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La Laguna, sábado. 06:05 horas.
La radio crepitó en la cintura de los dos agentes de la Policía Municipal que hacían guardia en la puerta del convento de Santo Domingo. Se protegían de las gélidas ráfagas de aire que llegaban del norte tras el portalón de madera que se elevaba hasta el arco de piedra de cantería gris que lo cubría. Escucharon atentamente. Era un mensaje destinado a todas las unidades. Había que rodear todas las calles circundantes a la calle de La Carrera, esquina con Tabares de Cala, donde al parecer se había localizado el lugar donde tenían secuestrado al nuncio.
A pesar del anuncio, los municipales sabían que aquello no iba con ellos. Tenían orden de permanecer allí hasta que llegara un relevo, y debían cumplirla, aún cuando echaran de menos formar parte de la acción.
Varios golpes en la puerta indicaron que alguien quería entrar. El primer policía, abrió la puerta un palmo. Al otro lado, un policía nacional esperaba.
—¿No han oído la radio? —dijo el que estaba fuera—, todos los policías locales deben acudir a la calle de La Carrera. Vengo a ocupar su puesto.
Los guardias se miraron. Aquello no seguía el protocolo acostumbrado. Además, aquel hombre tenía un acento raro, indefinible, un poco forzado. Aunque llegaban a las islas policías nacionales de todos los rincones del país y aún sabiendo que el ejército estaba plagado de extranjeros nacionalizados, les resultó raro en ese cuerpo armado.
En ese momento llegó un automóvil de Protección Civil, que no tuvo el menor recato en entrar en la plazuela que conectaba el convento con la iglesia y aparcar justo en el centro. Bajaron de él dos miembros uniformados de esa organización de voluntariado.
—Venimos a reforzar la seguridad —dijo uno de ellos, el rubio, con un curioso acento andaluz—, para que ustedes puedan acudir a la emergencia.
—Un momento —dijo el municipal, apabullado por tanta novedad—, voy a confirmarlo con mi superior.
—¿Podemos entrar? —preguntó el de Protección Civil—, hace un frío que pela.
El segundo policía se hizo atrás y abrió la puerta el espacio suficiente para que entraran los tres hombres. Cuando el mismo oficial cerró la puerta tras ellos, notó en su oído derecho el clásico sonido de un arma al amartillarse.
—Quietos los dos —la voz del rubio sonó baja, pero firme. Se distinguieron de una manera extraordinaria todas y cada una de las sílabas pronunciadas—. Las manos sobre la cabeza. Despacio.
Los policías municipales se vieron apuntados al rostro por unas extrañas metralletas de las que, a pesar de su aspecto, no admitían dudas acerca de su funcionalidad. Uno de ellos se volvió en busca de ayuda al policía nacional, para encontrarse con que éste se ocupaba de desarmarlos y de despojarles de las radios.
—Tienen dos opciones —dijo el rubio—, o colaboran y se quedan quietecitos o terminamos antes de tiempo. Aquí, el amigo, tiene el gatillo fácil.
Los municipales asintieron quedamente, jamás se habían visto en una como aquella. Una cosa era multar a los desprevenidos conductores que proliferaban en la ciudad y otra jugarse el tipo con unos asesinos profesionales. El falso policía nacional les inmovilizó con sus propias esposas a una tubería de agua en el cuarto de contadores, al fondo, a la derecha, y les amordazó con una ancha banda adhesiva que presagiaba que cuando se las quitaran no necesitarían afeitarse en varios días.
Mientras los tres hombres subían al primer piso por la escalera de piedra, un cuarto tipo vestido de negro hizo su aparición por la puerta principal. El brillo de esperanza en los ojos de los municipales se tornó en mate de decepción cuando el recién llegado pasó de largo hacia la escalera, dedicándoles un guiño.
En la sala de exposición, los dos empleados de seguridad pasaban la noche en una hastiada somnolencia. Hasta allí arriba no habían llegado las noticias extraordinarias de lo que estaba ocurriendo fuera. Una voz los sacó de su adormecimiento.
—¿Todo bien?
