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Bolonia, Italia, hace veintisiete años.

Entrar en la sala del Stabot Mater era retroceder quinientos años en el tiempo. Llamada así por haberse representado allí por primera vez en marzo de 1842 dicha composición musical de Rossini —en la que actuó como director nada menos que Donizetti—, era en realidad el aula magna de la facultad antigua de Derecho —la antica Università dei Legisti—. La sala era espaciosa, aunque la recargada decoración de las paredes —llenas por completo de composiciones gratulatorias con toda clase de escudos, enseñas y emblemas desde el techo hasta los anaqueles repletos de libros que descansaban en la parte baja de los muros— la hacían parecer más pequeña de lo que era. Las luces del techo proporcionaban además una aureola dorada a todo el conjunto, que sorprendía siempre al visitante la primera vez que ponía el pie en ella.

Aquel aula con tanto sabor antiguo era la favorita de Ariosto, y por eso había insistido a sus compañeros para que acudieran con él a escuchar una conferencia que el famoso catedrático Enrico Cesi ofrecía en ella. El arte de la guerra en Sun-Tzu, era su título.

Ariosto no sabía cómo reaccionarían sus invitados ante una lección de humanidades. Todos eran de ciencias y posiblemente se aburrirían. Corría el riesgo de que se lo recriminaran posteriormente, pero era la única manera de poder entrar en la sala, generalmente cerrada, y atestiguar haber estado en ella. Como después tocaba la cena semanal, todos acudieron a la cita.

El profesor Cesi introdujo a sus oyentes en la biografía del autor chino del siglo VI antes de Cristo, así como en la controversia sobre la originalidad y autoría del texto. A continuación, desgranó el esquema de la obra, resaltando los puntos más importantes de cada capítulo. Terminó, pasada la hora de perorata, hablando de la influencia que dicho tratado militar había tenido a lo largo de la Historia.

Ariosto comprobó con consternación que Hoffmann, Duvalier y Cavalcanti bostezaban y miraban periódicamente sus relojes. Sin embargo, Maroni estaba completamente absorto y concentrado en las palabras del viejo maestro, lo que le sorprendió. El italiano parecía absorber al máximo el conocimiento que transmitía el catedrático. Con toda seguridad al día siguiente sacaría el libro del autor chino prestado de la biblioteca universitaria.

Una calurosa salva de aplausos acompañó al agradecimiento final del profesor. A continuación, el decano de Historia ofreció a los presentes iniciar una ronda de preguntas. Ariosto se sorprendió de que Maroni se levantara como un resorte y solicitara plantear la primera cuestión.

Professore Cesi, —inició su intervención Maroni—, dice usted que la base de la obra de Sun-Tzu se centra en la máxima de que «todo el Arte de la guerra se basa en el engaño. El supremo arte de la guerra es someter al enemigo sin luchar». Si esta premisa se extendiera a la vida cotidiana actual, nos encontraríamos en un mundo de mentirosos. Pongamos un ejemplo, tengo a mi alrededor algunos de mis compañeros que han disfrutado de su lección, pero no están acostumbrados a conferencias tan largas y se encuentran cansados. Como son educados, se quedarán hasta el final, pero les gustaría irse ahora. Para ellos, en este momento, usted es el enemigo. Así, para abreviar el acto, si yo le dijera que la grúa municipal se ha llevado su automóvil, ¿dejaría usted de contestar a mis preguntas para comprobarlo?

—Me temo, señor —contestó el profesor— que imaginaría que usted está utilizando el engaño para conseguir su propósito, y previéndolo, no le haría el menor caso.

—En tal caso, le haré otra pregunta. A mi modo de ver, a Sun-Tzu le falta un detalle para completar sus enseñanzas. Al engaño yo añadiría otro elemento. No sólo hay que engañar al enemigo, sino que hay que hacerlo desconcertándolo, actuando de modo imprevisible. Haciendo exactamente lo contrario de lo que espera tu contrincante, jugando, claro, con la ventaja del conocimiento del adversario. A veces, se puede engañar hasta contando la verdad. De esa manera la victoria es total.

—Su apostilla es aceptable —al viejo académico aquel tipo empezaba a resultarle cargante—, pero temo que nuestro autor ya no pueda incluirla en su tratado —un rumor de sonrisas recorrió la sala—. Sin embargo, creo que su teoría del desconcierto no siempre puede aplicarse a todo tipo de engaños. Es como el asunto de la grúa, si el enemigo sabe que usted va a ser imprevisible, actuará en consecuencia previéndolo. Es decir, que no caerá en esa burda treta. Siguiente pregunta.

En aquel momento, el decano desconectó el micrófono del profesor para comentar unas frases con él en voz baja. Tras un breve cambio de impresiones, ambos asintieron y el presentador se dirigió a la audiencia.

—Señoras y señores, por motivos de agenda, al profesor Cesi le es imposible seguir contestando a sus preguntas. En nombre de esta facultad le doy las gracias a nuestro distinguido conferenciante por su aportación y a ustedes por su asistencia. Buenas tardes.

Ante la mirada sorprendida de los asistentes, los dos profesores se levantaron, dirigieron un saludo con la cabeza al público y salieron rápidamente por una puerta lateral. Los concurrentes comenzaron, entre murmullos, a salir de la sala. Cuando Ariosto llegó a la puerta se volvió y observó que Maroni permanecía todavía sentado en su silla, sonriendo.

—¿Qué haces Carlo? —le preguntó—. ¿Nos vamos?

—Un momento Luis, déjame disfrutar un poco más de mi victoria.

Ariosto se acercó y tomó de los dedos de Maroni un pequeño papel. En él observó que están anotadas dos series de números. Una matrícula de automóvil y el teléfono de los Carabinieri, sección de tráfico.