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La Laguna, sábado. 06:30 horas.

Olegario mantenía una distancia prudencial respecto a la moto. Al llegar a la carretera de Las Mercedes, el chófer dejó pasar dos automóviles, aún cuando perdió un par de minutos, para que hicieran de pantalla y no revelaran su presencia de inmediato. Apostó a que el motorista conduciría sin prisa.

Los automóviles subieron por la carretera rumbo al macizo de Anaga, formado por un sinfín de montañas espectaculares cortadas a pico sobre profundos barrancos que ocupaban la parte noreste de la isla. La carretera serpenteaba describiendo mil curvas por la dorsal de aquella pequeña cordillera. Dejaron pronto la Cruz del Carmen, un cruce concurrido los domingos, pero que a aquella hora estaba desierto. Cuando la primera luz del amanecer apareció detrás de las cumbres de Gran Canaria, al otro lado del mar, uno de los automóviles giró en el desvío al caserío de Carboneras. Un kilómetro más allá el chófer divisó la moto, que circulaba un poco por debajo de la velocidad permitida. Tras estudiarla en cada curva, Olegario se aseguró que era la misma del incidente del día anterior. Y su conductor también era el mismo.

El siguiente coche se desvió hacia la aldea de Afur dos kilómetros adelante y el Mercedes negro quedó justo detrás de la motocicleta. Su presencia comenzaba a ser demasiado obvia con el despertar del día.

El serbio se percató del peculiar automóvil que lo seguía en una de las pocas rectas que poseía la carretera. La distancia de doscientos metros que el elegante coche mantenía no le sirvió para seguir inadvertido.

Olegario se dio cuenta de que había sido localizado cuando notó que la moto aumentaba su velocidad. El chófer de Ariosto conocía la carretera y era consciente que una moto bien manejada se perdería fácilmente en sus continuas revueltas. Sabía también que, un kilómetro más adelante existía una recta en la que podría hacer valer la mayor potencia del Mercedes.

El automóvil comenzó a acelerar de una manera temeraria, invadiendo el carril contrario continuamente y pasando a centímetros de los bordes de asfalto que lo separaban de abismos amenazadores. La vía transcurría en aquella zona dejando un profundo barranco a su derecha. El chófer oteó las curvas que se encontraban mucho más adelante en la carretera, similares a ondulantes serpentinas. La falta de luces en sentido contrario le puso sobre aviso de que no se encontraría con vehículos de frente y pisó el pedal al máximo de lo que le permitía la carretera. Para que el motorista no se percatara del cambio de velocidad, Olegario apagó las luces. Veía lo suficiente en la penumbra del amanecer.

El ruido del motor de la motocicleta no permitió a su conductor escuchar los chirridos de las ruedas del Mercedes en cada curva, y cómo se iba acercando. De hecho, la desaparición del par de faros que le perseguía le hizo creer que había dejado atrás al automóvil.

Olegario logró colocarse a unos treinta metros de la moto. Si su memoria no fallaba, dos curvas después llegarían a la recta. Cuando la moto estaba a unos veinte metros, aceleró el automóvil al máximo y llegó a los cien kilómetros por hora a mitad de la recta. Alcanzó a la moto y la sobrepasó cuando el tramo estaba acabando. El motorista estaba desprevenido cuando la sombra negra le adelantó por su izquierda, intentó acelerar a su vez, pero ya era demasiado tarde. Los faros de freno del Mercedes se encendieron súbitamente cuando comenzaba la primera curva. El automóvil frenó en seco y se abrió en diagonal ocupando toda la calzada, intentando detener al motorista. El serbio no tuvo tiempo de frenar, intentó escapar por la derecha del automóvil, donde vio un hueco de apenas un metro de ancho. La rueda delantera pasó, pero la trasera chocó con el parachoques del coche, y el conductor perdió el control de la moto, que salió despedida contra el quitamiedos de piedra que existía al borde de la carretera. La rueda delantera se empotró en la pared protectora, pero la inercia despidió al conductor por encima. El serbio describió un arco en el aire y cayó por detrás del parapeto hacia el fondo del barranco. Una caída de diez metros hizo que Olegario tardara un par de segundos en escuchar el golpe. No se esperaba que la persecución concluyera de aquella manera. Sólo pretendía detener al motorista.

El chófer paró el motor y bajó del auto. Corrió a asomarse al borde de la carretera, junto a la destrozada moto. Abajo, en la escarpada ladera de la montaña, rodeado de matorrales, se encontraba el cuerpo de su rival. Notó que aún se movía, pero era incapaz de levantarse.

El chófer sacó su móvil y marcó el número de la policía. Mientras esperaba que contestaran, sintió que aquella revancha no le había dejado satisfecho.