El polvo crujía bajo las botas de Roran mientras bajaba hacia el valle, frío y oscuro en las horas tempranas de la mañana nublada. Baldor lo seguía de cerca, y los dos llevaban arcos tensados. Ninguno de los dos habló mientras estudiaban el entorno en busca de huellas de los venados.


-Ahí -dijo Baldor en voz baja, al tiempo que señalaba una serie de huellas que se encaminaban a un zarzal a la orilla del Anora.

Roran asintió y echó a andar siguiendo el rastro. Como parecía del día anterior, se arriesgó a hablar: -¿Puedo pedirte un consejo, Baldor? Parece que se te da bien entender a la gente.

-Por supuesto. ¿De qué se trata?

Durante un largo rato, no sonó más ruido que el de sus pasos.

-Sloan quiere casar a Katrina, y no precisamente conmigo. Cada día que pasa, aumenta la posibilidad de que arregle un matrimonio según sus intereses. -¿Y qué dice Katrina?

Roran se encogió de hombros.

-Es su padre. No puede seguir desafiando su voluntad mientras el hombre a quien sí quiere no dé un paso adelante y la reclame.

-O sea, tú.

-Eso.

-Y por eso te has levantado tan temprano.

No era una pregunta.

De hecho, Roran estaba tan preocupado que no había podido dormir. Se había pasado toda la noche pensando en Katrina, tratando de encontrar una solución a su dilema.

-No soportaría perderla. Pero no creo que Sloan nos dé su bendición, teniendo en cuenta la situación en que me encuentro.

-No, creo que no te la dará -concedió Baldor. Miró a Roran con el rabillo del ojo-. De todos modos, ¿qué consejo querías pedirme?

A Roran se le escapó un resoplido de risa. -¿Cómo puedo convencer a Sloan de lo contrario? ¿Cómo puedo resolver este dilema sin provocar un duelo de sangre? -Alzó las manos-. ¿Qué debo hacer? -¿Tienes alguna idea?

-Sí, pero ninguna me complace. Se me ocurrió que Katrina y yo podíamos limitarnos a anunciar que estamos comprometidos, aunque aún no lo estamos, y afrontar las consecuencias. Eso obligaría a Sloan a aceptar nuestro compromiso.

Baldor frunció la frente. Luego dijo con cuidado:

-Tal vez, pero eso también provocaría un montón de sentimientos negativos en todo Carvahall. Pocos aprobarían vuestra acción. Y tampoco sería muy sabio de tu parte obligar a Katrina a escoger entre tú y su familia; te lo podría echar en cara con el paso de los años.

-Ya lo sé, pero ¿qué alternativa tengo?

-Antes de dar un paso tan drástico, te recomiendo que intentes ganarte a Sloan como aliado. Al fin y al cabo, tienes algunas opciones de triunfar si él entiende que nadie más va a querer casarse con Katrina si ella se enfada. Sobre todo si tú estás disponible para ponerle los cuernos al marido. -Roran hizo una mueca y mantuvo la mirada fija en el suelo. Baldor se rióSi fracasas… Bueno, entonces puedes proceder con confianza, sabiendo que has hecho todo lo que estaba en tus manos. Y será menos probable que la gente te escupa por romper la tradición. Al contrario, considerarán que Sloan se lo habrá ganado por tozudo.

-Ninguno de los dos caminos es fácil.

-Eso ya lo sabías antes de empezar. -Baldor volvió a adoptar una expresión sombría-. Sin duda, habrá algo más que palabras si retas a Sloan, pero al final la cosa se calmará. Tal vez no llegue a ser grato, pero sí soportable. Aparte de Sloan, sólo ofenderás a mojigatos como Quimby, aunque para mí es un misterio que Quimby sea capaz de destilar una bebida tan fuerte y al mismo tiempo ser tan estirado y tan amargo.

Roran asintió, comprensivo. En Carvahall, las rencillas podían hervir a fuego lento durante muchos años.

-Me alegro de que hayamos hablado. Ha sido…

Titubeó, pensando en las conversaciones que solía tener con Eragon. Le había resultado reconfortante saber que existía alguien dispuesto a escucharlo, en cualquier momento y circunstancia. Y saber que esa persona lo ayudaría siempre, costara lo que costase.

