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Santa Cruz de Tenerife, sábado. 10:15 horas.
—¿Quedamos en eso, señorita Clavijo? —preguntó el presidente del Gobierno de Canarias.
—De acuerdo, señor presidente, pero no se olvide de su promesa —respondió la periodista, resignada.
El presidente se acercó a Sandra y le dio dos besos a modo de despedida. Estrechó agradecido la mano de Ariosto una vez más, dio la vuelta y se dirigió, seguido por dos guardaespaldas con trajes entallados, a un enorme automóvil oscuro donde su chófer le estaba esperando.
—No es mal acuerdo, ¿no cree, Sandra? —comentó Ariosto.
—No sé si estoy haciendo lo correcto, Luis —contestó, dubitativa—. Yo hubiera querido publicar esta misma mañana un amplio reportaje de lo sucedido. Ya había hablado con el director del periódico para hacer una tirada extraordinaria.
—Debes comprenderlo, es mejor que todo este asunto no se haga público hasta después de las inauguraciones. Sólo eso es lo que te ha pedido el presidente. Si no fuera así, los periodistas y los curiosos desmerecerían la solemnidad de los actos. La compensación no está mal, tendrás la exclusiva de entrevistar a cualquier miembro del Gobierno durante un mes. Y ha prometido que gestionará encuentros con el presidente del Gobierno de la Nación y con el mismísimo papa. No te puedes quejar. Todos van a hacer un esfuerzo. Los policías mantendrán la boca cerrada, los curas también, y hasta el nuncio va a estar presente en las celebraciones, a pesar de todo por lo que ha pasado.
—¿Cómo es posible? ¿No está en el hospital?
—Sí, pero afortunadamente no le ha ocurrido nada grave. Una pérdida de consciencia debida a la falta de oxígeno, pero por suerte llegamos a tiempo. Le han dado el alta, aunque le han aconsejado que trate de evitar esfuerzos. Estará en la catedral e inaugurará la exposición, y luego se irá a descansar.
—¿Y Antonio? ¿Fue al mismo hospital?
—Sí, nuestro querido amigo Galán, al igual que su colega el policía municipal, están fuera de peligro, aunque me temo que la convalecencia les llevará algunos meses. Fue una suerte que Marta despertase cuando lo hizo y que la pistola del municipal estuviera a mano. Ahora está con él en el hospital.
—¿Y dónde está el jefe de los secuestradores? —Sandra había recuperado su instinto periodístico—. ¿Cómo supiste que se escondería en el propio convento? ¿Lo conocías de algo?
—Está detenido. Se lo llevaron Ramos y Morales, que no estaban nada contentos con él. Ramos se quejaba de algo confuso, relativo a un desayuno frustrado. —Ariosto se detuvo un momento, sopesando lo que iba a decir a continuación—. Respecto a tu segunda pregunta, te diré que sólo me pregunté qué hubiera hecho yo en su lugar si quería despistar a la Policía. Es una regla del arte de la guerra, haz lo contrario de lo que tu rival espera de ti. En cuanto a la última pregunta, pensé por un momento que se trataba de un antiguo conocido mío, pero luego me di cuenta de que estaba equivocado. A la persona que robó la Cruz no la conozco de nada.
Ariosto sonrió, con un punto de amargura, había sido capaz de contestar a las preguntas de Sandra sin mentir, aunque ella nunca sabría hasta qué punto su lenguaje era figurado.