A la mañana siguiente de su encuentro con el Consejo de Ancianos, Eragon limpiaba y engrasaba la silla de Saphira -con cuidado de no extenuarse- cuando apareció Orik de visita.


El enano esperó a que Eragon terminara con una correa y luego preguntó: -¿Hoy te encuentras mejor?

-Un poco.

-Bien, a todos nos hace falta recuperar fuerzas. He venido en parte para saber cómo estabas y en parte porque Hrothgar quiere hablar contigo, si estás disponible.

Eragon dirigió una sonrisa irónica al enano.

-Para él siempre estoy disponible. Seguro que ya lo sabe.

Orik se rió.

-Ah, pero es más educado pedirlo amablemente. -Mientras Eragon dejaba la silla, Saphira salió de su rincón acolchado y saludó a Orik con un gruñido amistoso-. Buenos días también para ti -dijo con una reverencia.

Orik los llevó por uno de los cuatro pasillos principales de Tronjheim hacia la cámara central y las dos escaleras gemelas que descendían trazando curvas hacia el salón del trono del rey de los enanos, en el subsuelo. Antes de llegar a la cámara, sin embargo, el enano tomó otra escalera menor que descendía. Eragon tardó un poco en darse cuenta de que Orik había tomado un camino lateral para no tener que ver los restos destrozados de Isidar Mithrim.

Se detuvieron ante unas puertas de granito con una corona de siete puntas grabada. A cada lado de la entrada había siete enanos cubiertos con armaduras, que golpearon simultáneamente el suelo con los palos de sus azadones. Mientras resonaba el eco del golpe de la madera contra la piedra, las puertas se abrieron hacia dentro.

Eragon se despidió de Orik con un gesto y luego entró en la oscura sala con Saphira.

Avanzaron hacia el trono distante, pasando ante las rígidas estatuas, hírna, de antiguos reyes enanos. Al pie del pesado trono negro, Eragon hizo una reverencia. El rey devolvió el gesto inclinando la cabeza, cubierta con su melena plateada, y los rubíes encastrados en su yelmo de oro brillaron suavemente bajo la luz como chispas de hierro candente. Volund, el martillo de guerra, descansaba sobre sus piernas malladas. Hrothgar habló:

-Asesino de Sombras, bienvenido a mi salón. Has hecho muchas cosas desde que nos vimos por última vez. Y, según parece, se ha demostrado que me equivoqué con Zar'roc. La espada de Morzan será bienvenida en Tronjheim siempre que seas tú quien la lleve.

-Gracias -contestó Eragon, al tiempo que se levantaba.

-Además -tronó el enano-, queremos que conserves la armadura que llevaste en la batalla de Farthen Dür. Ya mismo están reparándola nuestros más hábiles herreros. Lo mismo ocurre con la armadura de la dragona, y cuando esté restaurada, Saphira podrá usarla siempre que quiera, o al menos hasta que se le quede pequeña. Es lo mínimo que podemos hacer para demostraros nuestra gratitud. Si no fuera por la guerra con Galbatorix, habría banquetes y celebraciones en tu nombre… Pero eso tendrá que esperar hasta un momento más oportuno.

Eragon puso palabras a sus sentimientos, compartidos por Saphira:

-Tu generosidad supera nuestras mayores expectativas. Apreciamos tus nobles regalos.

Pese a que parecía claramente complacido, Hrothgar apretó bien juntas las cejas y gruñó:

-De todos modos, no podemos perder el tiempo con finuras. Los clanes me acosan con la exigencia de que tome alguna decisión con respecto a la sucesión de Ajihad. Ayer, cuando el Consejo de Ancianos proclamó que daría su apoyo a Nasuada, provocó un alboroto como no se había visto desde que yo ascendí al trono. Los jefes tenían que decidir si aceptaban a Nasuada o buscaban otro candidato. La mayoría han llegado a la conclusión de que Nasuada debería liderar a los vardenos, pero yo quiero conocer tu opinión sobre este asunto, Eragon, antes de apoyar con mi palabra a unos u otros. Lo peor que puede hacer un rey es parecer estúpido. ¿Hasta dónde podemos contarle? -preguntó Eragon a Saphira, mientras pensaba a toda prisa.

Siempre nos ha tratado con nobleza, pero no sabemos qué habrá prometido a otros. Será mejor que tengamos cuidado hasta que Nasuada haya tomado el poder.

