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Bolonia, Italia, hace veintisiete años.

Los cuatro compañeros entraron en el Grassilli, uno de los restaurantes de precio medio más afamados de Bolonia. Un golpe de mil olores cálidos y aromáticos les recibió al traspasar el umbral de la entrada. Habían reservado mesa por teléfono, por supuesto. Si no fuera así, ni se les hubiera ocurrido acercarse a la Vía Luzzo, una estrecha y sombría callejuela sita en el corazón del casco viejo boloñés, cerca de las famosas torres inclinadas.

Como de costumbre, les colocaron, entrando a la derecha, en la mesa del fondo. El pequeño comedor —de seis mesas únicamente—, estaba semivacío por la temprana hora a la que habían acudido los universitarios, pero ninguno dudaba que en poco tiempo quedaría abarrotado. Hoffmann, el alemán, exigía siempre quedar a las siete y media, la hora en que la cocina se ponía en marcha, «para que el cocinero esté fresco», según decía. Sus acompañantes sabían que la verdadera razón era la meticulosidad en los horarios de comida que el teutón se imponía. Sólo Ariosto, el español, era el único que se quejaba de la cita para cenar cuando todavía la luz del sol dominaba los tejados de aquella antigua ciudad. Para él estas comidas eran meriendas, concepto que sus compañeros de mesa no terminaban de asimilar.

Maroni, el delgado y circunspecto italiano, se sentaba siempre de espaldas a la pared, «para sentir el aliento de Pavarotti en su nuca», como repetía. Y es que las paredes del pequeño restaurante estaban decoradas con cientos de fotografías dedicadas de las celebridades —sobre todo musicales— que lo habían visitado. Una del año 79 del tenor italiano colgaba detrás de la silla que prefería ocupar Maroni.

Duvalier, el francés, aceptaba sin remilgos la hora y el lugar, siempre que hubiera en la carta vino francés, desoyendo los consejos de la casa sobre distintas marcas vinateras italianas que figuraban escritas a mano en la pizarra, localizada a la derecha de la mesa que ocupaban. En eso el francés era inflexible, aunque a veces, por mor del chauvinismo, todos tuvieran que enfrentarse a facturas desorbitadas o a vinos completamente desconocidos que resultaban ser malísimos. Los demás se lo perdonaban porque era el que mejores chistes contaba. Y eso, a los veintipico, era importante.

El ambiente del local, «intimo e accogliente», se complementaba con las luces de unas coquetas lámparas en forma de cúpula, que invitaban a la conversación y a la sobremesa. Uno de los propietarios del restaurante, Francesco Grassilli —un hombre ya mayor—, se acercó a la mesa a tomar la comanda. Intercambió unas cuantas bromas con Maroni en un dialecto local que ninguno de los otros comensales pudo seguir, pero que causó extrema hilaridad entre ellos y miradas perplejas en los demás. Unos pidieron tagliatelle al ragú, y otros fusilli avellinesi con melanzane, mozzarella di bufala, salsa di pomodoro e capperi. De segundo, se decantaron por rognoncini y por filetti alla Rossini tirato al madera con una fettina di foie gras. El vino francés, traído expresamente para aquellos clientes por Raul Grassilli, el otro propietario, que era tan regular que ninguno se quedó con el nombre.

Antes de que llegara el postre y de que se acabara la segunda botella de vino —la juventud no hace ascos a nada—, Maroni propuso a sus amigos un brindis:

—Por nosotros —dijo el italiano—. Est ea iucundissima amicitia, quam similitudo morum coniugavit. Que viene a significar…

—La amistad más dulce es la que se basa en la comunidad de costumbres —corearon los demás antes de chocar las copas.

—No sé si la influencia del vino me provoca estas palabras —continuó el italiano—, pero en este fin de curso me siento feliz. Nuestros caminos se separarán a partir del próximo mes, y es difícil que volvamos a reunirnos. Por ello, os propongo un pacto de apoyo mutuo y vitalicio allá donde nos encontremos, en las condiciones que sean.

—¿A qué te refieres, colega? —preguntó el rubicundo Hoffmann. Ambos eran estudiantes de postdoctorado de física.

—A que sean cuales sean las circunstancias en que nos encontremos, nos ayudaremos en la medida de nuestras posibilidades y nunca nos haremos daño —respondió Maroni.

—¿Sean cuales sean?, te estás poniendo melodramático, Carlo —dijo el alemán—. Y un tanto misterioso. ¿No será otro de tus enigmas?

—Todo se sabrá, a su debido momento —contestó Maroni, sonriendo ligeramente.

—Me gusta —intervino Duvalier, el estirado francés—. Una especie de pacto entre caballeros.

—Mejor un pacto de sangre —añadió Ariosto, en tono grave—. Una hermandad inter pares, entre iguales. Si lo vamos a hacer, que sea en serio. Con todas las consecuencias.

—¿Un pacto de sangre? —gruñó Duvalier—, ¿no pretenderás que nos hagamos cortes en la mano o alguna estupidez semejante?

—No seas melindre —repuso Ariosto—. Este tipo de pactos deben regarse con sangre.

El español hizo un guiño a don Francesco Grassilli, que se mantenía con el oído atento cerca de la barra, y éste se puso en movimiento.

—Una buena elección, Sangre de Toro —dijo en voz alta, de forma que se le oyera—. Por fin salimos de los vinos franceses.