Saphira agitó la cabeza, con las fosas nasales bien
abiertas.
Te esperaré en el campo -le dijo y, con un rugido, alzó el
vuelo de un salto desde la casa del árbol, abrió sus alas azules ya
en el aire y se alejó volando, rozando el techo del
bosque.
Veloz como un elfo, Eragon corrió hasta el salón Tialdarí,
donde encontró a Orik sentado en su rincón habitual y jugando a las
runas. El enano lo saludó con una sentida palmada en un brazo.
-¡Eragon! ¿Qué te trae por aquí a estas horas de la mañana? Creía
que estabas cruzando tu espada con Vanir.
-Saphira y yo nos vamos -dijo Eragon.
Orik se quedó con la boca abierta, luego frunció los ojos y
se puso serio. -¿Has recibido noticias?
-Te lo contaré luego. ¿Quieres venir? -¿A
Surda?
-Sí.
Una amplia sonrisa recorrió el rostro barbudo de
Orik.
-Para que me quedara aquí, tendrías que atarme con hierros.
En Ellesméra no he hecho más que engordar y volverme perezoso. Un
poco de emoción me irá bien. ¿Cuándo salimos?
-Lo antes posible. Recoge tus cosas y reúnete con nosotros en
el campo de entrenamiento. ¿Puedes pedir prestadas provisiones para
una semana? -¿Una semana? Con eso no…
-Iremos volando con Saphira.
La piel que rodeaba la barba de Orik
empalideció.
-Los enanos no nos llevamos bien con las alturas, Eragon.
Nada bien. Sería mejor si pudiéramos cabalgar, como hicimos para
venir.
Eragon negó con la cabeza.
-Nos llevaría demasiado tiempo. Además, montar en Saphira es
fácil. Si te caes, te recogerá.
Orik gruñó, intranquilo y convencido al mismo tiempo. Tras
abandonar la sala, Eragon corrió por la nemorosa ciudad para
reunirse con Saphira, y luego fueron volando a los riscos de
Tel'naeír.
Oromis estaba sentado en la pata derecha delantera de Glaedr
cuando llegaron al claro.
Las escamas del dragón iluminaban el paisaje con incontables
chispas de luz dorada. Ni el elfo ni el dragón se movieron.
Desmontando de la grupa de Saphira, Eragon saludó:
-Maestro Glaedr, maestro Oromis…
No os habrá dado por volver con los vardenos, ¿verdad? -dijo
Glaedr.
Sí nos ha dado -contestó Saphira.
La sensación de haber sido traicionado pudo más en Eragon que
su capacidad de contenerse.
-¿Por qué nos habéis escondido la verdad? ¿Tan decididos
estáis a mantenernos aquí que necesitáis recurrir a trucos tan
sucios? ¡Los vardenos están a punto de recibir un ataque y ni
siquiera lo habéis mencionado!
Tranquilo como siempre, Oromis preguntó: -¿Tenéis ganas de
saber por qué?
Muchas, Maestro -dijo Saphira, sin dar tiempo a Eragon a
responder. En la intimidad, lo regañó con un gruñido-: ¡Sé
educado!
-Hemos callado las noticias por dos razones. La principal era
que nosotros mismos no supimos hasta hace nueve días que los
vardenos estaban bajo amenaza, y seguimos ignorando el verdadero
tamaño de las tropas del Imperio, su ubicación y sus movimientos
hasta tres días después de eso, cuando el señor Dáthedr quebró los
embrujos que usaba Galbatorix para resistirse a nuestra
invocación.
-Eso no explica que no nos hayáis dicho nada -gruñó Eragon-.
No sólo eso, sino que después de descubrir que los vardenos corrían
peligro, ¿por qué no convocó Islanzadí a los elfos para la lucha?
¿No somos aliados?
