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La Laguna, sábado. 04:15 horas.
Ariosto ha envejecido, pero no demasiado —pensó el hombre que observaba la escena detrás de los cristales ahumados del Audi Avant 6 aparcado al final de la calle—. Unas cuantas canas, el rostro más afilado, pero parece mantenerse en forma.
Sabía que acudiría a su cita con la iglesia de San Juan, pero no esperaba que fuera tan pronto. Había calculado una media hora más tarde. Le acompañaba una jovencita, que le pareció, a pesar de la distancia, que se trataba de la periodista. También el omnipresente chófer, a quien había seguido los días anteriores.
Un tipo de cuidado, el chófer. El encontronazo con uno de sus hombres y la facilidad con que habían entrado en la iglesia lo identificaba como uno de los primeros objetivos a eliminar si surgían complicaciones.
Los vio subir al coche y desaparecer rumbo al centro de la ciudad. La presencia de Ariosto en San Juan evidenciaba que había recibido el mensaje y estaba intentando resolver el enigma. Para eso estaba vigilando allí, para comprobar ese detalle. De momento todo iba según lo planeado.
Perfecto.
Lástima que no viniera acompañado de la Policía. Daba igual, tarde o temprano todos se aglutinarían en torno a él.
Un elemento inesperado, pero muy positivo, consistía en que la periodista fuera con Ariosto. Si lo hubiera pedido, nunca hubiera creído que se le concedería tal deseo.
Confiaba en la capacidad de Ariosto para descifrar el mensaje. No era tan difícil, con un poco de imaginación y conocimiento de la ciudad llegaría a la solución final. Todo estaba previsto para que Ariosto lo hiciera a tiempo o quizás un poco tarde, dependiendo de lo que tardaran en pagar. Porque pagarían, de eso estaba seguro. ¿Y quién mejor que Ariosto, el íntegro ciudadano, para encontrar y liberar al nuncio? Luis se llevaría las medallas y de paso se encontraría lejos del lugar en donde no debía estar. Cuando trascendiera la noticia todos los que se encontraran trabajando en torno a la desaparición del nuncio correrían de inmediato al sitio donde estaba retenido.
Miró su reloj. Quedaba media hora escasa para que uno de sus hombres renovara la provisión de aire del viejo obispo. Sería la última. Contaba con que sus colegas del Vaticano, o quien fuese, cooperaran pagando su rescate. Sería lo mejor para todos. Esperaba que las autoridades locales no fueran tan lentas y vacilantes como las florentinas, que dieron el aviso a la policía demasiado tarde. Por eso debía asegurarse de que alguien competente y ajeno a los poderes públicos estuviera en la investigación, aunque fuera de un modo paralelo.
Hasta ahí llegaban sus planes. Pero siempre cabía la posibilidad de que Ariosto desentrañara la clave antes de tiempo. Sería poco probable y tal vez sólo aceleraría las cosas, pero en esa dosis de incertidumbre, aunque fuera mínimo, estaba el placer del riesgo. Sin riesgo no hay aventura, y había que tomarse aquello con espíritu deportivo. Se regodeó en aquel pensamiento, en el fondo se estaba divirtiendo.
De hecho, hacía años que no se lo pasaba tan bien.