La falta de esa clase de vínculos hacía que se sintiera vacío.

Baldor no lo presionó para que terminara la frase y se detuvo a beber de la bota de agua.

Roran continuó unos metros más y se paró al notar un aroma que se colaba entre sus pensamientos.

Era un olor espeso de carne abrasada y ramas de pino chamuscadas. «¿Quién puede haber aquí, además de nosotros?» Respiró hondo y se dio la vuelta en redondo para determinar de dónde venía el fuego. Una leve ráfaga le llegó del otro lado del camino, cargada de humo caliente. El olor de comida era tan intenso que se le hizo la boca agua.

Llamó con un gesto a Baldor, que se apresuró a llegar a su lado. -¿Hueles eso?

Baldor asintió. Regresaron juntos al camino y lo siguieron hacia el sur. Unas decenas de metros más allá, el sendero trazaba una curva en torno a un bosquecillo de álamos y desaparecía de la vista. Al acercarse a la curva, les llegaron unas voces oscilantes, acalladas por la espesa capa de bruma matinal que cubría el valle.

Al llegar al borde del bosquecillo, Roran se detuvo. Sorprender a un grupo que también podía haber salido de caza era una estupidez. Aun así, algo le preocupaba. Tal vez fuera el número de voces; el grupo parecía más numeroso que cualquier familia del valle. Sin pensar, se salió del camino y se metió entre la maleza que bordeaba el bosquecillo. -¿Qué haces? -preguntó Baldor.

Roran se llevó un dedo a los labios y luego avanzó a rastras, en paralelo al camino, procurando que sus pies hicieran el menor ruido posible. Al doblar la curva, se quedó paralizado.

En la hierba, junto al camino, había un campamento de soldados. Treinta yelmos brillaban bajo un rayo de luz matinal mientras sus dueños devoraban alguna ave y un guiso que se cocinaba en más de un fuego. Aunque los hombres iban salpicados de barro y manchados por el viaje, el signo de Galbatorix permanecía visible en sus túnicas rojas.

Llevaban bandoleras de piel -cargadas de pedazos de hierro ribeteados-, mallas y armillas.

Casi todos los soldados llevaban sable, aunque había media docena de arqueros y otros tantos acarreaban alabardas de aspecto siniestro.

Acuclillados entre ellos se encontraban dos cuerpos negros retorcidos que Roran reconoció por las numerosas descripciones que le habían dado los aldeanos al volver de Thetinsford: los extraños que habían destruido su granja. Se le heló la sangre. «¡Son siervos del Imperio!» Empezó a caminar, y ya sus dedos alcanzaban el arco cuando Baldor le agarró el jubón y lo tiró al suelo.

-No lo hagas. Harás que nos maten a los dos.

Roran lo fulminó con la mirada y luego soltó un gruñido:

-Son… Son esos cabrones. -Se calló al darse cuenta de que le temblaban las manos-. ¡Han vuelto!

-Roran -murmuró Baldor atentamente-, no puedes hacer nada. Mira, trabajan para el rey.

Incluso si consiguieras escapar, te convertirías en un fugitivo dondequiera que fueras, y provocarías un desastre en Carvahall. -¿Qué quieren? ¿Qué pueden querer?

«El rey. ¿Por qué permitió Galbatorix que torturasen a mi padre?»

-Si no obtuvieron lo que querían de Garrow y Eragon se escapó con Brom, entonces puede que te busquen a ti. -Baldor guardó silencio para permitir que sus palabras surtieran efecto-. Tenemos que volver y avisar a todo el mundo. Y luego te has de esconder. Sólo esos seres extraños tienen caballos. Si echamos a correr, podemos llegar antes que ellos.

Roran miró a través de la maleza, en dirección a los soldados, ajenos a su presencia. El corazón le latía con una fuerza salvaje en busca de venganza, le urgía a atacar y luchar, quería ver a aquellos dos causantes de su desgracia atravesados por las flechas y sometidos a sus propias leyes. No importaba que él muriese, a cambio de lavar su dolor y su pena en un momento. Sólo tenía que abandonar su guarida. Lo demás caería por su propio peso.