-Los ha convocado, Eragon. En el bosque resuenan los
martillos, los pasos de las botas de las armaduras y el dolor de
los que están a punto de partir. Por primera vez en un siglo,
nuestra raza está a punto de abandonar Ellesméra y enfrentarse a
nuestro mayor enemigo.
Ha llegado la hora de que los elfos caminen abiertamente de
nuevo por Alagaésia. -Con amabilidad, Oromis añadió-: Has estado
distraído últimamente, Eragon, y lo entiendo. Ahora debes mirar más
allá de ti mismo. El mundo exige tu atención.
Avergonzado, Eragon sólo pudo decir:
-Lo siento, Maestro. -Recordó las palabras de Blagden y se
permitió mostrar una sonrisa amarga-: Estoy ciego como un
murciélago.
-De eso nada, Eragon. Lo has hecho bien, si tenemos en cuenta
las enormes responsabilidades con las que te hemos pedido que
cargues. -Oromis lo miró con gravedad-. Esperamos recibir una
misiva de Nasuada en los próximos días, pidiendo ayuda a Islanzadí
y solicitando que vuelvas con los vardenos. Pensaba informarte
entonces de la situación de los vardenos, y todavía habrías estado
a tiempo de llegar a Surda antes de que se desenfundaran las
espadas. Si te lo hubiera dicho antes, el honor te habría impulsado
a abandonar tu formación y apresurarte a defender a tu señora. Por
eso Islanzadí y yo guardamos silencio.
-Mi formación no tiene ninguna importancia si los vardenos
son destruidos.
-No. Pero tal vez seas tú la única persona que pueda impedir
su destrucción, pues existe la posibilidad, lejana pero terrible,
de que Galbatorix esté presente en la batalla. Es demasiado tarde
para que nuestros guerreros ayuden a los vardenos, lo cual
significa que si Galbatorix está efectivamente presente, te
enfrentarás con él a solas, sin la protección de nuestros
hechiceros. En esas circunstancias, parecía vital que tu formación
continuara durante el mayor tiempo posible.
En un instante, la rabia de Eragon se desvaneció y fue
sustituida por un estado de ánimo frío, duro y brutalmente
pragmático al entender que el silencio de Oromis había sido
necesario. Los sentimientos personales eran irrelevantes en una
situación tan nefasta como la suya.
-Tenías razón. Mi juramento de lealtad me impulsa a prevenir
la seguridad de Nasuada y los vardenos. Sin embargo, no estoy
preparado para enfrentarme a Galbatorix. Al menos, no
todavía.
-Mi sugerencia -dijo Oromis- es que si Galbatorix se muestra,
hagas cuanto puedas por distraerlo de los vardenos hasta que se
decida la batalla para bien o para mal y que evites lu372 char
directamente con él. Antes de que te vayas, te pido una última
cosa: que Saphira y tú prometáis que, cuando lo permita el
desarrollo de los sucesos, volveréis aquí para completar vuestra
formación, pues aún tenéis mucho que aprender.
Volveremos -prometió Saphira, comprometiéndose en el idioma
antiguo.
-Volveremos -repitió Eragon, sellando así su
destino.
Aparentemente satisfecho, Oromis echó una mano atrás, sacó
una bolsa roja bordada y la abrió.
-Anticipando tu partida, he reunido tres regalos para ti,
Eragon. -Sacó de la bolsa una botella verde-. Primero, un poco de
faelnirv cuyo poder he aumentado con mis hechizos. Esta poción
puede mantenerte cuando falle todo lo demás, y tal vez encuentres
útiles sus propiedades también en otras circunstancias. Bébela con
moderación, pues sólo he tenido tiempo de preparar unos pocos
sorbos.
