El enano esperó a que Eragon terminara con una correa y luego
preguntó: -¿Hoy te encuentras mejor?
-Un poco.
-Bien, a todos nos hace falta recuperar fuerzas. He venido en
parte para saber cómo estabas y en parte porque Hrothgar quiere
hablar contigo, si estás disponible.
Eragon dirigió una sonrisa irónica al enano.
-Para él siempre estoy disponible. Seguro que ya lo
sabe.
Orik se rió.
-Ah, pero es más educado pedirlo amablemente. -Mientras
Eragon dejaba la silla, Saphira salió de su rincón acolchado y
saludó a Orik con un gruñido amistoso-. Buenos días también para ti
-dijo con una reverencia.
Orik los llevó por uno de los cuatro pasillos principales de
Tronjheim hacia la cámara central y las dos escaleras gemelas que
descendían trazando curvas hacia el salón del trono del rey de los
enanos, en el subsuelo. Antes de llegar a la cámara, sin embargo,
el enano tomó otra escalera menor que descendía. Eragon tardó un
poco en darse cuenta de que Orik había tomado un camino lateral
para no tener que ver los restos destrozados de Isidar
Mithrim.
Se detuvieron ante unas puertas de granito con una corona de
siete puntas grabada. A cada lado de la entrada había siete enanos
cubiertos con armaduras, que golpearon simultáneamente el suelo con
los palos de sus azadones. Mientras resonaba el eco del golpe de la
madera contra la piedra, las puertas se abrieron hacia
dentro.
Eragon se despidió de Orik con un gesto y luego entró en la
oscura sala con Saphira.
Avanzaron hacia el trono distante, pasando ante las rígidas
estatuas, hírna, de antiguos reyes enanos. Al pie del pesado trono
negro, Eragon hizo una reverencia. El rey devolvió el gesto
inclinando la cabeza, cubierta con su melena plateada, y los rubíes
encastrados en su yelmo de oro brillaron suavemente bajo la luz
como chispas de hierro candente. Volund, el martillo de guerra,
descansaba sobre sus piernas malladas. Hrothgar
habló:
-Asesino de Sombras, bienvenido a mi salón. Has hecho muchas
cosas desde que nos vimos por última vez. Y, según parece, se ha
demostrado que me equivoqué con Zar'roc. La espada de Morzan será
bienvenida en Tronjheim siempre que seas tú quien la
lleve.
-Gracias -contestó Eragon, al tiempo que se
levantaba.
-Además -tronó el enano-, queremos que conserves la armadura
que llevaste en la batalla de Farthen Dür. Ya mismo están
reparándola nuestros más hábiles herreros. Lo mismo ocurre con la
armadura de la dragona, y cuando esté restaurada, Saphira podrá
usarla siempre que quiera, o al menos hasta que se le quede
pequeña. Es lo mínimo que podemos hacer para demostraros nuestra
gratitud. Si no fuera por la guerra con Galbatorix, habría
banquetes y celebraciones en tu nombre… Pero eso tendrá que esperar
hasta un momento más oportuno.
Eragon puso palabras a sus sentimientos, compartidos por
Saphira:
-Tu generosidad supera nuestras mayores expectativas.
Apreciamos tus nobles regalos.
Pese a que parecía claramente complacido, Hrothgar apretó
bien juntas las cejas y gruñó:
-De todos modos, no podemos perder el tiempo con finuras. Los
clanes me acosan con la exigencia de que tome alguna decisión con
respecto a la sucesión de Ajihad. Ayer, cuando el Consejo de
Ancianos proclamó que daría su apoyo a Nasuada, provocó un alboroto
como no se había visto desde que yo ascendí al trono. Los jefes
tenían que decidir si aceptaban a Nasuada o buscaban otro
candidato. La mayoría han llegado a la conclusión de que Nasuada
debería liderar a los vardenos, pero yo quiero conocer tu opinión
sobre este asunto, Eragon, antes de apoyar con mi palabra a unos u
otros. Lo peor que puede hacer un rey es parecer estúpido. ¿Hasta
dónde podemos contarle? -preguntó Eragon a Saphira, mientras
pensaba a toda prisa.
Siempre nos ha tratado con nobleza, pero no sabemos qué habrá
prometido a otros. Será mejor que tengamos cuidado hasta que
Nasuada haya tomado el poder.
Muy bien.
-Saphira y yo hemos aceptado ayudarla. No nos opondremos a su
ascenso. Y… -Eragon se preguntó si estaría llegando demasiado
lejos- te ruego que hagas lo mismo; los vardenos no se pueden
permitir una pelea entre ellos. Necesitan unidad.
