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La Laguna, sábado. 04:25 horas.

Doña Enriqueta se puso la bata larga y el mal humor antes de abrir la puerta. Hacía cuarenta y cuatro años y siete meses que nadie la sacaba de la cama entre las diez de la noche y las siete de la mañana, ni siquiera su difunto Epifanio, que en gloria estaba. Pero es que el molesto timbre —se dio cuenta de que debía cambiarlo por uno menos estridente— amenazaba con despertar a media ciudad, y eso no podía permitirlo. No por los ciudadanos en sí, sino por el peligro de ser la comidilla de los cotillas de la Villa de arriba durante algún tiempo.

Se había asomado a la ventana para ver quien osaba perturbar su descanso, y descubrió que se trataba de su medio sobrino Luisito, acompañado de aquella niña… ¿cómo se llamaba?, ah, sí, Clavijo, pero de los Clavijo de Santa Cruz, que no tenían nada que ver con los de La Laguna…, por supuesto.

A medida que bajaba la escalera hizo memoria de las personas a las que perdonaría semejante intromisión, y después de un repaso de sesenta años, llegó a la conclusión de que únicamente podría absolver a una, precisamente a Luisito Ariosto, que era una de sus debilidades, junto con el té rojo indio.

La alta puerta de negro cedro se abrió con un ligero crujir de ancianas bisagras. Sandra y Ariosto pensaron que la oscuridad, el caserón antiguo, y el sonido creaban una auténtica atmósfera de terror. La imagen a contraluz de la delgada silueta de una arrugada señora mayor con cara de pocos amigos no hizo sino acentuar la sensación inquietante.

—¡Querida Enriqueta! —Ariosto se adelantó, sabiamente, a la retahíla de improperios que eran de esperar—, no sabes el apuro en que estoy metido y cómo necesito de tu consejo.

Si Ariosto pretendía suavizar la previsible irritación de su tía adoptiva, nunca supo en qué medida lo había conseguido. La agresividad de doña Enriqueta se derrumbó como un castillo de naipes, dando paso a una maternal preocupación, que lo invadió todo.

—¿Qué es eso de que estás en un apuro, Luisito? —Enriqueta logró que su pregunta adquiriera un tono de interés cercano y sincero, pero con un leve aditamento de fastidio. A fin de cuentas, eran casi las cuatro y media de la madrugada.

—Ha ocurrido algo muy grave —Ariosto sacó de su repertorio su semblante más serio— y tenemos entre manos un misterio que sin tu ayuda no podremos resolver.

Sandra comprobó que Ariosto conocía perfectamente a Enriqueta. La curiosidad y la satisfacción de saberse importante eran los ingredientes necesarios para derretir a la terrible señora.

—Subamos y prepararé un té —dio por respuesta.

Ariosto dejó paso a Sandra y subió la escalera de madera forrada con una larga alfombra púrpura, pensando en que se libraría esta vez del horroroso menta poleo con el que su tía castigaba a aquellos a los que se les ocurría pedir otra cosa que no fuera su té. Té de verdad, el que compraba en aquella tienda encantadora situada en lo más profundo de una antigua galería que comunicaba las calles de La Carrera y Herradores, muy cerca de su casa. También vendían libros de misterio, pero eso era pura anécdota.

La anfitriona los dejó esperando en el salón, una amplia habitación con tres ventanales a la calle, desde los que se divisaba, entre cortinas de terciopelo y visillos transparentes con vainica en los bajos, el oscuro torreón de La Concepción. Sandra se sentó sobre un sofá de cuero marrón antiquísimo, cuyo armazón crujió de protesta al recibir el peso de la muchacha. Ariosto optó por un sillón de brazos anchos y altos, que le hizo sentir como si estuviera embutido en él, sin saber muy bien cómo colocar los suyos. A su alrededor, distintas vitrinas rivalizaban en la exhibición de varios juegos de vajilla y cristalería. En la pared, entre dos ventanas, un negro piano con partituras amarillentas dormía plácidamente su silencio, con el taburete, la tapa del teclado y la parte superior cubiertas con tapetes de encaje a medida. En lo alto se apretujaban un sinfín de portarretratos de plata con fotos en blanco y negro de personas muy serias. Una lámpara de techo, que asemejaba un candelabro de cinco velas, arrojaba una tenue y acogedora luz a través de unas bombillas de un voltaje del pleistoceno. Olía levemente a tela polvorienta y a madera, al menos hasta que se impuso el aroma de té recién hecho.