Sólo un pequeño paso.

Contuvo un sollozo, apretó el puño y bajó la mirada. «No puedo abandonar a Katrina.»

Permaneció rígido, apretó los párpados con fuerza y luego, con una lentitud agónica, empezó a arrastrarse hacia atrás.

-Entonces, vayámonos a casa.

Sin esperar a que Baldor reaccionara, tras salir al camino abierto, Roran aminoró el paso y mantuvo un cómodo trote hasta que su amigo estuvo a su lado. Luego dijo:

-No corras la voz. Hablaré con Horst.

Baldor asintió, y echaron a correr.

Al cabo de tres kilómetros, se detuvieron a beber y descansar un poco. Tras recobrar el aliento, siguieron por las colinas bajas que llevaban a Carvahall. Pese a que la tierra arada frenaba considerablemente su avance, pronto tuvieron el pueblo a la vista.

Roran se dirigió de inmediato a la fragua y dejó que Baldor fuera al centro del pueblo.

Mientras corría entre las casas, Roran pensaba alocados planes para huir de los extraños o para matarlos sin provocar la ira del Imperio.

Entró de golpe en la fragua y sorprendió a Horst clavando una puntilla en el lateral del carro de Quimby y cantando: ¡… Oh, oh!

Con un tin y con un tan, cómo resuena el viejo metal.

Con un golpe y un latido en los huesos de la tierra, ¡he doblegado al viejo metal!

Horst detuvo el martillo a medio recorrido al ver a Roran. -¿Qué pasa, muchacho? ¿Está herido Baldor?

Roran negó con la cabeza y se inclinó hacia delante, boqueando para recuperar el aliento.

Casi a golpes, logró explicar lo que había visto y sus posibles implicaciones, sobre todo que ahora quedaba claro que los extraños eran agentes del Imperio.

Horst se manoseó la barba.

-Tienes que irte de Carvahall. Coge algo de comida en casa y luego te llevas mi yegua. La ha cogido Ivor para arrancar tocones. Vete a las estribaciones. Cuando sepamos qué quieren los soldados, te enviaré a Albriech o Baldor de mensajero. -¿Qué dirás si te preguntan por mí?

-Que has salido a cazar y no sabemos cuándo volverás. No deja de ser cierto, y dudo que se arriesguen a meterse en el bosque por miedo a perderte. Eso, suponiendo que te busquen a ti.

Roran asintió, se dio la vuelta y fue corriendo a casa de Horst. Una vez dentro, cogió los aperos y las alforjas de la yegua, hizo a toda prisa un hato con nabos, remolachas, un poco de cecina y una barra de pan que anudó en una manta, cogió un pote de hojalata y salió volando. Apenas se detuvo más que para contarle la situación a Elain.

Mientras corría hacia el este, desde Carvahall hacia la granja de Ivor, sentía los víveres como un extraño bulto entre sus brazos. Ivor estaba detrás de la granja y atizaba a la yegua con una vara de sauce mientras el animal se esforzaba por arrancar las peludas raíces de un olmo. -¡Venga! -gritaba el granjero-. ¡Empuja con el lomo!

La yegua temblaba por el esfuerzo y echaba espuma por la boca. Al fin, con un último tirón tumbó de lado el tocón y las raíces quedaron boca arriba, como dedos de una mano retorcida. Ivor dio un tirón a las riendas para que parase y le palmeó el lomo con buen humor.

-Muy bien… Ya está.

Roran lo saludó desde lejos y, cuando llegó a su lado, señaló a la yegua.

-Me la tengo que llevar.

Explicó sus razones. Ivor maldijo y se puso a soltar a la yegua, entre gruñidos.

-Siempre llegan las interrupciones cuando empiezo a trabajar. Nunca antes.

Se cruzó de brazos y frunció el ceño mientras Roran, concentrado en su trabajo, ceñía la silla. Cuando estuvo listo, montó de un salto, con el arco en la mano.

-Lamento las molestias, pero no se puede evitar.

-Bueno, no te preocupes. Asegúrate de que no te pillen.

-Eso haré.

Mientras clavaba los talones en los costados de la yegua, Roran oyó que Ivor gritaba: -¡Y no te escondas en mi arroyo!

