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Santa Cruz de Tenerife, viernes. 16.00 horas.

El cristal oscurecido de la redacción apenas podía luchar contra los candentes rayos solares a aquella hora de la tarde. El ambiente amenazaba con convertirse en tórrido, y algún gracioso había desconectado el aire acondicionado, por aquello del ahorro. Sandra Clavijo echó un vistazo a su alrededor. Sólo había una mesa ocupada, la de Pedrito Bencomo, el que se encargaba de las crónicas políticas. De resto, estaban todas vacías. O bien todos habían aprovechado la mañana del viernes para hacer su trabajo y comenzar el fin de semana desde el mediodía o se estaban escaqueando fuera del periódico. Sandra hubiera hecho lo mismo de haber podido, pero debía terminar el reportaje sobre la reapertura de la catedral y de la exposición de Ariosto, que se publicaría sin falta al día siguiente.

La joven redactora, una chica atractiva de veintipocos años, pelo oscuro cortado a la altura del cuello, camiseta y pantalón ajustados y zapatos bajos, se había hecho famosa unos meses atrás al verse involucrada en la investigación de los asesinatos en serie que habían tenido lugar en La Laguna. Su protagonismo en su resolución le valió un ascenso y el reconocimiento profesional de sus compañeros.

Desechó la idea de tomar otro café, le iba a producir acidez, y lo más probable es que no le hiciera efecto hasta la madrugada, con lo que la perspectiva de pasar otra mala noche no le sedujo en absoluto. Estaba con el curriculum del nuncio del papa: un sacerdote doctor en Teología, licenciado en Económicas, antiguo componente de la selección alemana júnior de atletismo. En los últimos años había promovido la ayuda económica a los países del Sahel, donde se iniciaba el éxodo de muchos africanos hambrientos y desesperados en dirección al Mediterráneo. Por lo menos se lo había currado, vamos, que no era un amiguete enchufado del Pontífice. Y encima tenía cierto atractivo, debía elegir entre varias fotos del embajador vaticano, y en todas ellas parecía un hombre alto y delgado, bien parecido por no decir guapo, y con unas canas muy interesantes. En cierta manera, le recordó a Ariosto, aunque en una versión mayor.

Ariosto, con quien había congeniado en los últimos meses, era un hombre extraordinario y sorprendente. Habían estado redactando un libro sobre los sucesos de los túneles acaecidos en los meses anteriores, que con toda seguridad iba a ser un éxito. Con el trato cotidiano, Sandra se dio cuenta de que el interés de él por ella se limitaba a una buena amistad. Sabía que podía esperar su ayuda en lo que necesitara, pero nada más. Tal vez fuera mejor así, la diferencia de edad era ostensible, y a ella le quedaba toda la vida por delante. A pesar de ello, reconocía que era un tipo muy interesante.

Sus pensamientos volvieron al nuncio. Insertó en el texto una foto de medio cuerpo tomada en la calle, le pareció que era en la que más natural quedaba. Una bombillita en el cerebro le recordó que debía guardar lo escrito, no fuera a ocurrir que al ordenador le diera por hacer otra vez de las suyas, y se dispuso a revisar el texto en busca de las pequeñas erratas que disfrutaban escondiéndose de su inquisitoria mirada.

Una alarma visual de mensaje electrónico recibido destelló en la barra inferior de su pantalla. Sandra dudó en atenderla o seguir con la corrección del artículo. Se merecía un pequeño descanso, por lo decidió minimizar el editor de textos y amplió el correo.

Sra. Clavijo. Importancia Esencial. Solo para sus ojos, rezaba el título. Buscó el remitente: lc2439@hotmail.com. Aquello tenía la pinta de ser otro estúpido spam o un bromista desocupado. La curiosidad pudo con ella, y como no aparecía reflejado ningún peligro de virus, abrió el correo. Era sólo de texto, con una única frase:

Recibirá una llamada a las 4:15 p.m. Muy importante para la su carrera profesional.

