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Port Vila, Vanuatu, Océano Pacífico Sur, sábado. 16:01 hora local.

06:01 hora canaria.

Moise Iwai era el director de la sucursal principal del Pacific Bank of Vanuatu, un pequeño banco situado en Teoma Street, una calle principal de Port Vila, la capital del archipiélago de Vanuatu, un grupo de pequeñas islas de naturaleza volcánica perdidas en el Pacífico, al noroeste de Australia.

El carácter especial de la legislación bancaria del país hacía que se le considerase como un paraíso fiscal. El Pacific Bank había ganado prestigio en la comunidad financiera no por sus importantes fondos de inversión, sino como banco puente entre diversos países. El secreto bancario posibilita a los bancos del Archipiélago no informar sobre la procedencia de las transferencias que pasan por sus cuentas ni su destino. Por eso es elegido por multitud de sociedades de todo el mundo, a las que en algún momento de su existencia, interesa que el dinero pase por Vanuatu.

El beneficio del Pacific Bank está en las comisiones que aplican a sus clientes por las transferencias, que habían aumentado en el último año sin que los afectados se hubieran quejado de ello.

Iwai miró el reloj de pared de su oficina. Era la hora de cerrar. En Vanuatu los bancos —y los comercios en general—, cerraban los sábados a primera hora de la tarde, y el descanso era sagrado. Como en tantos otros lugares aislados, la religión es muy importante y las celebraciones dominicales conforman una parte esencial de la actividad social de la isla. A las cuatro en punto el banco cerraba, y cesaba toda la actividad bancaria hasta el lunes a las siete de la mañana.

El director observó con desagrado la pantalla de su ordenador. En el último minuto se había colado una transferencia de una cuenta creada por un cliente de Costa Rica al que nunca había conocido, y que siempre transfería los fondos que le llegaban directamente a otra cuenta en las islas Nauru.

Aquella transferencia había llegado en el límite horario, y por ello, la cantidad que había entrado en la cuenta, nada menos que veinte millones de euros, quedaría retenida en el banco Vanuatés hasta el lunes a primera hora.

Iwai se percató de una circunstancia extraña en el origen de los fondos. Era un banco con el que nunca había trabajado. Consultó el listado mundial de entidades bancarias y descubrió que se trataba de la Banca Vaticana. Era la primera vez que su banco recibía una transferencia de Roma.

Aquello debía ser un error. El papa no podía participar en los oscuros trapicheos de los bancos mundiales.

Por esas casualidades de la vida, Iwai era el sobrino del obispo católico de la diócesis de Port Vila, del arzobispado de Nouméa, monseñor Sope, que lidiaba con los fieles de varios mini estados isleños en franca minoría frente a las distintas creencias protestantes de sus conciudadanos, muy influenciados por la cultura anglosajona.

Llamaría esa tarde a su tío y le comentaría la existencia de esa transferencia. No era la primera vez que bailaba algún número y un traspaso no deseado acababa en su banco. Que lo consultara con Roma, y si se trataba de una equivocación, el lunes devolvería los fondos a su procedencia para que volvieran a hacer la transferencia de nuevo con la numeración correcta.

A Iwai le gustaba su trabajo. Era un perfeccioncita y procuraba que nadie saliera perjudicado con su gestión. Este era un caso en que podía corregir un probable error, y con ello, tal vez una injusticia. Satisfecho de su decisión, apagó el ordenador y se dispuso a pasar un buen fin de semana con la familia. Tal vez irían a la playa, a comer langostas hervidas en agua de coco. Vanuatu tenía fama de ser el país más feliz del mundo. Por algo sería.