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La Laguna, sábado. 06:05 horas.

Ariosto y Pedro caminaban a un trote similar al de marcha atlética por la calle Viana, con la intención de girar en Deán Palahí. Miraban de vez en cuando el dibujo del plano.

—Sigamos la línea que une los excéntricos —apuntó el primero.

Llegaron a la esquina en cuestión. A su izquierda se abría el profundo callejón adoquinado con sabor a siglos pretéritos cuyo lado derecho estaba ocupado por el muro del gigantesco convento de las monjas Catalinas, las rivales de las Claras. A su derecha, una serie alternante de edificios viejos y nuevos rivalizaban entre sí con distintos colores y volumetría hasta llegar a la siguiente esquina, en la calle Tabares de Cala, justo enfrente de donde estuvo la conocida librería Al-Faro. Pedro orientó el plano conforme a su situación en la calle.

—La línea que une las iglesias excéntricas pasa justo por ahí —dijo, señalando con el dedo.

Si era una casualidad, Ariosto no quiso creer en ella. En el lugar indicado por el archivero se alzaba una ancha puerta de garaje, La única en toda la calle. La línea señalaba el garaje, no cabía duda.

—Es digna de alabanza la exactitud de la descripción del enigma —comentó Ariosto—. El nuncio debe estar en este garaje.

Se acercaron a la puerta y escucharon. Unas voces apagadas surgieron de la rendija inferior.

—Es la policía —dijo Ariosto—, he reconocido el vozarrón del subinspector Morales.

—El edificio tiene su portal por la otra calle, la de La Carrera —añadió Pedro.

—Demos la vuelta. No creo que nadie nos abra por aquí.

Mientras rodeaban la manzana, Ariosto seguía dando vueltas a la advertencia de Enriqueta. Faltaba por desentrañar el contenido de la última frase del enigma: «Y al final, el vencedor portará la joya de la reina». ¿A qué joya se refería? ¿De qué reina? ¿De qué vencedor se trataba?

A llegar a la calle de La Carrera, se encontraron aquel tramo tomado por coches policiales. Las luces giraban sobre sus techos, aunque, por fortuna, ninguna sirena rompía la tranquilidad acústica de la noche. Tan solo se escuchaba el rumor de algunos agentes, apostados en la puerta del edificio amarillo, hablando entre sí. Junto a ellos se encontraba Sandra, que acababa de llegar.

—¡Luis! —exclamó al ver a Ariosto—. Estos policías no me dejan pasar. Me han comentado que Galán está dentro. ¿Sabes que el secuestrador envió un último mensaje?

Ariosto examinó el móvil negro y ancho de la periodista. Por una vez, la tenue luz de las farolas jugó en su favor y pudo ver bien la pantalla. Sandra fue informada a su vez del resultado de las averiguaciones de los dos hombres desde que se separaron.

—Te felicito, Luis, y a ti también, Pedro —dijo la chica—. Espero que Antonio encuentre al nuncio. Todo este trabajo tiene que servir para algo.

—Yo también lo espero —respondió Ariosto. Era más un ruego que un deseo.

—¿Y dónde está Marta? ¿Se quedó con doña Enriqueta?

—No, querida. Desgraciadamente, no sabemos dónde está.

Ariosto había estado tan concentrado en la resolución del enigma, que no se había preocupado excesivamente cuando Olegario llegó a casa de Enriqueta y no encontró a Marta allí. Algo la habría retrasado, pensó en un primer momento. Pero, conociéndola, lo realmente extraño es que no estuviera allí, con ellos. De cualquier manera, hasta que no tuviera alguna razón de peso para inquietarse, dejaría el asunto aparcado provisionalmente en el salón mental de los recuerdos prescindibles.

—Nos hemos pasado la noche de aquí para allá —Sandra continuaba hablando, más bien para sí que para los demás—, dirigidos por una mano invisible que esperaba que hiciéramos lo que hemos hecho. Al final, al recibir el último mensaje del secuestrador, veo que ha valido la pena el esfuerzo.

—Eso no lo sabemos todavía —indicó Ariosto—, no hasta que encontremos al nuncio.

—Tengo la sensación de haber sido un peón en una maldita partida de ajedrez, en la que te mueven de casilla sin preguntar si te apetece hacerlo. La de haber sido un corredor en una carrera de fondo en la que el entrenador te da instrucciones que debes seguir al pie de la letra sin conocer la estrategia que está detrás de las órdenes. Si te digo la verdad, no logro entender toda esta historia del enigma si no es por alguna razón oculta que está detrás de todo el asunto.

—¿Por qué dices eso, Sandra? —preguntó Ariosto.