Muy bien.

-Saphira y yo hemos aceptado ayudarla. No nos opondremos a su ascenso. Y… -Eragon se preguntó si estaría llegando demasiado lejos- te ruego que hagas lo mismo; los vardenos no se pueden permitir una pelea entre ellos. Necesitan unidad.

-Oeí-dijo Hrothgar, recostándose en el trono-, hablas con una autoridad nueva. Es una buena sugerencia, pero te va a costar una pregunta: ¿crees que Nasuada sabrá liderarnos con sabiduría, o hay otras razones para elegirla?

Es una prueba -advirtió Saphira-. Quiere saber por qué la hemos apoyado.

Eragon notó que su labio se estiraba en una media sonrisa.

-Creo que es más sabia y astuta de lo que corresponde a su edad. Será buena para los vardenos. -¿Y por eso la apoyas?

-Sí.

Hrothgar asintió y hundió su larga y nivea barba.

-Eso me alivia. Últimamente nadie se ha ocupado mucho del bien y del mal, y sí en cambio de la persecución del poder individual. Es difícil contemplar tanta idiotez y no enfadarse.

Un incómodo silencio se instaló entre ellos, ahogando la amplia sala del trono. Para romperlo, Eragon preguntó: -¿Qué pasará con la dragonera? ¿Le pondrán un suelo nuevo?

Por primera vez, los ojos del rey mostraron su duelo, y se volvieron más profundas las arrugas que los rodeaban, extendidas como radios de una rueda de carreta. Eragon nunca había visto a un enano tan cerca del llanto.

-Hay que hablar mucho antes de que se pueda tomar esa medida. Lo que hicieron Saphira y Arya fue terrible. Tal vez necesario, pero terrible. Ah, hubiera sido mejor que nos derrotaran los úrgalos, antes que aceptar que se rompiera Isidar Mithrim. El corazón de Tronjheim se ha hecho añicos, y el nuestro, también.

Hrothgar se llevó un puño al pecho y luego abrió lentamente la mano y la alargó para agarrar la empuñadura de Volund, recubierta de cuero.

Saphira entró en contacto con la mente de Eragon. Éste percibió diversas emociones, pero lo que más le sorprendió fue notar sus remordimientos y su sentido de culpa. Lamentaba verdaderamente la pérdida de la Rosa Estrellada, por necesaria que hubiera sido.

Pequeñajo -dijo la dragona-, ayúdame. Necesito hablar con Hrothgar. Pregúntale: ¿tienen los enanos la capacidad de reconstruir Isidar Mithrim a partir de los fragmentos?

Cuando Eragon repitió sus palabras, Hrothgar murmuró algo en su propio idioma y luego dijo:

-Sí tenemos esa capacidad, pero ¿para qué sirve? Esa tarea nos llevaría meses, o años, y el resultado final sería una ruinosa burla de la belleza que antaño brilló en Tronjheim. Es una aberración que no aprobaré.

Saphira siguió mirando al rey sin pestañear.

Ahora dile esto: Si consiguieran reunir de nuevo los fragmentos de Isidar Mithrim sin que faltara una sola pieza, creo que yo podría areglarla del todo.

Eragon la miró boquiabierto y, en su sorpresa, se olvidó de Hrothgar. ¡Saphira! ¡Eso requeriría mucha energía! Tú misma me dijiste que no puedes usar la magia a voluntad. ¿Qué te hace pensar que serías capaz de lograrlo?

Puedo hacerlo si es suficientemente necesario. Será mi regalo a los enanos. Recuerda la tumba de Brom; eso debería bastar para anular tus dudas. Y cierra la boca: es muy feo, y el rey te está mirando.

Cuando Eragon tradujo la propuesta de Saphira, Hrothgar se puso derecho y exclamó: -¿Es posible? Ni siquiera los elfos podrían intentar semejante proeza.

-Ella confía en sus habilidades.

-Entonces reconstruiremos Isidar Mithrim, aunque nos cueste cien años. Montaremos un marco para la joya y pondremos cada pieza en su lugar original. No olvidaremos ni una sola astilla. Incluso si tuviéramos que partir las piezas más grandes para poderlas trasladar, lo haremos con toda nuestra sabiduría sobre el trabajo con gemas, para que no se pierda ningún añico, ni siquiera el polvo. Luego vendréis vosotros, cuando hayamos terminado, y curaréis la Rosa Estrellada.

