Eragon sonrió.

-No te resbales.

Cuando Orik descendió hasta la parte delantera de la silla, Eragon montó en Saphira y se sentó detrás del enano. Para mantener a Orik en su sitio cuando Saphira girase o se diera la vuelta en pleno vuelo, Eragon soltó las correas destinadas a sujetar sus brazos y pidió a Orik que pasara las piernas por ellas.

Cuando Saphira se levantó del todo, Orik se balanceó y se agarró a la púa que le quedaba delante. -¡Garr! Eragon, no me dejes abrir los ojos hasta que estemos en el aire, o temo que me marearé. Esto no es natural, no, señor. Los enanos no están hechos para montar en dragones. Yo no lo he hecho nunca. -¿Nunca?

Orik meneó la cabeza sin contestar.

Los elfos se habían agrupado en las afueras de Du Weldenvarden, reunidos a lo largo del campo, y contemplaban con expresiones solemnes a Saphira mientras ésta alzaba sus alas translúcidas, preparando el despegue.

Eragon apretó las piernas al sentir que la poderosa musculatura de la dragona se tensaba bajo sus piernas. Con un salto acelerado, Saphira se lanzó hacia el cielo azul, aleteando con fuerza y rapidez para alzarse sobre los árboles gigantescos. Giró sobre el extenso bosque trazando espirales hacia arriba a medida que ganaba velocidad- y luego se dirigió al sur, hacia el desierto de Hadarac.

Aunque el viento sonaba con fuerza en los oídos de Eragon, oyó que una elfa de Ellesméra alzaba su clara voz en una canción, igual que cuando llegaron por primera vez. Así cantaba:

Lejos, lejos, volarás lejos,

Sobre los picos y los valles Hasta las tierras del más allá.

Lejos, lejos, volarás lejos Y nunca volverás a mí.