21
Bolonia, Italia. Hace veintisiete años.
—Estimado Carlo —dijo pomposamente Duvalier—, nos hemos reunido y hemos llegado a un consenso en cuanto a la resolución de tu último enigma.
—¡Ah! ¿Sí? ¿Por consenso? —Maroni, el italiano, sonrió al repreguntar—. Excelente. ¿Y cuál es vuestra respuesta?
—En primer lugar, la traducción:
La más preciada posesión del rey
Hurtó el príncipe bello y estólido
Su mal se contagió a muchas testas coronadas
Diez vueltas dio un planeta antes de que Marte se alejara
El rey recobró lo robado, pero la mercancía estaba averiada.
Por tontos quedaron unos, los otros quedaron en nada.
—La pregunta que nos planteabas fue la siguiente: ¿Qué era la más preciada posesión del rey?
—Correcta la traducción —dijo Maroni—. Por vuestras sonrisas, parece que tenéis la solución.
—La respuesta es la juventud —afirmó el francés.
—¿La juventud? —Maroni aparentaba sorpresa—. Explicádmelo, por favor.
—Los dos primeros versos hacen referencia al transcurso de los años —intervino Cavalcanti, el otro italiano—. El rey se hace viejo y el hijo le sucede en la belleza y juventud, aunque todavía no en la sabiduría. En sentido figurado, le roba la juventud. Lo mismo ocurre a todos los reyes, los años pasan inexorablemente. Los monarcas intentan aparentar ser jóvenes, pero sus cuerpos ya no funcionan correctamente. Están «averiados». Y por eso quedan como tontos, unos ilusos que no saben envejecer, cuando no se da el caso de que mueren y quedan en nada.
—Buena explicación —dijo Maroni, sonriendo más todavía—, muy ocurrente, pero… ¿qué pasa con las vueltas del planeta?
—Esa frase no la hemos resuelto —confesó el alemán—. Creo que está ahí para despistar. Una referencia astronómica que se nos escapa, pero que no influye en el resultado final.
—Sí que influye. Todo influye en el texto —repuso Maroni—. Lo siento, pero la respuesta no es correcta.
La coalición de estudiantes de postdoctorado que se enfrentaba al creador del acertijo cayó en un profundo desaliento. Les había llevado horas traducir aquel texto críptico, y más horas todavía llegar a una conclusión.
—¡Maldita sea! ¡Me rindo! —exclamó Hoffmann, exasperado—. ¿De qué demonios se trata?
Maroni dejó pasar unos segundos, manteniendo la mirada con sus contertulios, esperando que alguno aportara otra solución. Ninguno habló.
—La respuesta es Helena —dijo el italiano.
Los amigos se miraron desconcertados.
—¿Helena? ¿Qué Helena? —preguntó Hoffmann.
—Helena de Troya —dijo Ariosto, que captó el desenlace al instante—. Era la esposa de Menelao, rey de Esparta. Fue raptada en un acceso de lujuria —con la aquiescencia de la víctima, según se dice— por el príncipe Paris, hijo de Príamo, rey de Troya. Estaba en su corte como huésped cuando se prendó de la reina y cometió la estupidez de raptarla. Esa irreflexiva decisión trajo funestas consecuencias. Los reyes griegos, haciendo causa común con el agraviado, formaron una coalición que llevó la guerra —de ahí la referencia al dios Marte— a la ciudad de Troya, que fue sitiada durante diez años, hasta que cayó en sus manos y la sometieron a sangre y fuego. Fue el final de los troyanos y Menelao pudo volver con su esposa a su reino, aunque nunca tuvo la seguridad de recobrar su amor.
—Muy bien resumido, Luis. Se nota que eres de humanidades —contestó el italiano—. ¿Qué mejor trofeo que robar la más preciada joya de un rey? El trofeo era la reina.
—Sí, pero fíjate cómo acabó la cosa —repuso Ariosto—. El ladrón, sus familiares y amigos, muertos y olvidados.
—Cierto, pero…, ¿y lo bien que se lo pasó mientras tanto?