-Vendremos -confirmó Eragon, con una reverencia. Hrothgar sonrió y fue como si un muro de granito se resquebrajara.

-Menuda alegría me has dado, Saphira. De nuevo vuelvo a sentir una razón para vivir y para mandar. Si haces eso, los enanos de todo el mundo honrarán tu nombre durante generaciones incontables. Marchad ahora con mi bendición, mientras yo hago correr la voz entre los clanes. Y no os sintáis obligados a esperar que sea yo quien lo anuncie, pues esta noticia no debe negársele a ningún enano: decídselo a quienquiera que os encontréis. Que resuenen los salones con el júbilo de nuestra raza.

Tras una última reverencia, Eragon y Saphira se fueron y dejaron al rey enano sonriendo en su trono. Al abandonar la sala, Eragon le contó a Orik lo que había ocurrido. El enano se inclinó de inmediato y besó el suelo ante Saphira. Se levantó con una sonrisa y palmeó a Eragon en el brazo, al tiempo que le decía:

-Una maravilla, sin duda. Nos has dado exactamente la esperanza que necesitábamos para enfrentarnos a los últimos sucesos. Apuesto a que esta noche correrá la bebida.

-Y mañana es el funeral.

Orik se contuvo por un momento.

-Mañana, sí. Pero hasta entonces no permitiremos que nos moleste ningún pensamiento desgraciado. ¡Venid!

El enano tomó a Eragon de la mano y tiró de él por las entrañas de Tronjheim hasta un gran salón de banquetes en el que había muchos enanos, sentados ante mesas de piedra. Orik saltó sobre una de ellas, derramando platos por el suelo, y con voz atronadora proclamó las noticias sobre Isidar Mithrim. Los gritos y los vítores casi ensordecieron a Eragon. Uno por uno, los enanos insistieron en acercarse a Saphira y besar el suelo ante ella, tal como habíahecho Orik. Luego abandonaron la comida y llenaron sus jarras de piedra con cerveza y aguamiel.

Eragon se sorprendió del desenfreno con que él mismo se sumaba al jolgorio. Le ayudaba a liberarse de la melancolía que inundaba su corazón. Sin embargo, intentó resistirse a la disipación total, pues era consciente de las tareas que le esperaban para el día siguiente y quería tener la cabeza despejada.

Incluso Saphira tomó un trago de aguamiel, y como resultó que le gustaba, los enanos sacaron rodando un tonel para ella. Bajando sus poderosas mandíbulas hacia el extremo abierto del tonel, lo vació en tres largos tragos; después alzó la cabeza hacia el techo y eructó una gigantesca lengua de fuego. A Eragon le costó unos cuantos minutos convencer a los enanos de que podían acercarse de nuevo a ella sin temor, pero a continuación le sacaron otro tonel -haciendo oídos sordos a las protestas del cocinero- y contemplaron con asombro cómo también lo vaciaba.

A medida que Saphira se iba emborrachando, sus emociones y pensamientos recorrían cada vez con más fuerza la mente de Eragon. Se le hacía difícil contar con la información de sus propios sentidos: la visión de la dragona empezó a imponerse a la suya, el movimiento resultaba borroso y los colores cambiaban. Incluso los olores que percibía iban cambiando y se volvían más agudos y mordaces.

Los enanos se pusieron a cantar juntos. Tambaleándose, Saphira los acompañaba con un tarareo y remataba cada verso con un rugido. Eragon abrió la boca para sumarse, pero se llevó la sorpresa de que, en vez de palabras, brotara de ella el gruñido rasposo de la voz del dragón. «Esto -pensó, meneando la cabeza- está llegando demasiado lejos… ¿O será que estoy borracho?» Decidió que no importaba y se puso a cantar bulliciosamente, ya fuera con su voz o con la del dragón.

Iban llegando más y más enanos al salón a medida que se extendían las noticias sobre Isidar Mithrim. Pronto hubo cientos de ellos en torno a las mesas y formaron un nutrido corro en torno a Eragon y Saphira. Orik llamó a los músicos, que se instalaron en un rincón y sacaron sus instrumentos de las fundas de terciopelo verde. Pronto, las doradas melodías de arpas, laúdes y flautas plateadas flotaban sobre la multitud.

Pasaron muchas horas antes de que el ruido y la excitación empezaran a aminorar.

