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Washington D.C., viernes. 20:40 horas

Sábado. 03:40 hora canaria

El Presidente de los Estados Unidos ejercía de padrazo, revisando los ejercicios de matemáticas de su hijo pequeño en la mesa del comedor de la zona privada de la Casa Blanca, cuando oyó el zumbido de su móvil. No era un teléfono móvil normal, era el móvil, que sólo se usaba en casos de máxima importancia —importancia extrema, como gustaban denominar los histéricos del servicio de seguridad—. Había que atenderlo. Por lo menos estaba terminando con el pequeño Sammy, a quien se atragantaban las divisiones de dos cifras. Recordaba que a él también se le habían resistido, incluso a una edad superior a la de su hijo. Pero esa era una historia que nunca aparecería en su historial.

—El Presidente al habla —todavía no se había acostumbrado a esa formal tan antinatural de responder al teléfono, hubiera preferido decir espero que sea algo importante, frase que su asesor de imagen le había prohibido.

—Jack Coltrane, buenas noches, señor Presidente —la voz de bajo profundo del director de la CIA era inconfundible. El presidente estaba seguro de que esa voz tenía que haber influido en su elección. El que no la conociera quedaba inmediatamente amedrentado. Prefería no pensar en cómo respondería si esa voz le daba una orden terminante—. Hay un detalle que debemos consultarle antes de irnos a dormir.

—De acuerdo, Jack —el Presidente trató de disimular la contrariedad que este tipo de llamadas le producían cuando estaba «en casa», después de una larga jornada de trabajo—, ¿de qué se trata?

—Un grupo terrorista ha secuestrado al embajador del Vaticano en España. —Coltrane dejó pasar unos segundos teatrales antes de seguir—. Piden el pago de un rescate en cuatro horas, si no, adiós embajador. Todo indica que son los mismos del asunto del obispo de Florencia, pero en este caso la cosa no pinta bien.

—Cualquier secuestro no pinta bien —respondió el Presidente—, ¿qué tiene éste de especial?

—Pues que el papa ha decidido que no va a pagar el rescate.

El presidente asimiló la noticia. Aquello era nuevo. De todos era sabido que los norteamericanos no pagaban rescates, preferían invertir su costo en fuerzas especiales para rescatar a los rehenes, pero los países europeos eran otra cosa. Hasta que no fueran fuertes en estos asuntos no serían nunca rival para los Estados Unidos. Una pandilla de debiluchos, en otras palabras. El papa le estaba poniendo agallas al asunto.

—¿Dónde han secuestrado al embajador?

—En la isla española de Tenerife, en las Canarias, ya sabe, enfrente de Marruecos, en el África occidental.

—Sí, sí, por supuesto. —Al contrario que sus predecesores, el presidente sí sabía dónde estaban las Islas Canarias—. ¿Y qué diablos hacía el embajador allí? ¿Tomar el sol?

—Iba a inaugurar una iglesia que cada cien años se cae, o por lo menos es lo que me han dicho.

El presidente atribuyó esa declaración a los extraños rituales católicos. ¿Hacen iglesias con fecha de caducidad? Olvidó la idea de inmediato.

—¿Qué dice el Gobierno español?

—Señor presidente —contestó el director de la agencia—, la negativa a pagar no ha transcendido del perímetro del Vaticano.

—¿No lo sabe el presidente del Gobierno español?

—No, señor. De momento, las autoridades vaticanas han decidido no hacer pública su decisión.

—¡Ah!, comprendo —respondió el presidente—. Lo sabemos por nuestro hombre en Roma. ¿No es cierto?

—Oficialmente no tenemos a ningún hombre en Roma, señor —Coltrane era excesivamente cauteloso, incluso cuando usaba una línea segura como aquélla—. Nos ha llegado el rumor, tan sólo. Usted sabe.

—Sí, sí, de acuerdo. —El presidente calculaba en qué medida la noticia podría afectar a su país. Se puso en el lugar del presidente español. Seguro que no le gustaría nada que asesinaran a un embajador extranjero en su territorio y que él no hubiera hecho lo posible para impedirlo—. Jack, sabes que no me gusta inmiscuirme en los asuntos que no afectan a la seguridad nacional, pero creo que los españoles merecen saber lo que piensa hacer el papa.

—Sí, señor. Yo opino lo mismo, señor.

—Pues es el momento de filtrar la noticia. Pero a través de otra embajada europea. Busca una de las más chismosas, no sé, la de Italia, Francia o Portugal, elige tú. Que lo sepan, pero que no puedan averiguar de dónde llega el soplo. ¿Qué te parece?

—Me parece genial, señor, me pongo a trabajar en ello.

—¿Algo más, Jack? —era una pregunta taquigráfica cuya traducción se desarrollaba en un ¿verdad que no me vas a volver a molestar esta noche, Jack?.

—Nada más, señor.

—Pues muchas gracias. Oye Jack, ya que estamos, procura que esta noche se triplique la vigilancia en torno al embajador del Vaticano en Washington. No, mejor que se cuadriplique, no vaya a ser algo organizado en varios países a la vez. Buenas noches

—Muy bien, señor, buenas noches —Coltrane colgó el teléfono.

El presidente volvió al comedor. Su hijo había desaparecido, como era normal en cuanto se daba la vuelta. Por un momento, pensó en la suerte que tenía que no le hubiera tocado aquella crisis. No envidiaba para nada las horas que tendría que afrontar esa noche el presidente del Gobierno español.

Para nada.