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La Laguna, sábado. 04:30 horas.
Eliseo Dorta no quería acordarse de la última vez que estuvo en una comisaría. Por eso le sudaban las manos y los pies. Era una reacción involuntaria que le producía gran desasosiego. Sobre todo por los pies, y a pesar de calzar unas plantillas con fibra de carbono contra olores y humedades, no las tenía todas consigo.
Se encontraba en un despacho aséptico casi vacío —una mesa vacía de formica marrón fabricada lo menos cuarenta años atrás y tres sillas a juego—, bajo una deprimente luz fluorescente amarillenta, la misma que existía en todas las comisarías españolas. Tras la puerta abierta que daba al pasillo, oía un conjunto de sonidos variados, tacones en la escalera, máquinas de escribir antiguas que sólo usan ya algunos policías, portazos incontrolados y algo indefinido que le sonó al aullido desesperado de un detenido borracho en lo más profundo de las mazmorras. Bueno, no eran mazmorras, pero los calabozos las imitaban modernamente a la perfección.
En uno de aquellos calabozos pasó una noche de carnaval en Santa Cruz. Todo por pasarse de listo. La fiesta comenzó cuando unos amigos de la peña futbolística del barrio tuvieron la ocurrencia de disfrazarse de policías locales. El error consistió en que eligieron el uniforme femenino, con unas enormes pelucas rubias que apenas permitían encasquetarse la gorra de los municipales. Si la primera idea no era buena, fue peor la de aprovisionarse de una poción con la que sus compañeros de juerga llenaron varias cantimploras y botellas de plástico de dos litros. Los cócteles resultantes perdieron por completo la denominación de bebidas blancas y su efecto no se hizo esperar al par de horas de baile en la calle, entre las miles de personas que abarrotaban el centro de la ciudad. No se acordaba de la hora en que perdió a su grupo. No importaba, se divertiría solo. Los problemas comenzaron cuando se obstinó en multar a un par de policías nacionales muy serios que llevaban toda la noche sin probar una gota de alcohol, controlando al personal. Sí, el coche patrulla no estaba estacionado correctamente, pero ese detalle parecía ser irrelevante. A pesar de ser conminado dieciocho veces a que desistiera de su actitud obsesiva con los agentes del orden, Eliseo, cabezota él, quiso seguir con la broma y acabó dentro del coche policial mal aparcado que se había empeñado en multar. El hecho de que vomitara dentro del automóvil poco después no mejoró la situación. El traslado a una furgoneta blindada y el acceso a una suite de barrotes para seis personas con todos los gastos pagados no duró más de quince minutos. Eficiencia policial. Para que luego digan.
Pero si aquello había sido una pesadilla, no tenía nombre lo que ocurrió al salir del juzgado a la resacosa mañana siguiente, cuando una juez con cara de eterno cabreo le dejó en libertad tras echarle un rapapolvo y a la salida le esperaba su mujer, que debía haber comido lo mismo que la juez, por la expresión de su cara.
Eliseo corrió un telón de acero sobre aquellos recuerdos y trató de devolverlos a la cripta mental de donde habían salido.
Dejó el archivador de documentos sobre la mesa y trató de recordar detalles de los tipos que alquilaron el Altea XL y la Yamaha.
—¿Señor Dorta?
Un tipo atlético entró en el despacho y se sentó en una de las sillas. A pesar de ir vestido de calle, con una camisa de marca remangada en los antebrazos y pantalón vaquero, debía ser el poli a quien tenía que ver. Por lo menos no era el tipo duro y desagradable que se esperaba.
—Soy el inspector Antonio Galán —el hombre sonrió, tratando de tranquilizar al citado a declarar—. Según nos ha comunicado la policía del Puerto de la Cruz, usted trabaja en una agencia de alquiler de coches —Dorta asintió, todavía tenía un nudo en la garganta que le impedía hablar. El policía continuó—. La semana pasada alquiló usted dos vehículos a la misma persona. ¿Ha traído los contratos?