Cuando así ocurrió, Orik se subió de nuevo a la mesa. Se quedó allí plantado, con los pies bien separados para mantener el equilibrio, su jarra en la mano, la gorra de forro metálico ladeada, y exclamó: -¡Escuchad! ¡Escuchad! Por fin hemos celebrado algo como es debido. ¡Los úrgalos se han ido, la Sombra ha muerto y hemos vencido! -Todos los enanos golpearon las mesas en señal de aprobación. Era un buen discurso: corto y al grano. Pero Orik no había terminado-: ¡Por Eragon y Saphira! -rugió, alzando la jarra.

Eso también fue bien recibido.

Eragon se levantó e hizo una reverencia, gesto que provocó más exclamaciones. A su lado, Saphira dio un paso atrás y cruzó un antebrazo por el pecho, en un intento de replicar su movimiento. Se tambaleó, y los enanos, conscientes del peligro que corrían, se dispersaron correteando. Se alejaron justo a tiempo. Con un sonoro resoplido, Saphira cayó hacia atrás y quedó tumbada en una de las mesas.

Eragon sintió un gran dolor en la espalda y cayó sin sentido junto a la cola del dragón.

¡Despierta, Knurlheim! Ahora no puedes dormir. Nos necesitan en la puerta. No pueden empezar sin nosotros.

Eragon se obligó a abrir los ojos, consciente de que le dolía la cabeza y tenía el cuerpo magullado. Estaba tumbado en una fría mesa de piedra. -¿Qué?

Hizo una mueca de disgusto en cuanto notó el mar sabor de boca.

Orik se tironeaba la barba oscura.

-La procesión de Ajihad. ¡Tenemos que estar presentes!

-No, ¿cómo me has llamado?

Estaban todavía en la sala de banquetes, pero no había nadie más aparte de él, Orik y Saphira, que seguía acostada a su lado, entre dos mesas. El dragón se agitó, alzó la cabeza y echó un vistazo con cara de sueño. -¡Cabeza de piedra! Te he llamado cabeza de piedra porque llevo casi una hora intentando despertarte.

Eragon consiguió erguirse y se bajó de la mesa. Algunos relámpagos de recuerdos de la noche anterior se abrieron camino en su mente.

Saphira, ¿cómo estás? -preguntó, mientras se acercaba a ella a trompicones.

Ella giró la cabeza de un lado a otro y se pasó la lengua encarnada por los dientes, como un gato que hubiera comido algo desagradable.

Creo que… entera. Tengo una sensación extraña en el ala izquierda; creo que caí sobre ella. Y siento la cabeza llena de mil flechas. -¿Hirió a alguien al caer? -preguntó Eragon.

Del grueso pecho del enano brotó una sentida carcajada.

-Sólo los que se cayeron de las sillas de tanta risa. ¡Una dragona borracha haciendo reverencias! Estoy seguro de que se cantarán baladas sobre esto durante décadas. -Saphira movió las alas y, remilgada, desvió la mirada-. Como no podíamos moverte, nos pareció que era mejor dejarte aquí. El cocinero jefe se enfadó mucho. Tenía miedo de que te siguieras bebiendo lo mejor de su bodega, aparte de los cuatro toneles que te tragaste. ¡Y eso que una vez me reñiste por beber! Si me llego a tomar yo cuatro toneles, me mataría.

Por eso no eres un dragón.

Orik encajó un bulto de ropa entre los brazos de Eragon.

-Venga, ponte esto. Es más apropiado para un funeral que lo que llevas puesto. Pero date prisa, nos queda poco tiempo.

Eragon se puso las prendas con dificultad: una camisa blanca muy ancha, con lazos en los puños; un chaleco rojo decorado con trenzas y encajes dorados; pantalones oscuros; unas botas negras relucientes que resonaban al pisar el suelo, y una capa con mucho vuelo que se anudaba al cuello con un broche tachonado. En lugar de la cinta lisa de cuero que solía usar, para atarse a Zar'roc utilizó un cinturón ornamentado.

Eragon se echó agua a la cara e intentó arreglarse un poco el pelo. Luego Orik les instó a abandonar el salón y dirigirse a la puerta sur de Tronjheim.

-Hemos de salir desde allí -explicó, al tiempo que se desplazaba con una sorprendente velocidad para sus cortas y fornidas piernas-, porque es donde se detuvo hace tres días la procesión con el cuerpo de Ajihad. Su viaje hacia la tumba no puede interrumpirse, o su espíritu no encontrará descanso.

