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La Laguna, sábado. 05:35 horas

Ariosto esperaba bajo los arcos cubiertos de hiedra que daban acceso al antiguo monasterio de San Francisco, hoy Real Santuario del Santísimo Cristo de La Laguna, o como se decía tradicionalmente, El Cristo. Localizado en una esquina de la enorme plaza de San Francisco —también denominada Del Cristo por cabezonería popular—, el Santuario era un templo de medianas dimensiones rodeado de edificaciones que tal vez alguna vez fueron religiosas, pero que actualmente eran civiles y militares.

Un viento helado proveniente del norte acentuaba la sensación de frío. El rocío de la noche había dejado una fina película acuosa en el pavimento de la plaza, acentuando una sensación de soledad y desolación que no disminuían las luces de las farolas diseminadas por el amplio espacio. Ariosto intentó protegerse con el muro enramado, pero lo logró sólo a medias.

A lo lejos, en diagonal, vio llegar a Pedro Hernández acompañado de otra persona. La que tenía la llave de la iglesia. En un par de minutos llegaron a la altura de Ariosto, se saludaron y acto seguido entraron en el patio adoquinado que daba acceso al Santuario. Abrieron una de las hojas de la puerta doble y entraron en el templo.

Una vez dentro, el Santuario del Cristo lucía más pequeño de lo que parecía por fuera. Una profunda y alta nave provocaba que las miradas se dirigieran inevitablemente al fondo, donde la imagen de madera de un Cristo crucificado enmarcado en una impresionante hornacina de plata dominaba la zona del altar, orientado de modo extraordinario al sur.

—El Cristo de La laguna es una talla flamenca de comienzos del siglo XVI, según dice la tradición traída a Tenerife por el adelantado Alonso de Lugo —comentó Pedro mientras avanzaban entre dos filas de austeros bancos de madera—. Desde siempre fue referente de culto, aunque su importancia aparece realmente reflejada desde 1588, cuando comenzó a salir en las procesiones de Semana Santa.

Ariosto asintió, conocía la importancia social de aquella imagen y su estrecho vínculo a la Semana Santa lagunera, menos conocida internacionalmente que la de otros puntos de España, pero de una riqueza, solemnidad y devoción tan profundas que no envidiaba a ninguna. Llegaron al final de la nave y observaron la escultura. Tallado con gran realismo, el Cristo exánime aparecía con la cabeza ladeada a su derecha, con los ojos cerrados y la boca laxa, semiabierta. Era un cuerpo sin vida.

—Esta imagen representa un Cristo que ha sufrido terriblemente, es impresionante —apuntó Ariosto.

—Busquemos señales que enlacen con el enigma —respondió el archivero.

Ariosto desdobló el folio que contenía el texto y leyó la frase en cuestión.

«El Cristo sufriente lo hace suyo y señala la cruz de la esperanza».

Ambos miraron de nuevo a la talla.

—¿Ve que el Cristo señale algo, Pedro?

—Tal vez la inclinación de la cabeza nos esté diciendo algo —aventuró Hernández.

—Desgraciadamente, la postura del cuerpo clavado al madero impide que pueda señalar hacia ningún sitio. Los párpados ocultan una posible mirada y los puños están cerrados en torno a los clavos. No veo las indicaciones que hemos visto en los otros lugares —contestó Ariosto, con tono de desencanto.

—Tiene razón. Nuestra forma de interpretar el enigma no parece válida con este Cristo. Busquemos en el resto del templo —indicó Pedro, dubitativo.

Los dos hombres, cada uno por su lado, recorrieron de vuelta el santuario. A medio camino de la salida, en dos hornacinas insertadas en retablos neoclásicos, se enfrentaban un san Francisco y un san Buenaventura. El san Francisco, con la mano izquierda en el abdomen, miraba extasiado un crucifijo que sostenía en alto con la derecha.

—El san Francisco no me dice, nada, si el crucifijo señala algo, lo hace en sentido contrario a la ciudad —dijo Hernández.

—Pues el san Buenaventura, aunque sostiene una pluma de escribir en un ángulo sospechoso, tampoco termina de convencerme —contestó Ariosto, que volvió a mirar su reloj—. Me temo, amigo mío, que esta pista acaba aquí, sin resultado.

—No puede ser —respondió el archivero—. El mensaje era claro, había que buscar un Cristo sufriente. Tiene que ser éste.

—Amigo Pedro, este Cristo ya no sufre, está muerto —replicó Ariosto—. Debe haber otro que esté vivo, en algún lado.

—Pues aquí no lo hay —concluyó Hernández.

—Está claro que nos hemos equivocado. Revisemos el plano. El rosario de la virgen de los Plateros señalaba en una dirección. ¿Está seguro de que era la del Santuario del Cristo, Pedro?

—Bueno, más o menos —Hernández se colocó debajo de una luz para estudiar mejor el plano—. Si se acuerda, los dedos se dirigían al noroeste.

—Perdone la indicación, amigo mío —dijo Ariosto señalando con el índice un lugar en el plano—, pero creo que tal vez la línea que nos indicaba la virgen deba declinar uno o dos grados al oeste. Fíjese bien.

Pedro Hernández, siguió la ruta planteada por el dedo de Ariosto.

—Es posible —admitió, un tanto inseguro—. Según lo que usted dice, señala directamente al convento de las Clarisas, en la calle del Agua.

—Efectivamente, y creo que no tenemos ni un minuto que perder. ¿Podremos entrar?

Pedro permaneció unos segundos ensimismado, con cara de preocupación.

—No sabe usted, Luis, con quién tendrá que lidiar, la madre Virtudes, la abadesa del convento, es temible.

—No se preocupe, amigo Pedro, para eso está usted aquí. Estoy seguro de que se le ocurrirá algo, y pronto.