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La Laguna, sábado. 05:58 horas.

Una sonrisa hizo resplandecer el rostro del jefe de los secuestradores mientras observaba fijamente su Ipad de última generación. La transferencia había llegado a la cuenta de destino en Vanuatu. En unos minutos sería transferida a otra cuenta de otro paraíso fiscal situado en las antípodas, concretamente en Nauru, y de allí a una tercera, en las islas Marshall. Iba a ser difícil seguirle la pista. Envió el último e-mail que tenía preparado para la periodista y apagó el minúsculo ordenador. Después, con el móvil, envió otro mensaje preescrito conservado en la carpeta de borradores. Salió del portal donde se había refugiado del frío y, sin más dilación, se dirigió al punto de encuentro acordado. Sentía la adrenalina correr por sus venas. Había llegado el momento.

***

El móvil de Vujadin avisó de la recepción del mensaje. Lo abrió y comprobó que contenía la palabra clave que daba comienzo a la última fase de la operación. Se giró a la derecha y encaró el rostro pétreo de su compatriota. No hizo falta decirle nada. Ambos esperaban dentro del automóvil decorado con las pegatinas de Protección Civil, en la oscuridad del garaje. El serbio devolvió otro mensaje de confirmación y arrancó el coche, dio marcha atrás y se dirigió por la zona de rodadura hacia la salida. Se detuvo ante la pesada puerta y el conductor escuchó unos segundos, por si notaba algún ruido en el maletero del coche. La inquilina permaneció inerte, como se esperaba. El mando a distancia activó el motor de la puerta y ésta comenzó a elevarse. El vehículo salió al exterior. La calle seguía tranquila, al igual que cuando entró, unos minutos antes. El coche tuneado de naranja había estado oculto hasta ese momento en otro garaje a las afueras de la ciudad, en la casa donde se había hospedado por separado el siciliano.

Al pasar por Tabares de Cala esquina a La Carrera, Vujadin observó a su izquierda un coche detenido en la puerta del edificio amarillo. La descuidada forma en que el automóvil descansaba en medio de la calle peatonal le indicó que era de la Policía, aunque no llevara distintivos. La experiencia era un grado. Sin embargo, una oleada de aprensión recorrió su cuerpo.

Estaban cerca.

Pero no lo suficiente. Aceleró y giró en la siguiente esquina a la izquierda, por el tramo final de Herradores. Al fondo de la avenida, varios coches patrulla se dirigían rápidamente hacia allí con las luces giratorias destellando.

***

Ariosto respondió a la llamada rápidamente. Era Galán.

—Luis —dijo el policía, hablando a toda velocidad—. Tenía razón, los secuestradores alquilaron una vivienda en este edificio, pero la hemos encontrado vacía. ¿Tiene alguna idea que nos pueda ayudar?

Ariosto transmitió la información a Pedro Hernández, que se mantenía a su lado. Pedro echó un nuevo vistazo al enigma.

«Profundiza en el interior y hallarás la verdad», dice el texto —leyó Hernández.

—Profundiza… —repitió Ariosto, mientras pensaba—. Profundiza en el interior…

—¿Qué habla de profundizar, Luis? —preguntó el policía al teléfono.

—Profundo… ¡Eso es! —el tono de Ariosto se volvió apremiante—. Antonio, hay que buscar en lo profundo. ¿El edificio tiene garaje?

—¡Maldita sea! —respondió el policía—, no lo sé. Acabamos de llegar. ¡Morales, Ramos, averigüemos si hay garaje en el subsuelo!

Los tres policías salieron corriendo de la vivienda y bajaron el tramo de la escalera que les llevó a la planta baja. Los escalones finalizaban allí. Miraron en derredor.

—¡Allí! —exclamó Ramos, señalando a la parte trasera del patio. La clásica puerta gris contra incendios de zona común permanecía discreta en una pared oscura, tras unos macetones. El policía se acercó y giró el picaporte. Estaba abierta.

—Bajemos —dijo Galán, quitando de nuevo el seguro a su pistola—. Estemos atentos.

Los otros policías asintieron y los tres hombres comenzaron a bajar los escalones en la oscuridad.

***

Matteo intentaba pasar desapercibido como si fuera el primer guardacoches en llegar al aparcamiento anexo a la plaza del Adelantado. No le costaba mucho, de niño lo había sido por obligación. Era su aportación para devolver el dinero prestado que su padre había recibido de la Mafia, más los intereses. Al cabo de los meses, descubrió que era más lucrativo vender los coches que supuestamente vigilaba que perder las horas de pie bajo el sol siciliano.

El italiano recibió el mensaje en su móvil. Tomó una bolsa de deporte que tenía a sus pies y se dirigió a la parte trasera del edificio de Correos. Era la hora en la que debía cambiarse de ropa y adoptar su nueva personalidad. Tenía tres minutos.

***

Sandra se encontraba en la calle del Agua, a la altura de la Plaza del Adelantado, cuando su BlackBerry soltó un pitido de aviso. El anuncio de la llegada de un mensaje electrónico parpadeaba en la pantalla. Era del secuestrador. La periodista pulsó rápidamente la tecla correspondiente y el texto se hizo visible:

Ariosto cierra el círculo.

Sandra tecleó el número de Ariosto. Comunicando. Llamó a Galán. Comunicando también. Se decidió por Marta. Apagado o fuera de cobertura. Maldecía su suerte cuando divisó luces giratorias a mitad de la calle de La Carrera en cuanto llegó a la esquina. Al sobrepasar el quiebro que hacía la calle a la altura del Ayuntamiento vio a lo lejos llegar varios coches patrulla y descender de ellos a una decena de agentes. Allí está la noticia, pensó, mientras comenzaba a correr en aquella dirección.