Una vieja costumbre -señaló Saphira.

Eragon se mostró de acuerdo y luego notó que la dragona caminaba con un cierto desequilibrio. En Carvahall solía enterrarse a la gente en sus granjas o, si vivían en la aldea, en pequeños cementerios. Como únicos rituales para acompañar el proceso, se recitaban algunos versos de ciertas baladas v después se organizaba un banquete entre los parientes y amigos del fallecido. ¿Podrás aguantar todo el funeral? -preguntó al ver que Saphira se tambaleaba de nuevo.

Ella hizo una breve mueca.

Aguantaré eso y el nombramiento de Nasuada, pero luego me hará falta dormir. ¡Mal rayo parta al aguamiel!

Eragon reanudó la conversación con Orik y le preguntó: -¿Dónde van a enterrar a Ajihad?

Orik aminoró el paso y miró a Eragon con precaución:

-Eso ha sido motivo de enfrentamiento entre los clanes. Cuando muere un enano, creemos que debe quedar encerrado en piedra, porque en caso contrario no podría reunirse con sus ancestros. Es algo complejo y no puedo explicar más detalles a un extraño…, pero somos capaces de cualquier cosa para asegurarnos de que se cumple el entierro. La vergüenza cae sobre cualquier familia o clan que permita que uno de los suyos descanse en un elemento de rango menor. »Por debajo de Farthen Dür hay una cámara que se ha convertido en hogar de todos los knurlan que vivían aquí, todos enanos. A Ajihad lo llevarán allí. No pueden enterrarlo con nosotros porque es humano, pero se ha preparado aparte una alcoba consagrada para él. Allí los vardenos podrán visitarlo sin entrar en nuestras grutas sagradas, y Ajihad recibirá el respeto que se le debe.

-Vuestro rey ha hecho mucho por los vardenos -comentó Eragon.

-Algunos opinan que demasiado.

Ante la gruesa puerta -alzada sobre cadenas ocultas para dejar pasar la tenue luz del día que se colaba en Farthen Dür- se encontraron con una fila cuidadosamente dispuesta. Al frente descansaba Ajihad, frío y pálido, sobre un féretro de mármol blanco que sostenían seis hombres ataviados con armaduras negras. Llevaba en la cabeza un yelmo recubierto de piedras preciosas. Tenía las manos entrelazadas sobre el esternón, apoyadas en el mango de marfil de su espada desnuda, que se extendía bajo el escudo que le tapaba el pecho y las piernas. La malla de plata, que trazaba arillos de luz de luna, descansaba en sus extremidades y se desparramaba sobre el féretro.

Nasuada estaba muy cerca del cadáver: grave, con una capa de marta cebellina, mantenía una fuerte apostura, aunque las lágrimas adornaban su semblante. A un lado iba Hrothgar con ropa oscura; luego, Arya; el Consejo de Ancianos, todos ellos con oportunas expresiones de dolor; finalmente, una fila de enlutados formaba un arroyo que discurría por Tronjheim hasta más allá de un kilómetro y medio.

Todas las puertas y arcadas del vestíbulo de cuatro pisos de altura que llevaba a la cámara central de Tronjheim, a casi un kilómetro, estaban abiertas de par en par y llenas dehombres y enanos. Entre los grupos de rostros cenizos, los grandes tapices se ondularon por la fuerza de los cientos de suspiros y susurros que provocó la aparición de Saphira y Eragon.

Jórmundur les indicó por gestos que se acercaran a él. Esforzándose por no romper la formación, Eragon y Saphira avanzaron por la fila hasta ocupar el espacio que había a su lado, ganándose una mirada de reprobación de Sabrae. Orik fue a situarse detrás de Hrothgar.

Esperaron todos juntos, aunque Eragon no sabía a qué esperaban.

Todas las antorchas estaban tapadas a medias, de tal modo que el aire quedaba envuelto en un frío crepúsculo que aportaba una sensación etérea al evento. Nadie parecía moverse, ni respirar siquiera; por un breve instante, a Eragon le pareció que todos eran estatuas congeladas hasta la eternidad. Una sola voluta de incienso se alzaba desde el féretro, curvándose hacia el brumoso techo a medida que extendía su aroma de cedro y enebro. Era el único movimiento de la sala: un látigo que se cimbreaba en el aire, de lado a lado.

