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La Laguna, sábado. 05:25 horas.

Las pupilas de Marta se iban acostumbrando a la oscuridad. Comenzaba a distinguir los perfiles de las columnas, una fina raya de luz debajo de la puerta del garaje y algunos interruptores situados a media altura, adosados a la pared. Pero estas referencias no despedían la suficiente luminosidad para ver algo más. Decidió moverse hacia la siguiente columna a su izquierda, que apenas vislumbraba. Aunque se alejaba de la puerta, se dirigía a la zona más oscura, donde ella tenía más posibilidades de ver y de que no la vieran. Se detuvo a escuchar durante unos segundos y no oyó nada. Su perseguidor estaba desorientado, tal vez había llegado al lugar donde estaba apenas un minuto antes y descubierto que se había movido.

La arqueóloga sabía que aquel juego de gato y ratón no podía durar mucho. Como alguien encendiera la luz del garaje, adiós escondite. Recordó dónde había visto coches estacionados, al fondo del aparcamiento, y decidió desplazarse hacia allá. Debía haber una puerta interior de acceso a las viviendas. Se agachó y caminó todo lo encorvada que pudo. Después de unos veinte interminables pasos a oscuras, detectó un bulto que debía ser un automóvil. El tacto así se lo confirmó. Se trataba de una hilera de coches aparcados con el morro hacia la pared. Se metió entre dos de ellos y esperó.

En un momento dado, le pareció oír pasos apagados que pasaban delante de ella. Se fijó en la mínima claridad proveniente de la puerta levadiza por si una sombra la cortaba, pero nada ocurrió. Aquel hombre debía acercarse por el mismo lugar por donde ella había venido, por el más oscuro.

Comprendió que se encontraba en una ratonera. Los coches estaban tan pegados a la pared que no podía pasar por delante de ellos. Tenía que volver y rodear los vehículos por su parte trasera. Se levantó, volvió a la postura encorvada y se deslizó detrás de uno, dos y tres coches. Se detuvo a escuchar. Nada.

Sabía que lo tenía todo en contra. Su oponente conocía de antemano el garaje y tenía localizadas las salidas. A pesar de sus escasas posibilidades, debía intentarlo.

Al llegar al cuarto automóvil sintió una presencia muy cerca. Un sexto sentido la hizo detenerse. Se echó a un lado, acuclillándose junto a la puerta delantera del conductor. Desde allí tenía en su horizonte la tenue línea de la puerta del garaje. Unos segundos después, la línea se quebró al paso de una sombra que avanzaba lentamente. La tenía a menos de dos metros. Demasiado cerca, la descubriría sólo con el ruido de su respiración, y no podía aguantarla indefinidamente. A su derecha, a unos cuatro metros, se distinguía tenuemente la minúscula bombilla de un interruptor de pared.

Marta rompió la baraja. Saltó y cargó contra la sombra con todas sus fuerzas, empleando su hombro como ariete contra lo que le pareció la espalda del hombre. El choque lo tiró al suelo. La arqueóloga salió corriendo de inmediato en dirección al interruptor. Atrás oyó un juramento en un idioma desconocido. Pulsó el botón y la luz comenzó a hacerse. Las lámparas fluorescentes parecieron despertarse de un letargo secular. Se encendieron anárquicamente, primero una del fondo, luego otra a su derecha y finalmente el resto, avergonzadas de no seguir el ritmo de las primeras.

Marta aprovechó la luz de la primera para explorar el garaje. Buscaba la puerta interior y la halló a unos diez metros al frente y a la derecha. Debía sobrepasar unos seis coches aparcados.

—¡Alto! —se oyó a su espalda.

Espoleada por la voz, Marta se lanzó a toda velocidad hacia la salida. Que no esté cerrada, rogó. Escuchó unos pasos que la seguían. El manillar negro cedió al peso de la mano de la mujer y la puerta se abrió hacia el interior. No tenía cerradura. Entraba de nuevo en la oscuridad de un distribuidor que daba acceso a un ascensor y a una escalera ascendente. Buscó y pulsó otro interruptor de luz, desechó el ascensor y enfiló la escalera.

Subió los escalones del primer tramo de dos en dos mientras escuchaba a su seguidor llegar a la puerta. Dio un giro de ciento ochenta grados y comenzó a subir el segundo tramo. Distinguió al final de la escalera, en lo que debía ser la planta de calle, una sombra. Un hombre pasaba por allí.

—¡Socorro! —gritó Marta, aquella aparición era providencial.

Escuchó otro grito tras ella en un idioma incomprensible. La arqueóloga llegó a la altura del hombre, un tipo fuerte, moreno e inexpresivo. Una inexpresividad que la desconcertó.

No lo vio venir, pero sintió con toda su fuerza el revés de una mano dura y encallecida contra su rostro.

Después, rápidamente, cayó en otra oscuridad diferente, más negra todavía.