-Oeí-dijo Hrothgar, recostándose en el trono-, hablas con una
autoridad nueva. Es una buena sugerencia, pero te va a costar una
pregunta: ¿crees que Nasuada sabrá liderarnos con sabiduría, o hay
otras razones para elegirla?
Es una prueba -advirtió Saphira-. Quiere saber por qué la
hemos apoyado.
Eragon notó que su labio se estiraba en una media
sonrisa.
-Creo que es más sabia y astuta de lo que corresponde a su
edad. Será buena para los vardenos. -¿Y por eso la
apoyas?
-Sí.
Hrothgar asintió y hundió su larga y nivea
barba.
-Eso me alivia. Últimamente nadie se ha ocupado mucho del
bien y del mal, y sí en cambio de la persecución del poder
individual. Es difícil contemplar tanta idiotez y no
enfadarse.
Un incómodo silencio se instaló entre ellos, ahogando la
amplia sala del trono. Para romperlo, Eragon preguntó: -¿Qué pasará
con la dragonera? ¿Le pondrán un suelo nuevo?
Por primera vez, los ojos del rey mostraron su duelo, y se
volvieron más profundas las arrugas que los rodeaban, extendidas
como radios de una rueda de carreta. Eragon nunca había visto a un
enano tan cerca del llanto.
-Hay que hablar mucho antes de que se pueda tomar esa medida.
Lo que hicieron Saphira y Arya fue terrible. Tal vez necesario,
pero terrible. Ah, hubiera sido mejor que nos derrotaran los
úrgalos, antes que aceptar que se rompiera Isidar Mithrim. El
corazón de Tronjheim se ha hecho añicos, y el nuestro,
también.
Hrothgar se llevó un puño al pecho y luego abrió lentamente
la mano y la alargó para agarrar la empuñadura de Volund,
recubierta de cuero.
Saphira entró en contacto con la mente de Eragon. Éste
percibió diversas emociones, pero lo que más le sorprendió fue
notar sus remordimientos y su sentido de culpa. Lamentaba
verdaderamente la pérdida de la Rosa Estrellada, por necesaria que
hubiera sido.
Pequeñajo -dijo la dragona-, ayúdame. Necesito hablar con
Hrothgar. Pregúntale: ¿tienen los enanos la capacidad de
reconstruir Isidar Mithrim a partir de los
fragmentos?
Cuando Eragon repitió sus palabras, Hrothgar murmuró algo en
su propio idioma y luego dijo:
-Sí tenemos esa capacidad, pero ¿para qué sirve? Esa tarea
nos llevaría meses, o años, y el resultado final sería una ruinosa
burla de la belleza que antaño brilló en Tronjheim. Es una
aberración que no aprobaré.
Saphira siguió mirando al rey sin pestañear.
Ahora dile esto: Si consiguieran reunir de nuevo los
fragmentos de Isidar Mithrim sin que faltara una sola pieza, creo
que yo podría areglarla del todo.
Eragon la miró boquiabierto y, en su sorpresa, se olvidó de
Hrothgar. ¡Saphira! ¡Eso requeriría mucha energía! Tú misma me
dijiste que no puedes usar la magia a voluntad. ¿Qué te hace pensar
que serías capaz de lograrlo?
Puedo hacerlo si es suficientemente necesario. Será mi regalo
a los enanos. Recuerda la tumba de Brom; eso debería bastar para
anular tus dudas. Y cierra la boca: es muy feo, y el rey te está
mirando.
Cuando Eragon tradujo la propuesta de Saphira, Hrothgar se
puso derecho y exclamó: -¿Es posible? Ni siquiera los elfos podrían
intentar semejante proeza.
-Ella confía en sus habilidades.
-Entonces reconstruiremos Isidar Mithrim, aunque nos cueste
cien años. Montaremos un marco para la joya y pondremos cada pieza
en su lugar original. No olvidaremos ni una sola astilla. Incluso
si tuviéramos que partir las piezas más grandes para poderlas
trasladar, lo haremos con toda nuestra sabiduría sobre el trabajo
con gemas, para que no se pierda ningún añico, ni siquiera el
polvo. Luego vendréis vosotros, cuando hayamos terminado, y
curaréis la Rosa Estrellada.
-Vendremos -confirmó Eragon, con una reverencia. Hrothgar
sonrió y fue como si un muro de granito se
resquebrajara.