Pasó la botella a Eragon y luego sacó de la bolsa un largo
cinto negro y azul para una espada. Cuando Eragon lo recorrió con
las manos, lo encontró inusualmente grueso y pesado. Estaba hecho
de retales de tela entretejidos con un patrón que representaba una
Lianí Vine enroscada. Siguiendo las instrucciones de Oromis, Eragon
tiró de una borla que había en un extremo del cinto y soltó un
grito ahogado al ver que una tira del centro se estiraba hacia
atrás y mostraba doce diamantes de más de dos centímetros y medio
cada uno. Había cuatro diamantes blancos y cuatro negros; los demás
eran rojo, azul, amarillo y marrón.
Emitían un fulgor frío y brillante, como el hielo al
amanecer, y un arco iris de manchas multicolores brotó hacia las
manos de Eragon.
-Maestro… -Eragon meneó la cabeza y tomó aliento varias
veces, incapaz de encontrar palabras-. ¿No es peligroso darme
esto?
-Guárdalo bien para que nadie intente robártelo. Es el
cinturón de Beloth el Sabio, de quien leíste en tu historia del Año
de la Oscuridad, y es uno de los grandes tesoros de los Jinetes.
Son las gemas más perfectas que pudieron encontrar los Jinetes.
Algunas se las compramos a los enanos. Otras las ganamos en la
batalla o las encontramos nosotros mismos en alguna mina. Las
piedras no tienen magia por sí mismas, pero las puedes usar para
reponer tus fuerzas y para usarlas de reserva cuando te haga falta.
Esto, además del rubí instalado en la empuñadura de Zar'roc, te
permitirá amasar una reserva de energía para que no quedes
indebidamente exhausto al preparar hechizos para una batalla, o
incluso cuando te enfrentes a los magos enemigos.
Por último, Oromis sacó un fino pergamino protegido dentro de
un tubo de tela decorado con una escultura en bajorrelieve del
árbol Menoa. Eragon desenrolló el pergamino y vio el poema que
había recitado en el Agaetí Blódhren. Estaba escrito con la mejor
caligrafía de Oromis e ilustrado con los detallados dibujos del
elfo. Las plantas y los animales se entrelazaban con el primer
glifo de cada cuarteto, mientras que unas delicadas cenefas
reseguían las columnas de palabras y flanqueaban las
imágenes.
-He pensado -dijo Oromis- que te gustaría tener una copia
para ti.
Eragon se quedó con los doce diamantes impagables en una mano
y el pergamino en la otra, y supo que éste le parecía más valioso.
Hizo una reverencia y, reducido al lenguaje más simple por la
profundidad de su gratitud, dijo:
-Gracias, Maestro.
Entonces Oromis sorprendió a Eragon al iniciar el saludo
tradicional de los elfos, indicando así lo mucho que respetaba a
Eragon.
-Que la fortuna gobierne tus días.
-Y que las estrellas cuiden de ti.
-Y que la paz viva en tu corazón -terminó el elfo de cabello
plateado. Luego repitió el intercambio con Saphira-. Ahora, id y
volad tan rápido como el viento del norte, sabiendo que vosotros,
Saphira Escamas Brillantes y Eragon Asesino de Sombras, contáis con
la bendición de Oromis, el último descendiente de la casa de
Thrándurin, que es al mismo tiempo el Sabio Doliente y el Lisiado
que está Ileso.
Y también con la mía -añadió Glaedr. Estiró el cuello para
rozar la punta de su nariz con la de Saphira mientras sus ojos
dorados brillaban como ascuas giratorias-. Acuérdate de mantener tu
corazón a salvo, Saphira.
Ella ronroneó por toda respuesta.
Partieron con solemnes despedidas. Saphira se alzó sobre el
denso bosque y Oromis y Glaedr fueron menguando tras ellos, a solas
en los riscos. Pese a las dificultades de su estancia en Ellesméra,
Eragon echaría de menos su presencia entre los elfos, pues con
ellos había encontrado lo más parecido a un hogar desde que
abandonara el valle de Palancar.
«Soy un hombre distinto del que llegó», pensó y, cerrando los
ojos, se aferró a Saphira.
