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La Laguna, sábado. 04:50 horas.
El brillo de la cruz dorada de la capilla de los Herreros atraía las miradas de Marta y de Pedro Hernández, pero no les daba respuestas. La Cruz repujada, de una belleza extraordinaria, resaltaba delante de una colgadura enorme de terciopelo rojo y se apoyaba en un altar que ocupaba casi todo el espacio de aquella pequeña construcción. A sus pies unas flores mustias y vencidas formaban parte de un cuadro que había languidecido desde la última apertura de la capilla, en el mes de mayo. Ni el mismo mayordomo —tal vez por el sueño que lo dominaba— reparó en ellas.
La arqueóloga y el archivero habían revisado la Capilla por todos lados en los diez minutos que llevaban en ella. A la derecha de la cruz un conjunto escultórico de un ángel con un niño —un ángel de la guarda, aventuró Hernández— era la única posibilidad de conexión con el enigma. El ángel, con un brazo levantado en pose de agarrar algo con la mano que había desaparecido, no parecía concordar con el arcángel del texto en clave. Sin embargo, el archivero estaba seguro de que la ermita debía formar parte del círculo. Sobre el plano, la capilla de los Herreros, y unos cien metros más al oeste la capilla de la Cruz de los Álamos, pertenecían a ese conjunto circular de edificios religiosos que rodeaba la ciudad. Bueno —matizaba Pedro mentalmente— que rodeaba la ciudad antigua, la del plano de Torriani, que es donde mejor se observa. Por ello analizaba más a menudo el plano de 1592 que el actual.
—¿Por qué se llama capilla de la Cruz de los Herreros? —preguntó Marta.
—Es un nombre erróneo —respondió Hernández al instante—. En realidad es la capilla de Juan de Vera, un médico de comienzos del siglo XVIII que la levantó a su costa como muestra de fervor religioso. Hubo un tiempo en que estuvo de moda hacerlo. Con el tiempo se olvidó su origen y alguien, en un momento dado, la rebautizó con ese nombre.
El teléfono móvil de Pedro sonó con el Allegro de La Primavera de Vivaldi. El archivero miró la pantalla. Era Ariosto. Deseó que hubiera tenido más suerte que ellos.
—Amigo Pedro —la voz familiar de su amigo sonaba fresca, como si la hora no hiciera mella en su tono—, ¿han alcanzado algún progreso?
—Dimos con el extemporáneo en la capilla Moure, pero nos hemos estancado en la siguiente. No vemos cómo seguir adelante.
—Nosotros hemos sacado algo en claro, aunque no demasiado. Necesito que venga a la plaza del Adelantado para ayudarnos en la pesquisa, ya que tampoco nosotros avanzamos.
—De acuerdo, vamos para allá —finalizó Hernández.
Marta y Pedro agradecieron al somnoliento mayordomo la gentileza de abrir la capilla en horas tan intempestivas y caminaron a paso ligero por la calle Quintín Benito. Dejaron a su izquierda la inmensa explanada de la plaza del Cristo, que siempre transmitía la sensación de que faltaba algo en su centro, demasiado vacío. Tomaron por la peatonal calle Viana, más cómoda para caminar que la estrecha acera de la paralela, la calle del Agua. En siete minutos en los que no se cruzaron más que con la furtiva sombra de un gato parduzco y esquivo, llegaron a la plaza del Adelantado. A un lado de la barroca fuente central, triste y sin agua, les esperaban Sandra y Ariosto. Los árboles entorpecían la luz de los faroles, dando al entorno un aire mortecino y melancólico. La ermita de San Miguel, extraña entre dos edificios modernos que destruían el buen gusto de la plaza, permanecía muda y cerrada.
—Estamos bloqueados, —confesó Ariosto, que puso al corriente a los recién llegados de lo averiguado en San Juan y de la teoría aportada por doña Enriqueta.
—En la capilla de los Herreros-Juan de Vera sólo había un ángel, pero no era el que buscamos —respondió Pedro.
—Por nuestra parte —añadió Sandra—, la pista termina sin salida. La ermita de San Miguel no contiene ningún objeto religioso y se destina a exposiciones culturales esporádicas. Está vacía.