Enriqueta se mantuvo en la cocina hasta que la infusión estuvo lista, hecha al fuego, sin microondas, como Dios manda. Sandra, desconocedora del ritual, comprobó por partida doble su bisoñez en aquellas batallas. Se quemó los labios y el té le pareció amarguísimo, pero intentó disimular su contrariedad al observar el placer que parecían experimentar Enriqueta y Ariosto al primer sorbo.

La dueña de la casa escuchó con los cinco sentidos el relato de su invitado: Secuestro, carta con enigma —Ariosto, por aquello de los celos, omitió que la había recibido en casa de Adela, su hermana de Santa Cruz a la que no veía desde hacía decenios, pero con la que se carteaba mensualmente, a pesar de todo—, actuación de la policía, casa del profesor Lugo y el inquietante dedo señalizador del Bautista en su iglesia. La venerable dama, que había adoptado su sempiterna pose tiesa y digna, leyó y releyó varias veces el oscuro mensaje contenido en la misiva recibida por Ariosto.

—El autor de estas líneas es un tipo simpático —dijo Enriqueta, con seguridad—. Aunque parezca un texto esotérico, en realidad no lo es. Entiendo que se trata de una simple adivinanza. Un acertijo de símbolos, pero no hay nada de la sabiduría de los antiguos detrás.

Sandra no sabía si aquella frase era tranquilizadora o no. Estaba igual que antes, y aprovechó el momento-sorbo-de-té de doña Enriqueta para soltar la pregunta que llevaba dentro muchos minutos.

—¿Es cierto que usted pertenece a la secta de los rosacruces?

La mirada glacial de Enriqueta Cambreleng diseccionó a Sandra de arriba abajo. Depositó con cuidado la taza de porcelana francesa sobre su platito, la dejó sobre la mesa camilla con mantel bordado y tomó aliento.

—Los rosacruces no son una secta —la afirmación retumbó en la habitación, tal vez con un poco de eco, o eso le pareció a la periodista—. La antigua y mística Orden de la Rosa-Cruz es una organización tradicional, iniciática y fraternal, no sectaria y apolítica. Sus miembros, hombres y mujeres, se dedican a la investigación, estudio y aplicación práctica de enseñanzas espirituales, esotéricas y místicas.

Ariosto miró de reojo a Enriqueta. Aquella mujer era un caso singular de mezcla de tradición religiosa e iniciación mistérica. Este segundo plano era desconocido para los vecinos cercanos, —cuanto menos supieran, con más libertad se movería— opinaba ella. Si alguna persona era capaz de ser al mismo tiempo jerifalte de una cofradía centenaria y dirigente de la orden rosacruz, no podía ser otra que la propietaria de aquel caserón lagunero. Enriqueta continuó con su explicación:

—Los rosacruces son herederos de tradiciones antiguas que se remontan al hermetismo del antiguo Egipto, a la alquimia medieval e incluso al neoplatonismo.

—¡Vaya! —Interrumpió Sandra—, ¡otra vez Platón!