Sonrió, meneó la cabeza y se inclinó hacia el cuello de la montura. Pronto alcanzó las estribaciones de las Vertebradas y se abrió paso hacia las montañas que formaban el límite norte del valle de Palancar. Una vez allí, escaló hasta un punto de la ladera desde donde podía observar Carvahall sin ser visto. Luego ató el corcel y se acomodó para esperar.

Roran se estremecía mientras miraba hacia los oscuros pinares. No le gustaba estar tan cerca de las Vertebradas. Casi nadie de Carvahall se atrevía a pisar la cadena montañosa, y era común que quienes sí lo hacían no lograran regresar.

No pasó mucho tiempo antes de que Roran viera a los soldados marchar por el camino en fila doble, con las dos figuras de mal augurio a la cabeza. Al llegar al límite de Carvahall, los detuvo un andrajoso grupo de hombres, algunos armados con picas. Ambos grupos hablaron y luego quedaron frente a frente, como perros rugientes que sólo esperaran saber cuál atacaría antes. Al cabo de un largo rato, los hombres de Carvahall se echaron a un lado y dejaron pasar a los intrusos.

«¿Y ahora qué?», se preguntó Roran, balanceándose en cuclillas.

Al atardecer, los soldados instalaron su campamento en un terreno junto al pueblo. Sus tiendas formaban un bloque bajo y gris que emitía extrañas sombras temblorosas mientras los centinelas patrullaban alrededor. En el centro del bloque, una gran fogata enviaba volutas de humo hacia el cielo.

Roran también había acampado y ahora se limitó a contemplar y a pensar. Siempre había dado por hecho que, tras destruir su casa, los extraños habían encontrado lo que buscaban; o sea, la piedra que Eragon había traído de las Vertebradas. «Será que no la encontraron decidió-. A lo mejor Eragon consiguió huir con la piedra… A lo mejor pensó que debía irse para protegerla.» Frunció el ceño. Con eso empezaba a explicarse la huida de Eragon, pero a Roran seguía pareciéndole muy aventurado. «Sea por lo que fuere, la piedra ha de ser un magnífico tesoro para que el rey envíe tantos hombres a buscarla. No entiendo por qué es tan valiosa. Tal vez sea mágica.»

Respiró hondo aquel aire frío y prestó atención al ulular de un buho. Percibió un movimiento. Miró montaña abajo y vio que un hombre se acercaba por el bosque. Roran se escondió detrás de una roca, con el arco listo. Esperó hasta estar seguro de que se trataba de Albriech y luego silbó suavemente.

Albriech llegó enseguida a la roca. Llevaba a la espalda un fardo sobrecargado y, al dejarlo en el suelo, soltó un gruñido.

-Pensaba que ya no te encontraría.

-Me sorprende que lo hayas hecho.

-No puedo decir que haya disfrutado del paseo por el bosque después de la puesta de sol.

En todo momento temía encontrarme con un oso, o con algo peor. Las Vertebradas no son un buen lugar para un hombre, ésa es mi opinión.

Roran volvió a mirar hacia Carvahall.

-Bueno, ¿a qué han venido?

-A tomarte bajo su custodia. Están dispuestos a esperar tanto como haga falta hasta que vuelvas de «cazar».

Roran se sentó de golpe y sintió en las tripas el apretujón de la anticipación. -¿Han dado alguna razón? ¿Han mencionado la piedra?

Albriech negó con la cabeza.

-Lo único que han dicho es que es un asunto del rey. Se han pasado todo el día haciendo preguntas acerca de Eragon y de ti; no les interesa nada más. -Dudó un momento-. Me quedaría contigo, pero si mañana notan que no estoy, se darán cuenta. Te he traído mucha comida y mantas, aparte de algunos bálsamos de Gertrude por si te hicieras una herida. Aquí no estarás mal.

Roran invocó sus energías para sonreír.

-Gracias por la ayuda.

-Cualquiera lo hubiera hecho -contestó Albriech con un avergonzado encogimiento de hombros. Ya empezaba a irse cuando, volviendo la cara por encima del hombro, añadió-: Por cierto, esos dos extraños… Los llaman ra'zac.