Hernández meditó sobre la última frase de Sandra. Era conocido que la ermita no estaba destinada al culto. ¿Se había conservado algo de su contenido? De repente, una luz se hizo en sus sombríos pensamientos.
—¡La imagen de san Miguel! —La exclamación sobresaltó a sus amigos—. La talla original todavía se conserva, un poco cascada, pero está. De hecho, todos los años se pasa, el día de su festividad, por delante de la antigua ermita y la devuelven al lugar donde se halla actualmente.
—¿Y dónde está? —Preguntó la periodista.
—Aquí cerca. En la iglesia de Santo Domingo. En uno de los altares principales.
—Entonces… —dijo Marta—, no está donde debería estar…
—Pero está cerca —concluyó Sandra—. Es lo que decía el enigma. Repite el texto Pedro, por favor.
—«Allí donde debe estar; no está, pero se acerca» —Pedro releyó una vez más el texto—. Sí, es muy posible que se refiera a San Miguel, ahora que lo pienso. Eso quiere decir que el círculo pasa por aquí.
—Efectivamente —añadió Ariosto—, seguro que lo cerraremos en breve, pero centrémonos en el arcángel. ¿Dice usted que está en la iglesia?
—Así es —contestó el archivero—, pero hay que llamar al párroco.
—No tenemos tiempo —repuso—. Busquemos una entrada desde el convento.
Pedro recordó que en el antiguo convento de Santo Domingo se inauguraría la exposición de cruces a la mañana siguiente de la que Ariosto era el comisario. Los edificios se encontraban adosados en ángulo, formando una pintoresca plaza en la que una espadaña de sillares negros delimitaba las fachadas de la iglesia y del amplio cenobio.
Ariosto hizo una señal con el brazo y Olegario descendió del coche. Con su usual tranquilidad, abrió el maletero y cogió el estuche negro. El grupo caminó una manzana en dirección sur, y se plantó ante la iglesia y convento de los dominicos. Un enorme cartel vertical recordaba el evento que se produciría en apenas unas horas.
Ariosto saludó a la pareja de policías locales que vigilaban la entrada del convento y pasaron al interior del edificio. En vez de seguir recto y dirigirse a la zona de exposición, torcieron a la izquierda y accedieron a un antiguo claustro ajardinado restaurado en todos sus detalles. La segunda puerta del lado norte daba acceso a una estancia sin utilizar. Ocasionalmente se usaba para exposiciones de arte, aunque la sala principal era la siguiente, la del lado este.
—Aquí hay un acceso a la iglesia —dijo Ariosto, señalando una maciza puerta oscura asegurada por dentro por dos barras metálicas colocadas transversalmente—. No se puede entrar desde la iglesia, pero sí es posible hacerlo al revés.
—Debe dar a la zona de la sacristía —comentó Hernández, haciendo cálculos.
—Sebastián, por favor —solicitó Ariosto.
Olegario quitó con algo de esfuerzo las barras de sus soportes y se puso a trabajar en la cerradura. Todos lo miraban expectantes, pero esa circunstancia no fue obstáculo para que se concentrara en la utilización de dos artilugios de acero que trastearon en el ojo del mecanismo hasta que un sonido metálico avisó que dejaba de ser un obstáculo. Ariosto dio gracias por segunda vez aquella noche por contar con las habilidades fuera de contrato de su chófer. Ninguno de sus acompañantes hizo preguntas, sólo Pedro se santiguó involuntariamente, como pidiendo disculpas por aquella invasión.
De la sacristía pasaron al interior del templo, que lucía más amplio de lo que parecía por fuera. Santo Domingo poseía sólo dos naves, pero pasaba por ser una de las iglesias más bonitas de la isla. Las luces del techo se encendieron y mostraron un suelo con dibujo geométrico estilizado que servía de base para que ascendieran las altas y elegantes columnas que sostenían un techo mudéjar de madera labrada. Las paredes laterales aparecían decoradas con frescos del siglo XX y desembocaban en el altar mayor, en el que destacaba, entre reflejos dorados y plateados, por encima de un enorme manifestador, la Virgen del Rosario, la principal imagen de la iglesia.