—Querida niña —la señora recalcó las vocales de la última palabra, mientras levantaba su nariz contra ella—, Platón está en la cultura occidental en todas partes, en las cosas visibles y en las que, a pesar de estar a la vista, sólo unos pocos son capaces de verlas —Sandra se sintió un tanto intimidada y se prometió no interrumpir más—. Aunque existen varias organizaciones rosacruces, la nuestra es la Antiquus Arcanus Ordo Rosae Rubea et Aureæ Crucis, que significa en castellano Antigua y Secreta Orden de la Rosa Roja y de la Cruz Dorada. —La periodista se mordió la lengua para no expresar su cansancio de tanto latín. Por lo menos el nombre era precioso. Enriqueta siguió hablando—. Su símbolo tradicional es una rosa roja en el centro de una cruz dorada. En este símbolo, que no tiene connotaciones de tipo religioso, la rosa roja simboliza el alma del hombre evolucionando progresivamente en contacto con el mundo material, y la cruz dorada representa al cuerpo físico del hombre. La meta es adquirir la armonía con las fuerzas creativas y constructivas del Universo, a fin de obtener la salud, la felicidad y la Paz de la Humanidad en la vida terrena, ya que la Orden Rosacruz no se ocupa de ninguna doctrina dedicada a promover intereses de la vida en un estado futuro y desconocido.

Bueno, después de aquello, queda claro que no son una secta, se dijo Sandra. La muchacha miró a Ariosto suplicante, para ver si entraban en materia y la salvaba de aquel fusilamiento.

—Querida Enriqueta —el invitado aprovechó un momento de respiro para introducirse—, venimos a consultarte precisamente por tus conocimientos esotéricos, si es apropiado emplear dicha palabra.

—Puedes emplearla, Luisito —la mujer se volvió hacia Ariosto. Su media sonrisa era una muestra de aquiescencia—. La doctrina esotérica es la que los filósofos de la Antigüedad no comunicaban sino a un pequeño número de sus discípulos. Me imagino que quieres saber si puedo aclarar algunos puntos del mensaje cifrado ¿no es cierto?

—Efectivamente. No te habríamos despertado si fuera de otra manera —respondió.

La señora se enfrascó de nuevo en la carta. Frunció un par de veces los labios y levantó una ceja en un momento dado. Sandra casi contenía la respiración.

—Creo que, para empezar —Enriqueta se puso más rígida todavía sobre el borde de la butaca—, nos interesan precisamente los cuatro últimos versos.

—¿Hay que empezar por el final? —preguntó Sandra.

Enriqueta dirigió una mirada torva y guiñada a la periodista. Segundo aviso. Sandra tragó saliva y guardó silencio.

—Quitando la última frase, que parece ir por libre, las tres anteriores oraciones explican cómo interpretar todo el texto —prosiguió—. Recordemos: «Acoge en tu mente la séptima oración. Busca profundamente en el interior y hallarás la verdad, justo donde se cruzan los excéntricos». Son mandatos imperativos. En palabras corrientes, se trata de unas instrucciones de uso. El último verso «y al final, el vencedor portará la joya de la reina», se sale un poco de esta categoría, pero seguro que está conectado.

—Bien —intervino Ariosto antes de que lo hiciera Sandra—, ¿y qué pueden significar?

—La primera, a mi modo de ver, «Acoge en tu mente la séptima oración», es la más importante, ya que antepone la séptima frase a todas las demás, de lo que deduzco que el verdadero mensaje comienza a partir de esa séptima oración.

—Es decir, a partir de la séptima línea de la carta —concluyó Ariosto.

—Bien, veo que vas mejorando, Luisito —apostilló Enriqueta.

Sandra se acordó de Marta y Pedro dando vueltas en La Laguna siguiendo las primeras líneas del texto. Si lo que decía aquella mujer era cierto, estaban perdiendo el tiempo. La anfitriona continuó el estudio del enigma.

—Veamos, ¿qué decía la séptima oración? A ver…, «El bautista te indica el espíritu», y la octava «El arcángel lo recibe y lo entrega desde el arcano lar a la cruz de plata». La palabra espíritu tiene una multitud ingente de acepciones, desde un don sobrenatural y gracia particular que Dios suele dar a algunas criaturas, pasando por el vigor natural y virtud que alienta y fortifica el cuerpo para obrar, hasta llegar a significados poco utilizados como el vértice superior de un pentagrama o el vapor sutilísimo que exhalan el vino y los licores. Para determinar su significado, debemos saber algo más.