—Sí —el interpelado sacó los documentos del archivador. Ya los tenía preparados—, aquí los tiene.
Galán examinó los documentos durante unos minutos. Dos contratos tipo, de los que se rellenan en el ordenador y salen impresos incluso con la firma del responsable de la agencia. Uno de ellos era la copia gemela del que había encontrado dentro del coche. Sólo aparecían a bolígrafo cuatro firmas repartidas en distintos lugares de la hoja, tras unos párrafos que para leerlos se necesitaba una lupa, y las cruces de aceptación o exclusión de algunos servicios suplementarios, igualmente microscópicos. Buscó los datos del cliente. Tomasso Ranieri, vía Goldoni, 34, Milano. Un número de pasaporte. El apartado de pago con tarjeta de crédito estaba vacío.
—¿No pagó con tarjeta? —preguntó.
—Dijo que prefería pagar en efectivo —respondió el del rent-a-car—. Aunque no es lo usual, si deposita la fianza, que es dos veces el importe del alquiler, lo aceptamos. Las empresas pequeñas tenemos que hacer concesiones, la competencia de las grandes es muy fuerte. Comprenda usted, se trataba de un alquiler de tres semanas de dos automóviles de los caros, pagaban por adelantado y parecían responsables.
—¿Parecían?
—Sí, eran dos tipos bien vestidos, quizá extravagantemente modernos, como la mayoría de los italianos, con chaquetas de sport sobre camisas de lino blancas con faldones y zapatos caros sin calcetines.
Galán se asombró de la retentiva del interrogado. Seguro que era capaz de darle las marcas de los zapatos.
—¿Podría reconocerlos si los ve otra vez?
—Bueno… —el hombre pareció dudar—, creo que sí. Hace ya una semana y por la oficina pasan muchas personas, pero de estos me acordaría. Recuerdo más a uno que al otro. El primero fue el que habló, el segundo no abrió la boca. Tenía un acento italiano muy marcado. Había algo extraño en lo que decía. Al principio se expresaba con mucha dificultad, como si apenas conociera cuatro o cinco palabras de español. Sin embargo, en un momento de la conversación utilizó varios términos jurídicos que no me esperaba. No las uso nunca. Algo así como locación, rescisión…
—¿Cómo eran físicamente?
—El que habló era mayor, de unos cincuenta años. Delgado, pelo canoso y corto. Gafas de sol de las caras. Parecía un tipo con clase. El otro, más corpulento, de unos cuarenta, moreno, cara de pocos amigos. Piel oscura, podría pasar por griego o turco. El primero era el que llevaba la voz cantante. El segundo parecía su empleado, pero eso es sólo una opinión.
Galán escuchaba mientras repasaba las cláusulas del contrato. Trataba de exprimirlo al máximo.
—¿Por qué no rellenaron la casilla de domicilio en la isla? —preguntó.
—No es un dato muy importante. Casi nadie lo rellena y en este caso, como ya habían pagado, no me pareció relevante. Pero si lo que quiere saber es dónde se alojan, podría decírselo.
—¿Cómo es eso? —respondió el policía, interesado.
—El tipo callado llevaba una camisa blanca y en el bolsillo del pecho se transparentaba una llave de esas de hotel, de las que parecen tarjetas de crédito. Reconocí el logo del hotel La dalia negra. Es un hotelucho de citas y de gente rara, un lugar donde no se hacen muchas preguntas a los clientes. No es que yo me haya hospedado allí, pero ya sabe, en lugares turísticos, los que vivimos de esto conocemos el paisaje.
Galán se levantó raudo. Una sonrisa cruzaba su cara.
—La dalia negra… Eliseo, lléveme a ese hotel.
—¿Ahora?
—Sí, ahora, tiene que volver al Puerto de la Cruz, ¿no es verdad? No se preocupe, iremos en su coche. Tengo entendido que no le gustan los vehículos policiales.