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La Laguna, sábado. 01:31 horas.
La sombra de un hombre surgió del silencio en la fría noche lagunera. Sus botas de goma no hicieron ruido sobre el asfalto del pequeño aparcamiento existente en la trasera del edificio del obispado. Había bajado de una vieja Ford Transit de reparto, aparentemente averiada, que llevaba quince horas estacionada en aquel lugar, esperando con paciencia a que acudiera un mecánico.
Si hubiera habido alguien lo suficiente inconsciente como para estar aquella hora y con aquel frío húmedo cerca de la furgoneta, habría sentido la alarma de un pequeño reloj Casio que sonó impertinente a la una y media de la madrugada, un minuto antes. Pero no lo había.
En apenas diez segundos, con furtivos movimientos que contradecían el previsible entumecimiento por la estancia de todo el día agazapado dentro del automóvil, el hombre se acercó a la enorme puerta de metal que separaba el recinto de la calle Tabares de Cala. Después de dejar en el suelo una mochila con los recuerdos de su encierro, sacó una linterna minúscula y dibujó con ella un ojal de luz en la cerradura interior del portalón. Nadie escuchó un leve tintineo metálico cuando una mano experta introdujo unas pequeñas ganzúas en el mecanismo de apertura. La puerta se abrió por fin y la luz de las farolas de la calle acompañó al giro de las bisagras. Al otro lado esperaba, subido momentáneamente a la acera, un Audi 6 Avant negro del que descendieron dos figuras gemelas a la que les franqueó la entrada. Pasaron a la oscuridad del aparcamiento en medio segundo y cerraron la puerta tras ellos, mientras el automóvil volvía a la circulación.
Sin dirigirse la palabra, y como piezas autómatas de una coreografía teatral, los tres hombres vestidos de negro se colocaron pasamontañas y visores nocturnos y caminaron agachados en fila india por la pared de la fachada trasera del enorme edificio obispal. Enfrente, al otro lado de un amplio patio, se encontraba la residencia sacerdotal. Las ventanas permanecían oscuras. Los ocupantes de sus estancias tenían hábitos saludables, y todos dormían plácidamente. Las mortecinas farolas de aquel espacio estaban apagadas a aquella hora. Cuestión de ahorro.
Los tres hombres se detuvieron frente a una puerta de madera al extremo del muro que recorría aquella zona trasera del edificio principal. Era la entrada de servicio al obispado. Su cerradura resistió aún menos tiempo que la de la calle. La puerta se abrió lentamente, empujada por una previsora mano, que intentó evitar el rechinar de las bisagras. Vana precaución, estaban perfectamente engrasadas fruto de la rehabilitación exhaustiva a que fue sometido el edificio tras el voraz incendio que lo consumió casi por completo en enero de 2006.
Los tres hombres entraron al antiguo edificio y desembocaron en un estrecho patio trasero. La puerta que conectaba con el gran patio porticado central, que presidía una pequeña estatua de la Candelaria sobre una fuente, estaba cerrada. Mejor, así no se tendrían que encargar del vigilante de seguridad que ocupaba un pequeño despacho junto a la puerta principal, en la calle de San Agustín.
El grupo rodeó la tapa de madera que cubría el aljibe original de la casa y comenzó a subir por una escalera de piedra adosada al muro exterior. La oscuridad les impidió observar el verdín que cubría como una alfombra los grises escalones, pero notaron su viscosidad en las suelas de goma. La escalera terminaba en otra puerta en el piso superior. El hombre que iba en cabeza probó a girar el picaporte de hierro en forma de argolla. La puerta no estaba cerrada con llave. Se abrió hacia fuera y aquellas sombras entraron en el edificio en completo silencio.
Las botas de goma apenas reverberaban en el piso de madera de la planta superior. Cualquier otro calzado hubiera rechinado escandalosamente. Olía intensamente a barniz. Otra puerta abierta les introdujo en un amplio comedor, y de allí al pasillo porticado que daba al patio. Enormes aparadores de oscura madera tallada alternaban con sillas forradas de tela, todo ello débilmente iluminado por altos ventanales, por donde se filtraba el resplandor de la ciudad. Los intrusos no detectaron movimiento alguno, como estaba previsto.
