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Roma, sábado 05:30 horas.
04:30 hora canaria.
Darius Kosciewski, el secretario de Estado del Vaticano, intentaba rezar, en vano. Mil pensamientos le venían a la cabeza y eran desechados con la misma velocidad con que aparecían. En su mano estaba telefonear a cualquier mandatario o millonario afín a la iglesia y pedirle el dinero prestado. Pero no podía hacerlo. El papa había sido tajante, ellos no pagarían. La impotencia, para un hombre de acción como él, era el peor de los castigos, con la pena añadida de estar obligado a estar sentado allí, en su despacho del primer piso, localizado en una de las antiguas estancias de los Borgia, sin hacer nada, contando los minutos que se dirigían inexorablemente a un destino fatal.
Una señal luminosa en su teléfono años setenta indicó que tenía una llamada. Descolgó con el típico «pronto» italiano.
—Una llamada para su Santidad —dijo el telefonista—, pero la he desviado a usted por su importancia. Es el presidente del Gobierno de España.
—Pásamelo, Stéfano —respondió Kosciewski, que presumía de conocer por su nombre a todos los empleados de la Santa Sede—, gracias.
—Buenas noches, monseñor —la voz habló en español. Como casi siempre, los presidentes hispanos no hablaban otra lengua—. Quería hablar con su Santidad, pero no me lo permiten.
Koscieswki hablaba correctamente el español, aunque con un acento rechinante fruto de la Cracovia profunda de donde era originario, aunque eso debería saberlo ya su interlocutor.
—El papa está descansando en este momento —repuso el secretario—. Sufre un fuerte stress emocional. Me imagino que se hace cargo. Yo le atenderé con mucho gusto.
—De acuerdo. —El tono seco del presidente español no podía ocultar su irritación por no poder puentear al secretario polaco—. Perdone que no me exprese muy diplomáticamente, pero nos ha llegado la noticia de que la iglesia ha decidido no pagar el rescate del nuncio en España.
Koscieswki no se esperaba que la noticia se hubiera filtrado fuera de aquellos muros en tan poco tiempo. Habría que revisar los expedientes de las personas que habían tenido acceso al secreto. Dado que se sabía, era inútil negarlo.
—Es una decisión del Santo Padre, hijo, y como tal, debo respetarla —contestó.
—Un momento, monseñor. En nombre de mi gobierno y mi país no puedo menos que exponer mi más enérgica protesta. —El español estaba realmente disgustado—. No podemos dejar morir al nuncio Hesse. Acuérdese de lo que pasó en Florencia.
El secretario era consciente de que el presidente del Gobierno de España no le hubiera llamado con aquella insistencia si el secuestro se hubiera producido en otro país. Era evidente que una de las innumerables elecciones españolas estaba a la vuelta de la esquina.
—Hijo mío —interrumpió Kosciewski—, aunque quisiéramos, no podemos pagar el rescate. Como debe saber, la iglesia practica la pobreza.
—Lo sé —mintió el español—, y ése es el motivo de mi llamada. Como comprenderá, no existe nada más lejos de nuestra voluntad que ocurra en nuestro suelo algo similar a lo del obispo florentino. Si ustedes no pueden pagar, permitan que les hagamos un préstamo. Nuestra experiencia nos dice que es mejor pagar, aunque, claro, eso nunca lo reconoceremos públicamente.
El secretario guardó silencio unos instantes, reflexionando. Los españoles eran famosos por la forma de resolución de sus secuestros. Se abría una puerta que había permanecido cerrada hasta ese momento. Una puerta de esperanza. Pero no convenía traspasar el umbral a lo loco.
—El Vaticano no puede aceptar préstamos que no puede devolver, hijo. Pero gracias por el ofrecimiento.
—De acuerdo —la modulación de voz del presidente recordaba a un refunfuño—. Permitan entonces que ofrezcamos una donación.
—¿A fondo perdido? —El secretario fue víctima inconsciente de sus años al frente de la Banca Vaticana.
—A fondo perdido, padre —la voz al otro lado del hilo telefónico se oyó muy baja, como si temiera que el electorado pudiera estar escuchando.
—De acuerdo, entonces. Hágase la voluntad del señor.
El presidente consideró que era una manera peculiar de darle las gracias, pero no hizo comentario alguno al respecto.
—Mis secretarios se pondrán de acuerdo con los suyos para ultimar los detalles de la transferencia.
—Abriremos nuestras oficinas bancarias de inmediato —dijo el eclesiástico—. No sabe cómo se lo agradezco, el nuncio es amigo personal mío. Rezaré por usted y por su país, hijo mío.
—Gracias, padre —al presidente aquella respuesta le sonó a un que Dios se lo pague, pero se aguantó la réplica y no dijo nada.
El secretario de Estado colgó suavemente el teléfono y acto seguido levantó el auricular y marcó en el dial un número corto, de sólo dos cifras.
—¿Santidad?, ya tenemos el milagro.