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Florencia, Italia. Hace un año.

La puerta desapareció cuando estalló el explosivo plástico.

El teniente Falletti no necesitó dar ninguna orden a sus hombres. Un segundo después, todos pasaron el umbral en posición de combate en una sincronía de movimientos memorizados.

Buonasegna, el primer agente de los SIG Carabinieri, las fuerzas especiales de la policía florentina, dirigió el láser del visor del subfusil Steyr AUG hacia el final de aquella escalera que descendía en la oscuridad. Ningún obstáculo a la vista. Bajó de perfil los escalones con rapidez, sabía que era blanco fácil para un tirador que pudiera estar apostado en la base. Llegó al final y se apartó a la derecha barriendo con la mira de su arma el perímetro del vacío habitáculo en que había desembocado. Sus tres compañeros se deslizaron tras él, ocupando los rincones. Otra puerta cerrada, esta vez metálica.

Falletti sacó de un bolsillo del pantalón otro pedazo de explosivo C-4 y lo adhirió a la altura de la cerradura, insertó el detonador y los cuatro hombres retrocedieron ocho escalones, los justos para no absorber la onda expansiva.

El teniente miró su reloj antes de pulsar el botón del control remoto. Iban con retraso. Los años de entrenamiento para controlar las emociones en momentos como aquél apenas podían mitigar la aprensión que sentía. Una gota de sudor resbaló por su sien izquierda. Estaban llegando demasiado tarde.

En una décima de segundo pasaron por su mente los acontecimientos de la última hora. Recordó la urgente llamada del capo capitano en mitad de la noche y de la sorprendente noticia que le transmitió. Un grupo terrorista había secuestrado al obispo de Florencia y los negociadores acababan de comunicar el lugar donde estaba detenido.

Había que enviar un destacamento del grupo operativo que él comandaba al punto de reunión, en la comisaría de la piazza Della Stazione, enfrente de la estación ferroviaria de Santa María de Novella. De allí en furgoneta —apenas dos minutos— a la Basílica de San Lorenzo, la iglesia más antigua de Florencia, situada, cómo no, en pleno centro. Y todo ello en menos de treinta minutos. No sabía exactamente por qué, pero debía hacerse en ese tiempo. Poner en marcha a su grupo de élite en media hora no debía ser un problema durante el día, pero lo era a las tres de la madrugada. Pese a todo, allí estaba, con tres de sus mejores hombres, a los treinta y tres minutos y veinte segundos. Por lo que le habían comentado, los secuestradores habían recibido el rescate y a cambio facilitaron el lugar donde estaba retenido el obispo. Nada menos que en la iglesia que contenía las famosas Capillas Mediceas.

La piazza de San Lorenzo era inaccesible al tráfico rodado debido al ingente número de casetas de venta de ropa y productos turísticos que ocultaba la iglesia y proporcionaba al recinto un aspecto de mercadillo tercermundista. Los mercaderes en el templo, pensó, al pasar corriendo entre los pasillos de las cerradas casetas. Esta vez no había que entrar por la puerta principal del enorme edificio de ladrillo oscuro, debajo de su fachada inacabada. En otra puerta lateral, la dedicada a los fieles que pretendían rezar al margen de las hordas turísticas, se encontraban el cura con las llaves y varios carabinieri. Falletti y sus hombres siguieron al sacerdote, que asombró a los policías corriendo a paso ligero por el interior del templo. Cruzaron como una exhalación por la nave principal diseñada por Brunelleschi, dejando a su derecha los enormes púlpitos de madera tallada de Donatello y entraron en la Sacristía Vieja, uno de los lugares más visitados de la basílica. A la derecha, entrando, se encontraron con una pared forrada con casetones de madera. En el centro, disimulada por los dibujos geométricos, existía una puerta que sólo se descubría por una pequeña cerradura y un tirador. Pasaron a través de ella y llegaron a un pasillo. Al final de la galería, otra puerta cerrada daba acceso a la escalera, en cuya base se encontraba el lugar donde se suponía estaba retenido el obispo.

Esa puerta era la que habían volado segundos antes y la de abajo era la que se disponía a correr la misma suerte.

Falletti pulsó el botón del mando a distancia y la ciclonita hizo su trabajo. En este caso la puerta de seguridad contra incendios, mucho más robusta, resistió el embate de la explosión aunque la cerradura quedó destrozada. Buonasegna la empujó mientras se aclaraba la nube de humo que inundó el ambiente. El teniente pasó a la estancia. Se trataba de un cuarto de contadores de apenas un par de metros cuadrados. Olía a cerrado y a humanidad. En el centro, atado a una silla y amordazado, se encontraba el obispo Sanchetti. Su inmovilidad y la mirada perdida de ojos de pescado fueron suficientes para que Falletti cayera en la cuenta que aquel hombre estaba muerto, asfixiado por falta de aire. El teniente masculló un juramento mientras volvía a mirar su reloj. Treinta y cuatro minutos y cuarenta segundos.

Demasiado tarde.