—¡Aquí está el san Miguel! —exclamó Marta, entrando en la capilla de la Epístola, a la izquierda del altar. En lo alto de una hornacina, la estatua de un ángel vestido con ropajes dorados de centurión romano, con espada y escudo, estaba a punto de pisar y dar un tajo con su arma a un curioso diablillo negro con cuernos que trataba de evitarlo.
—Que alguien lea el texto, por favor —pidió Ariosto.
—«El arcángel lo recibe y lo entrega desde el arcano lar a la cruz de plata» —Leyó Sandra, atenta.
—Creo que debemos fijarnos en la postura de los brazos de la estatua —dijo Ariosto.
—No veo que este san Miguel reciba nada —dijo Marta—, más bien va a dar un buen espadazo al que pille por delante.
—La verdad es que, viendo la imagen, es difícil encontrarle significado a la frase del enigma —reconoció Pedro.
Los cuatro amigos miraron una y otra vez al arcángel, cuya inexpresiva mirada no les ayudaba lo más mínimo.
—Me temo que este arcángel no es el que buscamos, amigos —dijo Ariosto—. Volvemos a quedarnos atascados.
—Retomemos el enigma, que en algún lugar nos habremos equivocado —indicó Pedro—. Estamos de acuerdo en que el verso «Allí donde debe estar, no está, pero se acerca», se refiere a la ermita de San Miguel. Pero el problema se encuentra en el otro, en el de «El arcángel lo recibe desde el arcano lar y lo entrega a la cruz de plata». Y da la impresión de que este san Miguel no recibe ningún espíritu ni nada parecido.
—¿Hay alguna otra imagen del arcángel en esta iglesia? —preguntó Sandra.
—Del arcángel san Miguel no —respondió Pedro, enfrascado en sus recuerdos—. Hay una… pero no es de san Miguel, sino de san Rafael.
—San Rafael era otro arcángel ¿No es cierto? —preguntó Ariosto.
—Sí, así es —contestó el archivero—. Está aquí cerca, en una de las capillas del lateral norte.
El grupo se desplazó rápidamente por la segunda nave, dejando a un lado un gigantesco cuadro en el que la familia dominica al completo —varias decenas de rostros severos del siglo XVIII— los amonestaba por aquella intrusión. La siguiente capilla, con tres nichos ocupados por sendas estatuas, los esperaba impasible. En el extremo más cercano a la puerta de entrada encontraron la imagen que estaban buscando. Una escultura de fábrica más tosca, vestida con ropas de piel de color verde y rojo, esta vez sin casco, escudo ni alas, adoptaba una pose de cierto fatalismo al notar que le faltaba algo que portaba en la mano, desaparecido en algún momento oscuro de su historia.
—Al arcángel Rafael se lo representa con un atuendo de caminante o peregrino, con bastón y cantimplora, y el pez del que se obtuvo la hiel para curar al padre de Tobías, según la historia bíblica —informó Pedro—. Como vemos, el pez que alzaba en la mano ha desaparecido. La imagen está un poco deteriorada, lo que es bastante normal debido a su antigüedad y a la falta de restauración. Es un san Rafael un tanto decepcionante, pero un arcángel al fin y al cabo.
Ariosto estudió la figura que se alzaba ante sus ojos. La mirada ensimismada del ángel se perdía en un horizonte lejano, rumbo al oeste. Pero además de la mirada, llamaba la atención la expresión corporal. La mano derecha, baja y abierta, era un puro ademán de naturalidad y seguridad en sí mismo. La mano izquierda, la que asía el pez inexistente, se levantaba a la altura del pecho. Ambos brazos formaban una uve en la que la mirada del ángel seguía al brazo izquierdo.
—La verdad —intervino Marta—, es que parece que el ángel recibe algo con la mano derecha, la abierta, y con la mirada señala a otro lugar. El brazo izquierdo sigue la misma dirección que la mirada.
—Marta tiene razón —respondió Ariosto—, el brazo derecho y la mirada nos muestran las dos direcciones a tomar en cuenta. Si recibe el «espíritu» con la mano, eso quiere decir que el origen proviene del noroeste. Y si nos basamos en la mirada y el otro brazo para la «entrega», ésta se dirige sin duda al oeste.