-Menuda alegría me has dado, Saphira. De nuevo vuelvo a
sentir una razón para vivir y para mandar. Si haces eso, los enanos
de todo el mundo honrarán tu nombre durante generaciones
incontables. Marchad ahora con mi bendición, mientras yo hago
correr la voz entre los clanes. Y no os sintáis obligados a esperar
que sea yo quien lo anuncie, pues esta noticia no debe negársele a
ningún enano: decídselo a quienquiera que os encontréis. Que
resuenen los salones con el júbilo de nuestra
raza.
Tras una última reverencia, Eragon y Saphira se fueron y
dejaron al rey enano sonriendo en su trono. Al abandonar la sala,
Eragon le contó a Orik lo que había ocurrido. El enano se inclinó
de inmediato y besó el suelo ante Saphira. Se levantó con una
sonrisa y palmeó a Eragon en el brazo, al tiempo que le
decía:
-Una maravilla, sin duda. Nos has dado exactamente la
esperanza que necesitábamos para enfrentarnos a los últimos
sucesos. Apuesto a que esta noche correrá la
bebida.
-Y mañana es el funeral.
Orik se contuvo por un momento.
-Mañana, sí. Pero hasta entonces no permitiremos que nos
moleste ningún pensamiento desgraciado. ¡Venid!
El enano tomó a Eragon de la mano y tiró de él por las
entrañas de Tronjheim hasta un gran salón de banquetes en el que
había muchos enanos, sentados ante mesas de piedra. Orik saltó
sobre una de ellas, derramando platos por el suelo, y con voz
atronadora proclamó las noticias sobre Isidar Mithrim. Los gritos y
los vítores casi ensordecieron a Eragon. Uno por uno, los enanos
insistieron en acercarse a Saphira y besar el suelo ante ella, tal
como habíahecho Orik. Luego abandonaron la comida y llenaron sus
jarras de piedra con cerveza y aguamiel.
Eragon se sorprendió del desenfreno con que él mismo se
sumaba al jolgorio. Le ayudaba a liberarse de la melancolía que
inundaba su corazón. Sin embargo, intentó resistirse a la
disipación total, pues era consciente de las tareas que le
esperaban para el día siguiente y quería tener la cabeza
despejada.
Incluso Saphira tomó un trago de aguamiel, y como resultó que
le gustaba, los enanos sacaron rodando un tonel para ella. Bajando
sus poderosas mandíbulas hacia el extremo abierto del tonel, lo
vació en tres largos tragos; después alzó la cabeza hacia el techo
y eructó una gigantesca lengua de fuego. A Eragon le costó unos
cuantos minutos convencer a los enanos de que podían acercarse de
nuevo a ella sin temor, pero a continuación le sacaron otro tonel
-haciendo oídos sordos a las protestas del cocinero- y contemplaron
con asombro cómo también lo vaciaba.
A medida que Saphira se iba emborrachando, sus emociones y
pensamientos recorrían cada vez con más fuerza la mente de Eragon.
Se le hacía difícil contar con la información de sus propios
sentidos: la visión de la dragona empezó a imponerse a la suya, el
movimiento resultaba borroso y los colores cambiaban. Incluso los
olores que percibía iban cambiando y se volvían más agudos y
mordaces.
Los enanos se pusieron a cantar juntos. Tambaleándose,
Saphira los acompañaba con un tarareo y remataba cada verso con un
rugido. Eragon abrió la boca para sumarse, pero se llevó la
sorpresa de que, en vez de palabras, brotara de ella el gruñido
rasposo de la voz del dragón. «Esto -pensó, meneando la cabeza-
está llegando demasiado lejos… ¿O será que estoy borracho?» Decidió
que no importaba y se puso a cantar bulliciosamente, ya fuera con
su voz o con la del dragón.
Iban llegando más y más enanos al salón a medida que se
extendían las noticias sobre Isidar Mithrim. Pronto hubo cientos de
ellos en torno a las mesas y formaron un nutrido corro en torno a
Eragon y Saphira. Orik llamó a los músicos, que se instalaron en un
rincón y sacaron sus instrumentos de las fundas de terciopelo
verde. Pronto, las doradas melodías de arpas, laúdes y flautas
plateadas flotaban sobre la multitud.
Pasaron muchas horas antes de que el ruido y la excitación
empezaran a aminorar.
