41

La Laguna, sábado. 05:35 horas.

Al comisario Blázquez no le importó que se notase que le temblaba el pulso al recibir la impresión del mensaje del secuestrador. Tenía otras cosas en la mente y se notaba sobrepasado por aquel cúmulo de circunstancias que se le escapaban de las manos.

Al Vaticano.

Quedan veinte minutos y la transferencia no se ha efectuado.

Que Hesse viva o muera está en sus manos.

Blázquez lo releyó una vez más. Desde luego, la vida del nuncio no estaba en sus manos, pero sabía a quién apuntarían todos si el asunto terminaba mal. Levantó la vista del papel y se encontró con el rostro de Sandra Clavijo, que parecía esperar una declaración oficial.

—¿Podemos hacer algo? —preguntó la periodista. Sandra había acudido a la comisaría a dar cuenta del mensaje electrónico. Los policías le habían pedido que se quedara, los siguientes minutos podían ser cruciales. Pedro y Ariosto habían seguido su camino, no podían esperarla, el tiempo corría en su contra. Sandra maldijo por un momento ser la protagonista de la noticia.

—Ya lo hemos reenviado al Ministerio del Interior y a la Presidencia del Gobierno del Estado —respondió Blázquez—. Sólo nos queda esperar y estar atentos a lo que pueda suceder.

El jefe de policía todavía recordaba el mal rato que le hizo pasar unos meses antes aquella chica en una rueda de prensa que provocó una crisis con el alcalde. El mal ambiente todavía perduraba. Blázquez se acordó del alcalde, ¿dónde estaría ese hombre?

Volviendo a la periodista, había que tener cuidado con lo que decía delante de ella. Se quedaba con todo.

—Perdone que se lo pregunte —Sandra parecía no poder estar callada, sin más—. ¿Ha vivido alguna vez una crisis como ésta?

Blázquez no quería dar impresión de inseguridad, lo que sin duda ofrecería si le dijera la verdad. Nunca se había enfrentado a algo parecido.

—En la Policía hacemos periódicamente simulacros de este tipo de situaciones. Estamos preparados. El problema que tenemos en este caso es el tiempo. Si no tuviéramos ese obstáculo, daríamos con los culpables en uno o dos días. Sin duda lo haremos, de eso estoy seguro.

—¿Han hecho simulacros de secuestros de embajadores vaticanos? —el tono burlón de la pregunta de Sandra sonó algo impertinente.

—Se ensayan situaciones similares —respondió Blázquez con paciencia. Si no fuera porque la periodista era el contacto del secuestrador ya la habría enviado a su casa—. Nuestra labor en estos casos no se centra en la negociación, de eso se ocupan en más altas esferas. Nosotros estamos en la calle, buscando al tipo que lo hizo. Y eso es lo que estamos haciendo, con todos los efectivos ahí fuera.

Sandra ya pensaba en la próxima pregunta. Sin haberlo buscado, tenía una exclusiva con el jefe de la Policía en el momento más tenso de la crisis. A muchos de sus colegas les encantaría estar en esa situación. Sin embargo, fue Blázquez quien se adelantó esta vez.

—Me imagino que escribirá un libro sobre lo que está ocurriendo esta noche. Es una oportunidad única para un periodista. Tiene usted la rara habilidad de encontrarse siempre en el ojo del huracán.

Sandra pensó en la suerte. Sí, existía, aunque también la había perseguido. En unos cuantos meses, a raíz del asunto de los túneles, se había hecho popular. Su cara de niña aparecía en las tertulias televisivas, haciendo incisivas preguntas nada acordes con su agradable aspecto.

El timbre del teléfono no le permitió responder. Blázquez levantó el auricular y contestó. El semblante de su rostro fue cambiando en segundos de profunda crispación a un desahogado alivio. Colgó dando las gracias a su interlocutor.

—La transferencia ya llegó al Vaticano. La reenviarán al banco de la Micronesia dentro de unos minutos —el policía se alisó el escaso cabello con la mano, un gesto instintivo de tranquilidad—. Puede que este feo asunto acabe bien.

—¿Quién era? —preguntó Sandra. El rato que llevaba allí le animó a sonsacar descaradamente al jefe.

—Uno de los secretarios del presidente del Gobierno. Una fuente perfectamente fiable. Tome nota de la hora para su libro.

Sandra ignoró la indirecta. Por supuesto que tomaba nota. El gobierno español había pagado el rescate. Ya había pasado alguna otra vez. Así, tanto España como el Vaticano salvarían la cara frente a sus electores y sus fieles, respectivamente. Ahora sólo faltaba que el dinero llegara a su destino en hora, y que el secuestrador lo pudiera comprobar. Sandra sonrió, era en verdad una situación fantástica para una periodista.

El teléfono volvió a sonar. El policía descolgó y escuchó una voz que hablaba rápidamente. La llamada duró apenas quince segundos. Blázquez se levantó raudo, y fue directo al perchero para coger su chaqueta. Sandra lo siguió con la mirada, extrañada.

—Es Galán —anunció el policía—. Tiene una buena pista que parece situar a los secuestradores en un piso del centro de La Laguna y se dirige allí en este momento. Me reúno con él con más hombres para reforzarle. Señorita, usted quédese aquí pendiente del ordenador y envíe al secuestrador dentro de cinco minutos la noticia de que la transferencia se ha realizado. Llámeme al móvil si hay cualquier novedad.

Blázquez no esperó respuesta por parte de Sandra y abandonó presuroso su despacho. La periodista se quedó allí sentada, boquiabierta. Salió de su estupor al cabo de unos segundos. Se planteó su situación en aquel despacho, a solas. ¿Que se quedara allí quietecita? ¿Que le llamara si había cualquier novedad?

Y una mierda, pensó, mientras cogía su bolso.