En lo más hondo de Tronjheim, sonó un tambor. Bum. La nota grave y sonora resonó en sus huesos, hizo vibrar la ciudad-montaña y levantó en ella un eco, como si hubiera sonado una gran campana de piedra.

Dieron un paso adelante.

Bum. En la segunda nota, otro tambor, más grave, se sumó al primero; cada pulsación rodaba inexorablemente por la sala. La fuerza de aquel sonido los impulsaba a avanzar con paso majestuoso. En el temblor que los rodeaba, no había lugar para ningún pensamiento, sino tan sólo para una desbordante emoción que los tambores manipulaban con pericia para invocar las lágrimas y, al mismo tiempo, una agridulce alegría.

Bum.

Al llegar al final del túnel, los que cargaban con Ajihad se detuvieron entre los pilares de ónice que llevaban a la cámara central. Allí, Eragon vio que los enanos se ponían aún más solemnes al recordar Isidar Mithrim.

Bum.

Pasaron por un cementerio de cristal. En el centro de la gran cámara había un círculo de fragmentos apilados que rodeaban el martillo y las estrellas de cinco puntas. Algunos trozos eran más grandes que Saphira. Los rayos del zafiro estrellado seguían brillando en cada pieza, y en algunas se veían todavía los pétalos de la rosa grabada.

Bum.

Los que llevaban el féretro siguieron avanzando entre los incontables filos, agudos como navajas. Luego la procesión torció a un lado y descendió los amplios escalones, que llevaban a los túneles inferiores. Desfilaron por muchas cavernas y pasaron por chozas de piedra en las que los niños enanos se aferraban a sus madres y miraban con los ojos bien abiertos.

Bum.

Con aquel crescendo final, se detuvieron bajo las estriadas estalactitas que pendían sobre una gran catacumba rodeada de nichos. En cada uno de éstos había una lápida con un nombre y un emblema de algún clan grabados. Allí había miles, cientos de miles de cuerpos enterrados. La única luz, tenue entre las sombras, venía de unas pocas antorchas rojas espaciadas.

Al cabo de un rato, los que llevaban el féretro entraron en una pequeña sala anexa a la cámara principal. En el centro, sobre una plataforma elevada, había una gran cripta abierta a la oscuridad expectante. Encima, grabado sobre la piedra, se podía leer:


Que todos, knurlan, humanos y elfos,

Recuerden A este hombre.

Era noble, fuerte y sabio.

Güntera Arüna


Cuando los miembros de la procesión pudieron reunirse en torno a la tumba, bajaron el cuerpo de Ajihad dentro de la cripta, y se permitió acercarse a quienes lo habían conocido personalmente. Eragon y Saphira eran los quintos en la cola, detrás de Arya. Mientras subía los escalones de mármol que le permitirían ver el cuerpo, Eragon se vio sobrecogido por una abrumadora sensación de pena, y su angustia aumentó por el hecho de que para él aquello representaba tanto el funeral de Ajihad como el de Murtagh.

Quieto junto a la tumba, Eragon bajó la mirada hacia Ajihad. Parecía más calmado y tranquilo que en vida, como si la muerte hubiera reconocido su grandeza y le hubiera honrado retirando cualquier rastro de sus preocupaciones mundanas. Eragon sólo había tratado a Ajihad durante un tiempo breve, pero había llegado a sentir respeto no sólo por su persona, sino por lo que representaba: la liberación de la tiranía. Además, había sido el primero en ofrecerle un refugio seguro desde que Eragon y Saphira salieran del valle de Palancar.

Afectado, Eragon intentó pensar en la mejor alabanza que pudiera decir. Al final, un susurro se abrió paso a través del nudo que atenazaba su garganta:

-Serás recordado, Ajihad. Lo juro. Descansa en paz, pues debes saber que Nasuada continuará tu obra y el Imperio será derrotado gracias a tus logros.

Se dio cuenta de que Saphira le tocaba un brazo y abandonó con ella la plataforma para permitir que Jórmundur ocupara su lugar.

Cuando todos hubieron mostrado sus respetos, Nasuada se inclinó sobre Ajihad, tocó la mano de su padre y la sostuvo con amable urgencia. Soltó un gemido y empezó a cantar con un extraño y quejumbroso lenguaje que llevó sus lamentos por toda la caverna.

Entonces llegaron doce enanos y deslizaron una losa de mármol sobre el rostro de Ajihad.

Y éste pasó a mejor vida.