Cuando así ocurrió, Orik se subió de nuevo a la mesa. Se
quedó allí plantado, con los pies bien separados para mantener el
equilibrio, su jarra en la mano, la gorra de forro metálico
ladeada, y exclamó: -¡Escuchad! ¡Escuchad! Por fin hemos celebrado
algo como es debido. ¡Los úrgalos se han ido, la Sombra ha muerto y
hemos vencido! -Todos los enanos golpearon las mesas en señal de
aprobación. Era un buen discurso: corto y al grano. Pero Orik no
había terminado-: ¡Por Eragon y Saphira! -rugió, alzando la
jarra.
Eso también fue bien recibido.
Eragon se levantó e hizo una reverencia, gesto que provocó
más exclamaciones. A su lado, Saphira dio un paso atrás y cruzó un
antebrazo por el pecho, en un intento de replicar su movimiento. Se
tambaleó, y los enanos, conscientes del peligro que corrían, se
dispersaron correteando. Se alejaron justo a tiempo. Con un sonoro
resoplido, Saphira cayó hacia atrás y quedó tumbada en una de las
mesas.
Eragon sintió un gran dolor en la espalda y cayó sin sentido
junto a la cola del dragón.
¡Despierta, Knurlheim! Ahora no puedes dormir. Nos necesitan
en la puerta. No pueden empezar sin nosotros.
Eragon se obligó a abrir los ojos, consciente de que le dolía
la cabeza y tenía el cuerpo magullado. Estaba tumbado en una fría
mesa de piedra. -¿Qué?
Hizo una mueca de disgusto en cuanto notó el mar sabor de
boca.
Orik se tironeaba la barba oscura.
-La procesión de Ajihad. ¡Tenemos que estar
presentes!
-No, ¿cómo me has llamado?
Estaban todavía en la sala de banquetes, pero no había nadie
más aparte de él, Orik y Saphira, que seguía acostada a su lado,
entre dos mesas. El dragón se agitó, alzó la cabeza y echó un
vistazo con cara de sueño. -¡Cabeza de piedra! Te he llamado cabeza
de piedra porque llevo casi una hora intentando
despertarte.
Eragon consiguió erguirse y se bajó de la mesa. Algunos
relámpagos de recuerdos de la noche anterior se abrieron camino en
su mente.
Saphira, ¿cómo estás? -preguntó, mientras se acercaba a ella
a trompicones.
Ella giró la cabeza de un lado a otro y se pasó la lengua
encarnada por los dientes, como un gato que hubiera comido algo
desagradable.
Creo que… entera. Tengo una sensación extraña en el ala
izquierda; creo que caí sobre ella. Y siento la cabeza llena de mil
flechas. -¿Hirió a alguien al caer? -preguntó
Eragon.
Del grueso pecho del enano brotó una sentida
carcajada.
-Sólo los que se cayeron de las sillas de tanta risa. ¡Una
dragona borracha haciendo reverencias! Estoy seguro de que se
cantarán baladas sobre esto durante décadas. -Saphira movió las
alas y, remilgada, desvió la mirada-. Como no podíamos moverte, nos
pareció que era mejor dejarte aquí. El cocinero jefe se enfadó
mucho. Tenía miedo de que te siguieras bebiendo lo mejor de su
bodega, aparte de los cuatro toneles que te tragaste. ¡Y eso que
una vez me reñiste por beber! Si me llego a tomar yo cuatro
toneles, me mataría.
Por eso no eres un dragón.
Orik encajó un bulto de ropa entre los brazos de
Eragon.
-Venga, ponte esto. Es más apropiado para un funeral que lo
que llevas puesto. Pero date prisa, nos queda poco
tiempo.
Eragon se puso las prendas con dificultad: una camisa blanca
muy ancha, con lazos en los puños; un chaleco rojo decorado con
trenzas y encajes dorados; pantalones oscuros; unas botas negras
relucientes que resonaban al pisar el suelo, y una capa con mucho
vuelo que se anudaba al cuello con un broche tachonado. En lugar de
la cinta lisa de cuero que solía usar, para atarse a Zar'roc
utilizó un cinturón ornamentado.
Eragon se echó agua a la cara e intentó arreglarse un poco el
pelo. Luego Orik les instó a abandonar el salón y dirigirse a la
puerta sur de Tronjheim.
-Hemos de salir desde allí -explicó, al tiempo que se
desplazaba con una sorprendente velocidad para sus cortas y
fornidas piernas-, porque es donde se detuvo hace tres días la
procesión con el cuerpo de Ajihad. Su viaje hacia la tumba no puede
interrumpirse, o su espíritu no encontrará
descanso.
Una vieja costumbre -señaló Saphira.