Antes de ir al encuentro de Orik, hicieron una última parada:
el salón Tialdarí. Saphira aterrizó en sus recogidos jardines, con
cuidado de no dañar ninguna planta con la cola o con las garras.
Sin esperar a que la dragona se agachara, Eragon saltó directamente
al suelo, en una cabriola que en otros tiempos le hubiera hecho
daño.
Salió un elfo, se tocó los labios con dos dedos y preguntó en
qué podía ayudarles. Cuando Eragon respondió que quería una
audiencia con Islanzadí, el elfo dijo:
-Espera aquí, por favor, Mano de Plata.
No habían pasado cinco minutos cuando la reina en persona
salió de las profundidades boscosas del salón Tialdarí, con su
túnica encarnada como una gota de sangre entre los elfos de ropas
blancas y las damas que la acompañaban. Tras unos cuantos saludos
formularios, dijo:
-Oromis me ha informado de tu intención de dejarnos. Me
desagrada, pero no puedo ofrecer resistencia al
destino.
-No, Majestad… Majestad, hemos venido a ofrecer nuestros
respetos antes de partir. Has sido muy considerada con nosotros, y
te agradecemos, a ti y a tu Casa, la ropa, los aposentos y los
alimentos. Estamos en deuda contigo.
-Nada de deudas, Jinete. No hemos hecho más que pagar una
pequeña parte de lo que os debemos a ti y a los dragones por
nuestro desgraciado fracaso en la Caída. Me satisface, en cualquier
caso, que aprecies nuestra hospitalidad. -Hizo una pausa-. Cuando
llegues a Surda, traslada mis saludos reales a la señora Nasuada y
al rey Orrin, e infórmales de que nuestros guerreros atacarán
pronto la mitad norte del Imperio. Si nos sonríe la fortuna,
podremos pillar a Galbatorix con la guardia baja y, con el tiempo,
dividir sus defensas.
-Como desees.
-Además, quiero que sepas que he enviado a Surda a doce de
nuestros mejores hechiceros. Si sigues vivo cuando lleguen, se
pondrán bajo tu mando y harán cuanto puedan por protegerte del
peligro, día y noche.
-Gracias, Majestad.
Islanzadí extendió una mano, y uno de los señores èlficos le
pasó una caja de madera, plana y sin adornos.
-Oromis tenía regalos para ti, y yo tengo otro. Que te sirvan
para recordar el tiempo que has pasado con nosotros bajo la
oscuridad de los pinos. -Abrió la caja y mostró un arco largoy
oscuro con los extremos vueltos hacia dentro y las puntas curvas,
encajado en un lecho de terciopelo. Unos encastres de plata
adornados con hojas de tejo decoraban la parte central y la zona de
agarre. A su lado había una aljaba llena de flechas nuevas
rematadas por plumas de cisnes blancos.
-Ahora que compartes nuestra fuerza, parece apropiado que
tengas un arco de los nuestros. Lo he hecho yo misma cantándole a
un tejo. La cuerda no se romperá nunca. Y mientras uses estas
flechas, será muy difícil que no atines al objetivo, por mucho que
sople el viento cuando dispares.
Una vez más, Eragon quedó abrumado por la generosidad de los
elfos. Hizo una reverencia. -¿Qué puedo decir, señora mía? Me honra
que te haya parecido apropiado regalarme el fruto del trabajo de
tus manos.
Islanzadí asintió, como si estuviera de acuerdo con él, y
luego pasó ante él y dijo:
-Saphira, a ti no te he traído ningún regalo porque no se me
ha ocurrido nada que te hiciera falta o que pudieras desear, pero
si hay algo nuestro que deseas, dilo y será tuyo.
Los dragones -dijo Saphira- no requieren poseer nada para ser
felices.¿De qué nos sirven las riquezas cuando nuestra piel es más
gloriosa que cualquier tesoro escondido que pueda existir? No,
tengo bastante con la amabilidad que habéis mostrado a
Eragon.