Sandra arqueó una ceja. ¿Era alguna clase de publicidad? Si era así, ya estaba predispuesta en contra por aquella falta de ortografía «¿la su carrera?». También le llamó la atención lo de 4:15p.m. En España se escribía 16:15, lo que le hizo sospechar que era un correo extranjero, tal vez uno de esos rusos o chinos que llegaban continuamente de rebote.

Miró el reloj de la redacción. Las cuatro y cuarto, mira por dónde. Como aquello no se merecía más tiempo, pulsó la orden de eliminar y volvió al editor de textos.

Su teléfono móvil comenzó a sonar. Miró la pantalla: número oculto. Estuvo a punto de rechazar la llamada, odiaba los números ocultos. Generalmente detrás de ellos había una operadora de acento extranjero que pretendía vender algo completamente innecesario. Sin embargo, tal vez por el aviso del correo electrónico, pulsó el botón de recibir la llamada.

—¿Diga? —no pudo evitar adoptar un tono de fastidio.

—Señorita Clavijo —una voz grave de hombre mayor se oyó al otro lado—. Le ruego que escuche atentamente…

Sandra se extrañó de aquella frase… le ruego…, le recordaba a la forma de hablar de Ariosto. La voz poseía un leve acento… ¿argentino?…, no, le faltaba verborrea, más bien italiano…, sí, decididamente italiano.

—Espero que no sea una broma, no tengo mi mejor tarde.

—Tal vez sea porque no ha comido bien —respondió su interlocutor—. Un bocadillo de jamón no es suficiente para trabajar todo el día…

Una alarma se disparó en la cabeza de Sandra…, efectivamente, su almuerzo había consistido en un bocadillo de jamón serrano, de los que hacían en el bar de abajo, y muy bien, por cierto. La voz prosiguió.

—O tal vez fuera porque llegó demasiado pronto al supermercado y tuvo que esperar diez minutos a que abrieran. Ni siquiera la lectura de la prensa rival haciendo tiempo logró quitarle ese mal humor…

—¿Quién es usted? —Sandra sintió una mezcla de miedo e indignación. Alguien la había estado siguiendo aquella mañana—. Voy a llamar a la policía.

—No pierda el tiempo con la policía. Esta llamada no puede ser localizada, se lo puedo asegurar. Escuche, no pretendo otra cosa que captar su atención. —El hombre dejó pasar un segundo, Sandra se dio cuenta de que había logrado captar toda, pero toda su atención—. Esta noche va a ocurrir un acontecimiento mediático sin precedentes en la isla. Algo que dará que hablar durante generaciones, y quiero que usted sea mi enlace con los medios de comunicación. A la dos en punto de la madrugada, abra su correo electrónico.

—¡Un momento! —respondió Sandra, alzando la voz—, no pienso seguirle el juego a alguien que no conozco y que anda con tanto secretismo. Si me niego a hacer lo que dice… ¿Qué va a hacer? ¿Va a continuar siguiéndome?, le advierto que tengo amistades en la policía.

—No se preocupe por su integridad —la voz mantenía un tono neutro, sin sobresaltos, como si ya esperase esa salida de Sandra—, no está en peligro. Si no accede a mi petición, utilizaré a Fabio Méndez, el cronista del Heraldo tinerfeño, su periódico rival…

—Olvídese de Fabio Méndez —Sandra no podía soportar a ese petulante engreído que escribía fatal—. Dígame al menos con quién hablo.

—Mi nombre es irrelevante. No aportaría nada salvo confusión. —El hombre hizo una leve pausa—. No se olvide, a las dos en punto.

La comunicación se cortó. Sandra permaneció durante unos segundos con el móvil en la mano. Notó que el pulso le temblaba. Hacía tiempo que una llamada no le producía tanto desasosiego. Aquello le daba mala espina. Muy, pero que muy mala espina.