Eragon se mostró de acuerdo y luego notó que la dragona
caminaba con un cierto desequilibrio. En Carvahall solía enterrarse
a la gente en sus granjas o, si vivían en la aldea, en pequeños
cementerios. Como únicos rituales para acompañar el proceso, se
recitaban algunos versos de ciertas baladas v después se organizaba
un banquete entre los parientes y amigos del fallecido. ¿Podrás
aguantar todo el funeral? -preguntó al ver que Saphira se
tambaleaba de nuevo.
Ella hizo una breve mueca.
Aguantaré eso y el nombramiento de Nasuada, pero luego me
hará falta dormir. ¡Mal rayo parta al aguamiel!
Eragon reanudó la conversación con Orik y le preguntó:
-¿Dónde van a enterrar a Ajihad?
Orik aminoró el paso y miró a Eragon con
precaución:
-Eso ha sido motivo de enfrentamiento entre los clanes.
Cuando muere un enano, creemos que debe quedar encerrado en piedra,
porque en caso contrario no podría reunirse con sus ancestros. Es
algo complejo y no puedo explicar más detalles a un extraño…, pero
somos capaces de cualquier cosa para asegurarnos de que se cumple
el entierro. La vergüenza cae sobre cualquier familia o clan que
permita que uno de los suyos descanse en un elemento de rango
menor. »Por debajo de Farthen Dür hay una cámara que se ha
convertido en hogar de todos los knurlan que vivían aquí, todos
enanos. A Ajihad lo llevarán allí. No pueden enterrarlo con
nosotros porque es humano, pero se ha preparado aparte una alcoba
consagrada para él. Allí los vardenos podrán visitarlo sin entrar
en nuestras grutas sagradas, y Ajihad recibirá el respeto que se le
debe.
-Vuestro rey ha hecho mucho por los vardenos -comentó
Eragon.
-Algunos opinan que demasiado.
Ante la gruesa puerta -alzada sobre cadenas ocultas para
dejar pasar la tenue luz del día que se colaba en Farthen Dür- se
encontraron con una fila cuidadosamente dispuesta. Al frente
descansaba Ajihad, frío y pálido, sobre un féretro de mármol blanco
que sostenían seis hombres ataviados con armaduras negras. Llevaba
en la cabeza un yelmo recubierto de piedras preciosas. Tenía las
manos entrelazadas sobre el esternón, apoyadas en el mango de
marfil de su espada desnuda, que se extendía bajo el escudo que le
tapaba el pecho y las piernas. La malla de plata, que trazaba
arillos de luz de luna, descansaba en sus extremidades y se
desparramaba sobre el féretro.
Nasuada estaba muy cerca del cadáver: grave, con una capa de
marta cebellina, mantenía una fuerte apostura, aunque las lágrimas
adornaban su semblante. A un lado iba Hrothgar con ropa oscura;
luego, Arya; el Consejo de Ancianos, todos ellos con oportunas
expresiones de dolor; finalmente, una fila de enlutados formaba un
arroyo que discurría por Tronjheim hasta más allá de un kilómetro y
medio.
Todas las puertas y arcadas del vestíbulo de cuatro pisos de
altura que llevaba a la cámara central de Tronjheim, a casi un
kilómetro, estaban abiertas de par en par y llenas dehombres y
enanos. Entre los grupos de rostros cenizos, los grandes tapices se
ondularon por la fuerza de los cientos de suspiros y susurros que
provocó la aparición de Saphira y Eragon.
Jórmundur les indicó por gestos que se acercaran a él.
Esforzándose por no romper la formación, Eragon y Saphira avanzaron
por la fila hasta ocupar el espacio que había a su lado, ganándose
una mirada de reprobación de Sabrae. Orik fue a situarse detrás de
Hrothgar.
Esperaron todos juntos, aunque Eragon no sabía a qué
esperaban.
Todas las antorchas estaban tapadas a medias, de tal modo que
el aire quedaba envuelto en un frío crepúsculo que aportaba una
sensación etérea al evento. Nadie parecía moverse, ni respirar
siquiera; por un breve instante, a Eragon le pareció que todos eran
estatuas congeladas hasta la eternidad. Una sola voluta de incienso
se alzaba desde el féretro, curvándose hacia el brumoso techo a
medida que extendía su aroma de cedro y enebro. Era el único
movimiento de la sala: un látigo que se cimbreaba en el aire, de
lado a lado.