Luego Islanzadí les deseó un buen viaje. Se dio la vuelta,
con un revoloteo de la capa que llevaba atada a los hombros, e hizo
ademán de partir, sólo para detenerse al final del gesto y decir:
-¿Eragon…?
-Sí, Majestad.
-Cuando veas a Arya, comunícale por favor mi afecto y dile
que la añoramos amargamente en Ellesméra.
Sus palabras sonaron rígidas y formales. Sin esperar
respuesta, se alejó a grandes zancadas y desapareció entre los
sombríos troncos que protegían el interior de la sala Tialdarí,
seguida por los señores y las damas élficos.
A Saphira le costó menos de un minuto volar hasta el campo de
entrenamiento, donde encontraron a Orik sentado en su abultado
saco, pasándose el hacha de guerra de una mano a otra y con rostro
feroz.
-Ya era hora de que llegarais -masculló. Se levantó y se echó
el hacha al cinto. Eragon se excusó por el retraso y ató el saco de
Orik a la silla de Saphira. El enano miró la espalda del dragón,
que se alzaba a gran altura-. ¿Y cómo se supone que voy a montar
ahí? Hasta un acantilado tiene más lugares donde agarrarse que tú,
Saphira.
Aquí -dijo ella. Se tumbó sobre el vientre y abrió tanto como
pudo la pierna derecha de atrás, creando así una rampa nudosa. Orik
montó en su espinilla con un sonoro resoplido y trepó por la pierna
a cuatro patas. Saphira resopló y soltó una pequeña llamarada-.
¡Date prisa! Me haces cosquillas.
Orik se detuvo en el rellano de las ancas, luego puso un pie
a cada lado de la columna vertebral de Saphira y caminó con cuidado
por la espalda hacia la silla. Toqueteó una de las púas de marfil,
que le quedaba entre las piernas, y dijo:
-Nunca he visto una mejor manera de perder la
virilidad.
Eragon sonrió.
-No te resbales.
Cuando Orik descendió hasta la parte delantera de la silla,
Eragon montó en Saphira y se sentó detrás del enano. Para mantener
a Orik en su sitio cuando Saphira girase o se diera la vuelta en
pleno vuelo, Eragon soltó las correas destinadas a sujetar sus
brazos y pidió a Orik que pasara las piernas por
ellas.
Cuando Saphira se levantó del todo, Orik se balanceó y se
agarró a la púa que le quedaba delante. -¡Garr! Eragon, no me dejes
abrir los ojos hasta que estemos en el aire, o temo que me marearé.
Esto no es natural, no, señor. Los enanos no están hechos para
montar en dragones. Yo no lo he hecho nunca.
-¿Nunca?
Orik meneó la cabeza sin contestar.
Los elfos se habían agrupado en las afueras de Du
Weldenvarden, reunidos a lo largo del campo, y contemplaban con
expresiones solemnes a Saphira mientras ésta alzaba sus alas
translúcidas, preparando el despegue.
Eragon apretó las piernas al sentir que la poderosa
musculatura de la dragona se tensaba bajo sus piernas. Con un salto
acelerado, Saphira se lanzó hacia el cielo azul, aleteando con
fuerza y rapidez para alzarse sobre los árboles gigantescos. Giró
sobre el extenso bosque trazando espirales hacia arriba a medida
que ganaba velocidad- y luego se dirigió al sur, hacia el desierto
de Hadarac.
Aunque el viento sonaba con fuerza en los oídos de Eragon,
oyó que una elfa de Ellesméra alzaba su clara voz en una canción,
igual que cuando llegaron por primera vez. Así
cantaba:
Lejos, lejos, volarás lejos,
Sobre los picos y los valles Hasta las tierras del más
allá.
Lejos, lejos, volarás lejos Y nunca volverás a mí.