—Porque al secuestrador le bastaba con esperar a que se hiciera el ingreso para indicar dónde estaba el nuncio. Así lo hizo en el caso del obispo florentino —Sandra se detuvo un instante—. No te lo tomes a mal, pero no me trago ese cuento del desafío intelectual. Aquí debe haber algo más, que se me escapa.

Ariosto miraba a su amiga y sus palabras hicieron que, por un momento, dejara de escucharla. En cierto modo, tenía razón. El planteamiento de un acertijo de las características del que habían resuelto no tenía por qué formar parte de la coreografía de un secuestro. ¿Una excentricidad del secuestrador? Tal vez, pero incluso en ese detalle había que buscar más allá de lo que aparecía a simple vista.

¿Por qué un enigma? ¿Para burlarse de Ariosto? No, porque había encontrado la solución. ¿Para hacer alarde de sus conocimientos? Eso no debía ser importante para Maroni. ¿Para hacerlo correr de un lado a otro? No le veía finalidad concreta. ¿Para mantenerlo ocupado, distraído? Si era eso, lo había conseguido por completo. Pero había involucrado también a Sandra, lo que parecía innecesario. Eso significaba que quería tenerlos descifrando el acertijo a los dos… ¿o a más gente aún?

Ariosto se concentró en la idea. ¿A quién convenía distraer? No a él o a sus amigos, sino a otro miembro del grupo.

A Galán, evidentemente. Y con él, a la policía.

Todo aquello era un subterfugio que buscaba distraer a la policía. Pero ¿por qué?

Tal vez la pregunta debía formularse de otra manera. ¿Para qué buscaba el secuestrador tener a la policía ocupada en el enigma? La respuesta le llegó de inmediato. Para que sus agentes no pensaran en otra cosa. Era una táctica de distracción. Pero ¿qué otra intencionalidad ocultaba el secuestrador? ¿En qué habría pensado Maroni? Intentó recordar los acertijos del italiano.

Desde lo más profundo de sus recuerdos, una frase afloró a la superficie. Unas palabras muy lejanas: ¿Qué mejor trofeo que robar la más preciada joya de un rey?

Se concentró en sus pensamientos y la equivalencia entre joya y trofeo hizo su aparición. El trofeo oculto del plan de Maroni era la joya. La joya de la reina. ¿Qué reina? Últimamente había leído bastante sobre una reina, en relación con la exposición.

Un escalofrío recorrió su espalda al recordar una inscripción que hablaba no de una reina, sino de una emperatriz. DAT ROMAE JUSTINUS OPEM ET SOCIA DECOREM. Justino da a Roma su ayuda y su compañera el ornato. La socia, la compañera, era la emperatriz bizantina Sofía. Y la joya, el trofeo final, era… su ofrenda, la Cruz Vaticana.

En Maroni todas las palabras de los textos tenían su influencia en los acertijos.

«Y al final, el vencedor portará la joya de la reina».

No podía ser.

Si la admisión del secuestrador de que Ariosto había cerrado el círculo equivalía al descubrimiento del nuncio, eso sólo podía significar que Maroni, el vencedor… estaba en ese momento ocupado tomando su trofeo. La policía estaba donde él quería que estuviese, en torno al eclesiástico secuestrado, lejos de la sede de la exposición.

—Tengo que comprobar algo urgentemente —Ariosto interrumpió la perorata de Sandra—. Volveré enseguida.

Ante el asombro de sus compañeros, comenzó a caminar rápidamente por la calle de La Carrera en dirección al convento de Santo Domingo. A los cien metros no pudo contenerse y cambió el paso ligero por una carrera continua, cada vez más inquieto. Llegó a la plaza del Adelantado y continuó por la calle que bajaba hacia el convento.

Al llegar a la plazoleta de la iglesia de Santo Domingo detuvo su carrera. Aquello no pintaba bien. La puerta de entrada al convento se encontraba entornada y no había rastro de los policías que la custodiaban. Una sirena estridente se escuchaba en su interior.

Cauteloso, se asomó a la entrada. El sonido era más insoportable allí dentro. No había nadie a la vista. Sin pensar en lo que pudiera encontrarse, subió rápidamente la escalera de piedra que llevaba a la sala de exposición. Entró en la amplia estancia, también desierta. Un inmenso alivio se apoderó de él, cuando comprobó que las cruces estaban en sus urnas de seguridad. Caminó entre ellas, revisándolas todas una a una. El pasillo de pedestales terminó y se topó con su peor pesadilla.

Faltaba la última, la Cruz Vaticana, la joya de la reina.