—¿Y qué crees que significa «desde el arcano lar»? —preguntó Sandra—. ¿Qué era lar, que me suena?
—Arcano es muy antiguo, y lar significa casa, hogar —respondió Ariosto—. ¿Qué finalidad tienen estas palabras en la frase, Pedro?
Pedro no contestó de forma inmediata. Reflexionó unos segundos sobre el mapa. No quería volver a equivocarse más veces.
—Creo que nos dice que el arcángel, es este caso Rafael, entrega el espíritu desde «la casa más antigua», literalmente. En sentido figurado, que es el correcto, viene a decir, dado que es una imagen religiosa, «la iglesia más antigua».
—¿Y cuál es? —preguntó Sandra.
—De las iglesias que no han sido trasladadas de lugar y permanecen en su sitio, se refiere sin duda a aquella en que nos vimos atascados, la ermita de San Miguel, que se remonta a 1506, por lo menos —respondió el archivero—. Si no me equivoco, nos indica que debemos transportar la línea que dibujan los brazos del arcángel a la ermita de San Miguel a la hora de dibujarla sobre el plano. Si lo hacemos desde donde está ahora, en Santo Domingo, el dibujo no será correcto.
—¿Es otra trampa del secuestrador? —preguntó Marta—. Hay que ver la lata que nos está dando esta frasecita.
—Es una dificultad más que nos complicaría la resolución del acertijo. Fíjate, si comenzamos la línea en San Miguel, se forma un ángulo agudo —dijo Pedro, indicando el mapa—, de unos cuarenta y cinco grados. Y ahora entiendo de qué puede tratarse.
—¿A qué te refieres, Pedro? —preguntó Sandra.
—A la frase «lo entrega a la cruz de plata». Desde aquí, en esa dirección sólo existe un edificio religioso. Una pequeña ermita. Se la denomina capilla de la Cruz de los plateros y está en la calle de San Juan.
—La Cruz de los Plateros, es cierto —añadió Marta—, he pasado mil veces por delante de ella. ¡Otra capilla de Cruz!
—Está claro, amigos —Ariosto miró su reloj una vez más—, y lo siento por los testigos de Jehová, pero Rafael es nuestro arcángel. Vayamos a la capilla de los Plateros. Allí debemos encontrar el siguiente paso del enigma.
—Los versos se referían a dos arcángeles —dijo Pedro a su vez—. A san Miguel como hito para el dibujo del círculo y a san Rafael para el del polígono. Creo que lo mejor es que nos dividamos como antes para seguir ambos trazados.
—Si me permiten la opinión —Olegario, que se había mantenido en un segundo plano, llegó hasta ellos—, creo que uno de ellos puede reconstruirse ya.
—¿Cómo es eso? —preguntó Sandra, cada vez más intrigada por los recursos del chófer.
—Espero que perdonen la indiscreción, pero no he podido evitar escucharles en sus pesquisas —dijo el chófer—. Si no recuerdo mal, la siguiente pista que hace referencia al círculo habla de un cementerio pestilente…
—Más o menos —dijo la periodista—. «Pasa de largo por el camposanto pestilente», es la frase exacta.
—El camposanto pestilente es la iglesia de San Juan —manifestó Olegario, con cierta timidez—. La iglesia se fundó por el Cabildo de la isla en 1582 con motivo de una epidemia de peste en la isla. A su lado estaba el cementerio de los afectados que no sobrevivieron. Se eligió a san Juan Bautista como protector porque en su festividad no murió persona alguna.
—Esto significa —interrumpió Pedro—, que si de Santo Domingo vamos a San Juan y de allí a La Concepción…
—Cerramos el círculo, sin duda —se adelantó Ariosto—. Parece que hacemos progresos. Su ayuda ha sido providencial, Sebastián. Pero, dígame, ¿cómo sabe usted tanto de esa iglesia? Estoy auténticamente asombrado.
—No tiene mucho mérito, señor. Esa información viene en el cartelito turístico que hay en la entrada. Uno que lee, señor.