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La Laguna, Viernes. 21:30 horas.

La temperatura había descendido bruscamente desde que el sol decidió dar un salto detrás de la Mesa Mota, la meseta que vigilaba, impertérrita, la vega lagunera. La Laguna, situada a 600 metros sobre el nivel mar —justo a la altura de las nubes que los vientos alisios empujaban desde el Océano—, poseía un clima, frío y húmedo, muy diferente del que se disfrutaba en las costas de la isla, mucho más cálido.

Las sombras vencieron a la claridad hasta que llegaron a rescatarla las farolas de la ciudad, que se encendieron de golpe, como por sorpresa, iluminando el automóvil del Inspector Galán cuando se adentraba en el centro de La Laguna, a la altura del comienzo de la calle de San Juan.

—Entonces… ¿A qué tasca de la zona de La Concepción vamos? —preguntó el policía a su compañera de viaje, la arqueóloga Marta Herrero. Era una profesora universitaria conocida por su trabajo de recuperación de vestigios indígenas guanches, el pueblo que habitaba las Islas antes de la llegada de los europeos, en el siglo XV. Alta, más de un metro setenta, poseía unos ojos verdes que captaban las miradas de sus contertulios, desviando la atención de su media melena castaña y una silueta de saltadora de pértiga.

—Vamos al Jardín del Hada, en la calle Capitán Brotons, y luego daremos un paseo por la Carrera o San Agustín. —Respondió Marta mirando a Galán, su pareja. Un policía atípico, titular de un par de carreras universitarias, exhibía con discreción un físico de decatleta a pesar de haber llegado a la cuarentena. Como había comprobado recientemente, era un hombre valiente hasta la temeridad, y además, de una conversación muy animada, algo que ella valoraba especialmente.

Galán asintió, las tapas de aquel local eran estupendas. Además, no era mala perspectiva caminar un poco después de cenar. Tal vez cayera alguna copita. Sólo una, había que conducir. La reciente peatonalización de las viejas calles del centro brindaba unos insospechados paseos para los inicialmente escépticos ciudadanos laguneros y los cada vez más desconsolados habitantes de Santa Cruz. Se había convertido en casi un deporte deambular por las tres calles más importantes del casco histórico, Herradores, La Carrera y San Agustín, rebotando en sus iglesias, palacios y casas señoriales. Edificios que regalaban sin recato un intenso sabor a Historia a quienes caminaban a su vera. La Laguna, una ciudad en la que otrora sus moradores hacían vida dentro de las casas, se había convertido en pocos años en un carrusel de movimiento en la calle. Hasta se habían multiplicado las terrazas de bares y cafeterías, cuyos ocupantes —y no sólo los fumadores— vencían obstinadamente cada día al frío y a la humedad marca de la casa.

El Mitsubishi Montero de quince años de Galán —se negaba a cambiarlo por otro—, pasó por delante de la Catedral y sus ocupantes observaron como ese mismo día había desaparecido la triste valla que durante años —¿o milenios?— había privado a los laguneros de acercarse a los muros de su templo mayor, abusando del espacio público y de la paciencia de sus usuarios. A la altura de la casa Ossuna escucharon el frenazo brusco de un automóvil tres vehículos más adelante, y como una consecuencia irremediablemente natural, el golpe sordo de metal contra algo más blando, que Marta y Galán adivinaron al instante qué podía ser. Los automóviles que antecedían al de Galán lograron frenar sin alcanzarse y sus conductores comenzaron a bajar de los coches.

—Espera aquí, Marta —dijo el policía—, voy a ver qué ha pasado.

Marta lo miró por encima del hombro. ¿Pensaba realmente que iba a quedarse quieta en el coche? Se apeó casi al mismo tiempo que él y se dirigió al lugar del accidente, justo enfrente de la entrada del Tocuyo, una de las tascas más populares de la ciudad. Alrededor de un remolino de personas se encontraba un joven sentado en el suelo, agarrándose la rodilla, con vivas muestras de no estar pasando un buen rato. No era grave, advirtió Galán de inmediato. No obstante, Marta ya estaba llamando al número de emergencias solicitando una ambulancia.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó el policía al muchacho.

—Ese coche —indicó a un automóvil detenido unos metros más adelante con las luces encendidas—, iba demasiado deprisa y me golpeó con la defensa.

—¿Dónde está el conductor?

—Se las ha pirado corriendo —respondió uno de los compañeros del accidentado—. Sí, sí, ha salido del coche como alma que lleva el diablo, y eso que tampoco era para tanto.

Galán miró extrañado el automóvil abandonado. No era un comportamiento normal el del conductor, darse a la fuga por una nimiedad como aquella. Se acercó por detrás al vehículo. Un SEAT Altea XL negro, un coche relativamente grande. La pegatina de la luna trasera indicaba que se trataba de un coche de alquiler. La puerta del conductor estaba abierta y por ella se asomó. Al menos el motor estaba apagado, pero no vio ningún objeto personal en los asientos. Abrió la guantera y extrajo el sobre de la documentación que facilitaban las empresas de alquiler de coches. Buscó y encontró el contrato de alquiler. Tomasso Ranieri, italiano, vecino de Milán. Todo parecía en orden, pero algo no le cuadraba. Sacó el móvil de su bolsillo y marcó el número de la Comisaría. Aquella noche estaba de guardia Valido, y seguro que le agradecería que le interrumpiera en el decimocuarto sudoku.

—¿Valido? Soy Galán —dijo—. ¿Puedes comprobarme en la INTERPOL una identificación?

—Jefe, se supone que es su día libre —respondió el otro policía—. Sabe que no va a cobrar estas horas extras, ¿verdad? Si espera un minuto lo consulto, estoy en el ordenador.

Galán le comunicó los datos del conductor y esperó a un lado del vehículo. En aquel momento llegaron varios policías locales y una ambulancia. El ruido le obligó a desplazarse unos pasos para escuchar la respuesta de Valido. Marta le hacía señas de que había que volver a su coche, el tráfico se reanudaría en minutos. Galán le pidió con un gesto que aguardara un instante.

—Jefe —la voz de Valido volvió a escucharse en el móvil—, ¿no será usted el que está de broma? Según la base de datos de las policías europeas, este tipo no puede estar en Tenerife. Murió en Sicilia en un tiroteo con la policía hace casi un año.

El desconcierto inicial que sufrió Galán con la noticia dio paso a la inquietante sensación de que aquel asunto sin aparente importancia podía traer complicaciones inesperadas.

El policía volvió a su coche sin saber lo acertado que estaba.