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La Laguna, sábado. 04:40 horas.

De repente, Manfred Hesse, el nuncio de Roma en España, sintió la oscuridad. Al principio creyó que era presa de una pesadilla, pero por mucho que lo intentaba no lograba despertar. Se sentía adormecido y embotado, sus pensamientos no se desarrollaban con claridad. Pasaron bastantes minutos antes de que se diera cuenta de que realmente se encontraba sentado en una silla metálica con sus extremidades sujetas fuertemente a las patas y brazos. No sabía a ciencia cierta qué era lo que le mantenía inmóvil, una especie de cinta adhesiva que daba infinidad de vueltas sobre sus antebrazos y pantorrillas, la misma que le rodeaba la boca y que a duras penas le permitía respirar por la nariz. No podía mover la silla por muchas contorsiones que hiciera. Debía estar atornillada o soldada al suelo, también metálico.

Pero lo peor de todo era la oscuridad. La falta de luz era absoluta, por lo que daba lo mismo tener los ojos abiertos que cerrados. A pesar de no ver nada, por el eco que producía el sonido de su respiración notó que se encontraba en un habitáculo reducido, aunque era imposible saber su tamaño exacto.

Poco a poco sus sentidos comenzaron a agudizarse. Se estaba despertando. Pero no era un despertar usual, sino muy lento. Le recordaba a un estado febril, en el que los párpados se convertían en persianas de acero, imposibles de levantar.

Optó por relajarse, de nada le servía mantenerse tenso. Intentó recordar algo. Sólo llegó al momento en que se quedó dormido en su habitación del obispado. Lo siguiente fue encontrarse allí, a merced de alguien desconocido que lo había trasladado sin que él lo notara. Sólo cabía la posibilidad de que lo hubieran drogado de alguna manera. Eso sólo podía significar un secuestro. Comprendió las implicaciones del asunto y recordó inevitablemente al obispo florentino. ¿Cobrarían el dinero los secuestradores y lo dejarían allí, abandonado? ¿Pagaría el Vaticano el rescate?

Volvió a ponerse tenso involuntariamente y comenzó a sentirse acalorado. Notó que su frente se perlaba de sudor al tiempo que una antigua y olvidada úlcera de estómago recordaba su existencia. Los latidos del corazón rebotaron dentro del oído interno, demasiado rápidos. ¿Era una de sus taquicardias? Se percató con inquietud de que al nerviosismo intrínseco a aquella situación se unía una dificultad respiratoria. Pero no era propia de su cuerpo, sino de origen externo. Aquel compartimento parecía estanco, y se estaba quedando sin oxígeno. Su excitación no hacía sino agravar la situación aumentando el consumo. Le costaba cada vez más respirar. ¿Cuánto oxígeno le quedaba? ¿Lo habrían calculado los secuestradores?

El sonido del mecanismo de apertura de una cerradura lo sacó de sus deprimentes pensamientos. Enfrente de él se abrió una puerta y el intenso haz de una linterna hizo que sus ojos se cerraran de dolor. Una oleada de aire fresco entró al mismo tiempo que un hombre vestido de negro con un pasamontañas —la cabeza cubierta de su captor le dio esperanza. Si quisieran matarlo no se preocuparían en ocultar sus rostros—. El hombre portaba en la mano derecha una jeringuilla. Sin mediar palabra, y cuando el nuncio entreabría los ojos tratando de ver algo, le clavó la aguja en el brazo y vació su contenido en apenas un par de segundos. Demasiado rápido, la entrada del líquido en su cuerpo le produjo un agudo dolor.

El encapuchado acabó su cometido sin mirar al cautivo, caminó despacio hacia atrás y salió del habitáculo dando un salto de medio metro. A continuación, cerró la puerta rápidamente. Antes de que la negrura se apoderara de todo, el nuncio vio cómo el secuestrador miraba su reloj. ¿Estaba calculando la duración de la nueva provisión de aire? Eso podría significar que el fin estaba cerca. Para bien o para mal, Hesse estaba seguro de que no volvería a ver a aquel tipo.

Si al menos le hubiera dicho algo. Había sido demasiado frío, excesivamente impersonal, marcadamente profesional.

Se sintió muy solo. ¿Cómo podía haber gente tan malvada e insensible? ¿Por qué se cebaban en personas que sólo buscaban hacer el bien a los demás?

Notó un creciente entumecimiento de sus piernas y brazos. La droga estaba haciendo efecto. Lo siguiente sería la cabeza. Tal vez fuera mejor así, sin darse cuenta de lo que sucedería a continuación.

Se ahorraría la desesperación.

Se dispuso a perder la consciencia colocando el cuerpo de la forma más cómoda posible. Era cuestión de segundos. Nada podía hacer, allí se quedaría, indefenso.

A oscuras.