Un policía nacional les sonreía a la entrada de la sala principal. No era normal que subiera un poli a aquella hora, pero tampoco les extrañó demasiado. El carrusel de policías a lo largo del día había sido continuo.
—Sí, un poco aburridos —respondió uno de los seguritas—, pero qué se le va a hacer. Para eso pagan.
—¿No quieren bajar a tomar un café? —preguntó el policía—. Los municipales han traído una cafetera.
Aquella era toda una tentación. Ningún vigilante de noche podía hacer ascos al último café de la jornada. En apenas hora y media vendría el relevo. Además, era un buen momento para moverse un poco.
—Yo bajo —dijo el primero—, ¿lo quieres con azúcar?
Su compañero asintió. El segurita desapareció por la puerta, mientras su compañero tomaba posición a la entrada. El policía nacional se acercó por detrás al segurita. Éste notó acto seguido el frío contacto del acero del cañón de un arma contra su nuca.
—Nunca hay que despreciar un buen café —oyó a su espalda.
Un minuto después, los seguritas hacían compañía a los municipales en el cuarto de contadores. Si los apresados consideraban que difícilmente podían estar peor, cuando les cerraron la puerta y quedaron sumidos en la oscuridad, cambiaron de opinión.
El jefe de los secuestradores hizo su entrada en la sala de la exposición. Sus hombres esperaban instrucciones.
—Ya ha terminado vuestro trabajo —dijo con tono satisfecho, observando el panorama que se abría ante él—. Ya sabéis cuál es la ruta de escape. Nos veremos en el punto de encuentro acordado.
Los hombres se despidieron dando la mano a su líder y salieron de la estancia. El jefe comenzó a pasear entre las urnas que exhibían las piezas. Había que esperar a que sus hombres pusieran tierra por medio y, al mismo tiempo, deleitarse con aquel grupo de cruces. En verdad la exposición era extraordinaria. Había que reconocerle a Ariosto un gusto exquisito, y un trabajo tremendo. Convencer a todas aquellas iglesias y museos para que cedieran los tesoros allí reunidos debía haber sido una labor ardua y difícil. Pero no estaba en aquel lugar para dejar en ridículo al comisario haciendo que desaparecieran las maravillas expuestas. En realidad, sólo le interesaba una de las cruces. Por fin llegó al fondo de la sala y se enfrentó a su objetivo.
Allí estaba, la Cruz Vaticana, esperándolo.
Refulgía bajo el foco que la iluminaba con la misma atracción que le había seducido más de treinta años antes. Era preciosa, en todos los sentidos de la palabra. Las gemas, la filigrana, las inscripciones, ese intenso sabor bizantino, tan antiguo y decadente.
Había llegado el momento en que debía pasar a su poder. Miró su reloj. Sus hombres ya debían estar fuera de la ciudad. Esperaba que el vehículo les diera la cobertura necesaria. No había nada en España como un coche oficial para pasar cualquier control.
Se calzó unos guantes de cuero fino. Sacó de su bolsillo un destornillador grande, de unos treinta centímetros. Introdujo la punta entre la base del cristal y la peana metálica. Hizo palanca con fuerza y el cristal se separó con un chasquido. Una sirena comenzó a sonar estridentemente. El hombre alzó la urna despacio sin tocar su contenido, la depositó en el suelo y, con sumo cuidado, tomó la cruz por su fuste inferior y la separó de su soporte. La levantó un segundo para admirar su brillo. El resplandor era tal como imaginaba, aunque el objeto pesaba algo menos de lo que esperaba. Extrajo un pequeño saco de terciopelo de otro bolsillo e introdujo la cruz en él.
Su regocijo era total. Se cumplía así un sueño que se remontaba a varias décadas atrás. Nunca había podido hacerse con aquella cruz porque jamás había salido del Vaticano, y allí era imposible entrar. Ahora era suya, para siempre.
Ignorando el insoportable ulular de la alarma, el ladrón hizo un nudo al cordón del saco y sin prisa, pero sin pausa, enfiló hacia la puerta de salida de la sala de exposiciones, sonriendo.