La mujer permaneció en silencio unos minutos que a Ariosto y Sandra les parecieron eternos. El primero no pudo evitar echar un vistazo de reojo a su reloj.

—Es una ruta —sentenció la señora. Sus invitados se miraron. Hasta ahí ya habían llegado solos—. Cada frase señala un lugar. Creo que los versos segundo al sexto dibujan el círculo dentro del cual se encuentra lo que se describe en las líneas séptima a decimoprimera, y que debe ser otra figura geométrica. —Sandra y Ariosto dieron un respingo, aquello sí que era nuevo—. Si no me equivoco, al unir en un plano los lugares descritos, saldrá dibujada una figura multiangular, que debe estar cerrada en todos sus lados.

—¿Y por qué cerrada? —preguntó Sandra, mordiéndose las uñas.

—Porque, para buscar algo en el interior de una figura, ésta debe estar cerrada —respondió Enriqueta con suficiencia—. Acuérdate del penúltimo verso: «Busca profundamente en el interior y hallarás la verdad».

—¿Y por qué profundamente?

—No te pases, querida —Enriqueta tomó de nuevo la taza de té—, ¿te crees que soy la Sibila? Si tuviera respuesta para todo me presentaría a algún concurso de la televisión.

—Bien —intervino oportunamente Ariosto—. ¿Podrías localizar algún lugar partiendo del texto?

Enriqueta bebió, dejó la taza en su lugar y volvió a estudiar el texto.

—El espíritu no sabemos exactamente lo que es, con lo que volvemos a encontrarnos con que la primera línea de esta parte del mensaje se soluciona al final de todo. En la segunda está la pista apuntada por el profesor. El «arcángel» podría ser san Miguel. Si «el Bautista» hacía referencia a la iglesia de San Juan, el «arcángel» puede dirigirte perfectamente a la iglesia de San Miguel.

—No hay iglesia de San Miguel en La Laguna, me parece —dijo Ariosto.

—Está la ermita de San Miguel, levantada por el mismísimo conquistador don Alonso de Lugo en la plaza del Adelantado poco después de la fundación de la ciudad. Por ahí es donde hay que empezar. Déjame una copia del enigma y me llamas con tu móvil con lo que encuentres allí. Debe haber algo que nos señale al siguiente lugar, algo que «reciba», y al mismo tiempo «entregue». A fin de cuentas, hay que dibujar una figura y las líneas entre los lugares la van a conformar.

Sandra y Ariosto meditaron unos segundos sobre lo manifestado por Enriqueta. En cierta manera, sus sospechas se estaban confirmando. Necesitaban un plano de la ciudad para establecer los puntos que debían unirse. Ariosto volvió a leer una vez más el texto: «Busca profundamente en el interior y hallarás la verdad». La «verdad» debía ser el objetivo, el lugar donde estaba secuestrado el nuncio. Sopesó las posibles alternativas que de momento tenía en aquel asunto y llegó a la conclusión de sólo le quedaba una, la de seguir jugando el juego que le habían propuesto.

Así lo haría.

Los invitados dieron por terminada la reunión, bajaron la escalera y abrieron la puerta de la calle. Enriqueta les acompañó, colocándose un chal filipino de mil hilos con un elegante movimiento de larga cambiada, que dirían los aficionados al toreo.

—Cubríos la boca al salir y poneros abrigo, que la noche está fría —aconsejó.

Al otro lado del vano, en el exterior, la figura incólume de Olegario permanecía de pie frente a la puerta. Portaba en sus manos una caja de galletas inglesas que ofreció a Enriqueta.

—Menos mal que alguien tiene un detalle con esta pobre vieja —dijo la dueña, aceptando el regalo—. Todo un caballero, gracias, don Sebastián.

Ariosto tuvo un cruce de miradas con su chófer. No sabía si aquel presente lo dejaba en buen o mal lugar. Lo que sí estaba seguro es que su empleado no dejaba de sorprenderle.