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La Laguna, sábado. 10:45 horas.
Las campanas repicaban gozosas ante el inminente acontecimiento. Después de más de una década, la iglesia Catedral de La Laguna sería reinaugurada con toda solemnidad. El sol brillaba en lo alto sin competencia, proporcionando un cielo azul limpio e intenso, en el que se recortaban las torres del templo escoltadas por unas gigantescas palmeras tropicales que las sobrepasaban en altura.
El alcalde Perdomo estaba de buen humor. Había dormido como nunca. Salió de un sueño profundo a la tercera repetición de la alarma de su despertador. Desayunó un café con leche con un par de quesadillas que su cuñado le había traído de la isla de El Hierro, y que le supieron mejor que otras veces. Se había afeitado, duchado y vestido para la ocasión, todo ello sin encender la radio ni la televisión. Hoy no tocaba escuchar las malas noticias que se repetían a diario en los medios de comunicación.
Por una vez, él no era el principal protagonista de los actos. Ese honor correspondía al obispo y sus invitados del clero. Sólo intervendría con unas palabras, tanto en la Catedral como en la exposición, y luego a celebrarlo. Los curas sabían hacer bien las cosas y habían contratado a uno de los mejores chefs de la isla para la comida institucional, y ese detalle era un gran incentivo para acudir a la cita, aunque tuviera que pasar por los actos y celebraciones religiosas.
Perdomo salió a la calle. ¡Qué raro que no me hayan llamado todavía! Pensó. Miró el móvil y descubrió que estaba apagado. Lo encendió y un aluvión de pitidos de aviso siguió a su conexión. Demasiados mensajes, no tenía tiempo para leerlos. Los dejaría para más tarde.
Aquella mañana no había solicitado los servicios del chófer oficial. Iría caminando, disfrutando del buen tiempo. En dos pasos se puso en La Concepción y enfiló por la calle de La Carrera, bastante concurrida de gente a aquella hora. Su recorrido fue de lo más normal. Dieciocho saludos con la cabeza, siete apretones de mano, y un guiño a una señora bien que no convenía nombrar.
Cuando llegó a la plaza de la Catedral, delante de la puerta, ya sin las molestas vallas que la ocultaron tantos años, estaba lo más selecto de la curia diocesana. Del obispo para abajo, todos. Le acompañaba en lugar preferente el nuncio, aquel alemán de buenas maneras. Y también el comisario de la exposición, el tal Ariosto, que no se perdía una. Charlaban entre sí de forma grave, con gesto de circunspección. Lógico, pensó, se tomaban todo aquel ceremonial con mucha seriedad. Se acercó al grupo y dudó acerca del protocolo. ¿A quién tenía que saludar primero, al obispo o al nuncio? Se decidió por el nuncio, en cualquier caso era un invitado de alto copete.
—Buenos días, eminencia —dijo, besando el anillo con la mejor de sus sonrisas, que cambió inmediatamente por un gesto leve de preocupación cuando le miró a la cara—. Le veo un poco demacrado. ¿Ha pasado mala noche?