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La Laguna, sábado. 03:40 horas.
Antonio Galán se encontraba en la sala de juntas de la comisaría de La Laguna, reunido con Marcos Montero, un teniente coronel de la Guardia Civil, y Luis Peraza, el jefe de la Policía Local. También asistían los subinspectores Morales y Ramos, que se mantenían en silencio. La mortecina luz del techo apenas permitía observar con nitidez las marcas que el inspector había dibujado sobre un plano de la ciudad que destacaba en la enorme mesa de pino oscurecido que ocupaba la mayor parte del espacio. La sobria decoración de la estancia —un retrato descolorido del rey y una bandera nacional tan tiesa por los años que podía mantenerse en pie sin necesidad de asta— obligaba a concentrarse en las personas asistentes.
—Estos son los puntos de control que hemos establecido dentro y fuera de la ciudad —Galán no necesitó señalarlos, sus colegas estaban atentos y cogían los detalles el vuelo—. Conviene que nos coordinemos para cubrirlos todos. Si les parece bien, la Guardia Civil ocupará todos los accesos del lado oeste, alrededor de la casa cuartel. La Policía Local lo hará en el sur, en la salida hacia Santa Cruz. Nosotros nos ocuparemos del resto.
—Me imagino que querrá una vigilancia relativamente discreta —añadió el teniente coronel—. No debe cundir la intranquilidad en la población. Es evidente que no podemos parar a todos los que pasen por cada calle de la ciudad.
—Hagan los controles a quienes consideren que se ajustan al perfil de un posible secuestrador —contestó Galán—. Es viernes por la noche, o sábado de madrugada, como quieran, actúen como si se tratara de meros controles de alcoholemia. Nadie se extrañará.
—Desde luego, conocido el afán recaudatorio de las arcas públicas, ya nadie se extraña de tanto control —el Jefe de la Policía Local era conocido por sus opiniones liberales, aunque obedeciera las consignas de los políticos—. Sin embargo, la Policía Nacional no hace controles de alcohol rutinarios. Eso puede parecer anormal.
—Lo sé —el inspector ya había pensado en ese detalle—, nosotros haremos controles de extranjería.
—¿A las cuatro de la madrugada? —el Policía Local le miró con extrañeza.
—Sí, no hay problema —dijo Galán—, es la hora en que cierran los garitos de colombianos, bolivianos y ecuatorianos.
Peraza, el jefe de la Policía Local captó la indirecta del inspector. Aquellos locales cerraban mucho más tarde de la hora establecida en la ordenanza municipal de cierre de locales. Sus propietarios recurrían a la estratagema de cerrar las puertas a la hora legal, aunque se quedaba la clientela dentro. Cuando salían, lo hacían por la puerta trasera. Como quitaban la música, los vecinos circundantes —la mayoría originarios de esos países— no se quejaban y los agentes locales hacían la vista gorda.
Como Peraza no añadió nada, Galán prosiguió.
—La única pista válida que nos puede ayudar de momento es que es posible que se trate de un grupo organizado de origen italiano. Es importante hablar con las personas a quien se controle para tratar de captar el acento. —Sus contertulios le miraron incrédulos—. Sí, ya sé que es muy poco, pero es lo que tenemos. También cabe la posibilidad de que viajen en vehículos de alquiler. A esta hora es poco probable que encontremos turistas en la calle.
El teniente Coronel se rascó la nariz y echó un nuevo vistazo al plano.
—Me imagino que es consciente de que los secuestradores, tal como han montado este asunto —comentó—, pueden estar en cualquier lugar de la isla, si no han salido ya de ella.
—Es cierto —respondió el inspector—. No obstante, debemos estar preparados para observar cualquier actitud sospechosa, sobre todo cuando se aproxime la hora límite fijada por los secuestradores. Si se nos comunica el paradero del nuncio, es necesario estar lo más cerca posible. Acuérdense de lo que ocurrió en Florencia. Nadie quiere que ocurra aquí algo similar por llegar tarde. Es posible que el secuestrado no esté muy lejos, en la ciudad italiana el obispo se encontraba retenido en pleno centro de la ciudad.
—De acuerdo, está claro —dijo el mando de la Guardia Civil—. Estaremos conectados a través de las emisoras. Pongámonos en marcha.
—Un último detalle, Peraza —dijo Galán—. Hay algo que sólo la Policía Local puede hacer, ya que conoce al vecindario.
—Dígame, Galán —respondió el interpelado—. ¿De qué se trata?
—Necesito que las puertas de algunas iglesias de la ciudad se abran para inspeccionarlas antes de una hora. Tal vez los secuestradores sigan el mismo modus operandi que en Italia. Conviene por ello registrarlas a fondo.
—¿Sabe usted lo que me está pidiendo? —dijo el Policía Local, asombrado—. Habrá que levantar a la mitad del clero censado, y no crea que tienen buen despertar.
—Sé que se trata de un pequeño esfuerzo, pero no podemos dejar de lado ninguna posibilidad —Galán se levantó, y dio por terminada la reunión—, espero que lo comprenda.
—Haré lo que pueda —dijo Peraza—, pero es algo completamente fuera de lo normal.
—Consulte con el alcalde —contestó Galán—, seguro que está de acuerdo.
—El alcalde está ilocalizable, llevamos toda la noche sin contactar con él. Trataré de hablar con la teniente de alcalde, esa mujer es de las que parece que nunca duermen.
Todos conocían a la mano derecha del alcalde, Cristobalina Macías, una mujer de armas tomar. Seca y fea como un dolor, pero competente y puntillosa en su trabajo, y esa era una actitud que agradecían por los sufridos funcionarios que tenían ganas de trabajar.
—Para dar más fuerza al asunto —añadió Galán, dejando pasar primero a sus colegas por la puerta de la sala— mis dos mejores hombres acompañarán a los agentes municipales a hablar con los curas y las monjas.
—Bien —concluyó Peraza—, me parece buena idea.
—En diez minutos se reunirán con usted en el Ayuntamiento.
Mientras el grupo bajaba las escaleras del segundo piso y cada uno seguía su camino, Morales y Ramos se retrasaron unos escalones.
—Estoy seguro de que sabes quiénes son «mis dos mejores hombres» —dijo Morales, en voz baja—. No hay nada como un buen paseo nocturno por la ciudad visitando iglesias ¿No te parece, Ramos?
El subinspector taladró a Morales con la mirada, lo sobrepasó y siguió bajando la escalera. Si alguien hubiera estado lo suficientemente cerca de él, posiblemente hubiera escuchado su musitada imprecación.
—Hay que joderse.