Al final del pasillo, y junto a una espléndida escalera de piedra que descendía al piso bajo, se enfrentaron a una pared de cristal traslúcido que llegaba hasta el techo. Era el acceso al despacho y a los aposentos privados del obispo. Esta vez la puerta se encontraba cerrada. El experto en aperturas se acercó y comenzó a trastear con sus herramientas. Trabajaba rápido y con cierta comodidad. Sabía que no había alarmas en aquel lugar del edificio. Medio minuto después el pasador dio una vuelta sobre sí mismo y el cristal se abrió.
El grupo tuvo acceso a otro ancho pasillo paralelo a la zona de trabajo del rector de la diócesis que desembocaba en la curiosa capilla del obispo —un gigantesco mosaico neobizantino en que la Virgen y los apóstoles amenazaban con envolver a cualquier visitante que entrara inadvertido—. Dejaron de lado la capilla y se centraron en la puerta extrema del pasillo. Dos macizas hojas de roble daban paso a un elegante salón de reuniones anexo al despacho obispal. Estaba abierta. Si los datos que poseían eran ciertos, en la siguiente estancia, tras el despacho, se encontraría el dormitorio del secretario del nuncio, su mano derecha. Rodearon un enorme escritorio de madera tallada con tres sillas tapizadas de púrpura que la enfrentaban y se asomaron a una puerta entornada. Los visores nocturnos enfocaron a un hombre acostado que dormía tranquilamente en una cama alta de hierro. El primero de los hombres se acercó, sacó de una riñonera una pequeña pistola de dardos y realizó un disparo al brazo de aquel hombre a corta distancia. Este notó el pinchazo, pero no llegó a despertarse, murmuró una queja mientras se giraba totalmente en la cama. Siguió durmiendo, pero esta vez narcotizado.
Pasaron al siguiente dormitorio, la última estancia de aquel lado del edificio. En una cama con dosel roncaba suavemente el objetivo del grupo, el nuncio papal. De igual manera que con el secretario, los hombres rodearon la cama y el portador de la pistola destapó la sábana que cubría hasta el cuello al sacerdote. A la vista del brazo, el asaltante disparó con cuidado de no fallar. Esta vez el receptor del impacto comenzó a despertarse.
El narcótico —una dosis especial de clorhidrato de ketamina— funcionaba en pocos segundos, pero había que evitar que el objetivo se despertara. El hombre que estaba a su izquierda echó mano de su riñonera y sacó una pequeña cachiporra que abatió profesionalmente sobre la sien del cura. Un leve gemido surgió de la garganta del nuncio, antes de quedar totalmente exánime en la cama, inmóvil.
El tercer hombre desplegó una enorme bolsa de tela que llevaba en una pequeña mochila mientras los otros dos procedían a atar y a amordazar a la inconsciente víctima. Después levantaron al nuncio en vilo y lo colocaron dentro de la bolsa. Sólo se oyó el cierre de la larga cremallera un segundo antes de que el más corpulento de los agresores se colocara la bolsa al hombro, como un fardo.
La salida era, en teoría, más fácil. No había que abrir más puertas. Sólo cerrarlas. Al pasar por el pasillo que daba al patio central del edificio dejaron la bolsa en el suelo y la arrastraron suavemente sobre la pulida madera. El vigilante, que se mantenía apenas despierto soportando un programa basura en el pequeño televisor portátil que descansaba en su mesa, no se percató de los movimientos que se producían en la planta alta.
Los asaltantes salieron al patio trasero y el nuncio volvió a ser subido al hombro de uno de su captores. Bajaron rápidamente la escalera y salieron de nuevo al exterior. La residencia de sacerdotes seguía igual de oscura que pocos minutos antes. Llegaron a la puerta del aparcamiento y la abrieron, dejándola entornada. Al cabo de medio minuto reapareció el mismo automóvil negro y se subió a la acera. Una vez comprobado que no hubiera miradas indiscretas en la desierta vía, los asaltantes se despojaron de los visores y pasamontañas, abrieron el maletero posterior del auto y el más fuerte depositó en él la carga que portaba. Cerraron el capó y subieron al coche. El Audi inició la marcha suavemente, bajando de la acera y enfilando, sin prisas, la calle abajo.
El conductor miró su reloj, la operación había durado cinco minutos y treinta y seis segundos, una marca aceptable. Sentía el clásico hormigueo de los grandes acontecimientos. De nuevo, la partida había comenzado.