En lo más hondo de Tronjheim, sonó un tambor. Bum. La nota
grave y sonora resonó en sus huesos, hizo vibrar la ciudad-montaña
y levantó en ella un eco, como si hubiera sonado una gran campana
de piedra.
Dieron un paso adelante.
Bum. En la segunda nota, otro tambor, más grave, se sumó al
primero; cada pulsación rodaba inexorablemente por la sala. La
fuerza de aquel sonido los impulsaba a avanzar con paso majestuoso.
En el temblor que los rodeaba, no había lugar para ningún
pensamiento, sino tan sólo para una desbordante emoción que los
tambores manipulaban con pericia para invocar las lágrimas y, al
mismo tiempo, una agridulce alegría.
Bum.
Al llegar al final del túnel, los que cargaban con Ajihad se
detuvieron entre los pilares de ónice que llevaban a la cámara
central. Allí, Eragon vio que los enanos se ponían aún más solemnes
al recordar Isidar Mithrim.
Bum.
Pasaron por un cementerio de cristal. En el centro de la gran
cámara había un círculo de fragmentos apilados que rodeaban el
martillo y las estrellas de cinco puntas. Algunos trozos eran más
grandes que Saphira. Los rayos del zafiro estrellado seguían
brillando en cada pieza, y en algunas se veían todavía los pétalos
de la rosa grabada.
Bum.
Los que llevaban el féretro siguieron avanzando entre los
incontables filos, agudos como navajas. Luego la procesión torció a
un lado y descendió los amplios escalones, que llevaban a los
túneles inferiores. Desfilaron por muchas cavernas y pasaron por
chozas de piedra en las que los niños enanos se aferraban a sus
madres y miraban con los ojos bien abiertos.
Bum.
Con aquel crescendo final, se detuvieron bajo las estriadas
estalactitas que pendían sobre una gran catacumba rodeada de
nichos. En cada uno de éstos había una lápida con un nombre y un
emblema de algún clan grabados. Allí había miles, cientos de miles
de cuerpos enterrados. La única luz, tenue entre las sombras, venía
de unas pocas antorchas rojas espaciadas.
Al cabo de un rato, los que llevaban el féretro entraron en
una pequeña sala anexa a la cámara principal. En el centro, sobre
una plataforma elevada, había una gran cripta abierta a la
oscuridad expectante. Encima, grabado sobre la piedra, se podía
leer:
Que todos, knurlan, humanos y elfos,
Recuerden A este hombre.
Era noble, fuerte y sabio.
Güntera Arüna
Cuando los miembros de la procesión pudieron reunirse en
torno a la tumba, bajaron el cuerpo de Ajihad dentro de la cripta,
y se permitió acercarse a quienes lo habían conocido personalmente.
Eragon y Saphira eran los quintos en la cola, detrás de Arya.
Mientras subía los escalones de mármol que le permitirían ver el
cuerpo, Eragon se vio sobrecogido por una abrumadora sensación de
pena, y su angustia aumentó por el hecho de que para él aquello
representaba tanto el funeral de Ajihad como el de
Murtagh.
Quieto junto a la tumba, Eragon bajó la mirada hacia Ajihad.
Parecía más calmado y tranquilo que en vida, como si la muerte
hubiera reconocido su grandeza y le hubiera honrado retirando
cualquier rastro de sus preocupaciones mundanas. Eragon sólo había
tratado a Ajihad durante un tiempo breve, pero había llegado a
sentir respeto no sólo por su persona, sino por lo que
representaba: la liberación de la tiranía. Además, había sido el
primero en ofrecerle un refugio seguro desde que Eragon y Saphira
salieran del valle de Palancar.
Afectado, Eragon intentó pensar en la mejor alabanza que
pudiera decir. Al final, un susurro se abrió paso a través del nudo
que atenazaba su garganta:
-Serás recordado, Ajihad. Lo juro. Descansa en paz, pues
debes saber que Nasuada continuará tu obra y el Imperio será
derrotado gracias a tus logros.
Se dio cuenta de que Saphira le tocaba un brazo y abandonó
con ella la plataforma para permitir que Jórmundur ocupara su
lugar.
Cuando todos hubieron mostrado sus respetos, Nasuada se
inclinó sobre Ajihad, tocó la mano de su padre y la sostuvo con
amable urgencia. Soltó un gemido y empezó a cantar con un extraño y
quejumbroso lenguaje que llevó sus lamentos por toda la
caverna.
Entonces llegaron doce enanos y deslizaron una losa de mármol
sobre el rostro de Ajihad.
Y éste pasó a mejor vida.